Los valores que adquieres temprano son tu equipaje para la vida. Para toda la vida. Los llevas casi sin darte cuenta, porque forman parte de tí y aparecen cuando hacen falta. En esos momentos de decisiones, en esos momentos decisivos.
De eso hablé con un grupo de estudiantes de todos los colegios La Salle del país reunidos en La Colina en el III Encuentro Casa Grande, como parte de un panel que compartí con el viejo amigo Antonio Constantino y dentro de la conmemoración del centenario de los hermanos en Venezuela, una historia que comenzó, precisamente, con la apertura en febrero de 1913 del querido instituto barquisimetano.
Los valores recibidos en las aulas me han servido siempre. Los dos últimos años de mi bachillerato fueron en el Lisandro Alvarado, una casa por la que también guardo afecto entrañable y gratitud permanente, y antes del viejo colegio de la catorce estuve brevemente en otros planteles, pero La Salle se quedó en mí acaso por formarme en los años claves de mi niñez y adolescencia y, desde luego, por las fuerte personalidad de su educación. Ramón Escovar Salom me dijo una vez que en su vida le había ocurrido que conseguía gente con la que establecía rápida comunicación, simpatía y cercanía, para después descubrir que eran lasallistas.
La identidad lasallista se basa en unos valores como el trabajo, todo logro es fruto del esfuerzo. “A la luz por el trabajo” era el lema del Centro Científico y Cultural guiado por el Hermano Basilio. Como el sentido de equipo, que aprendes en el salón de clases, en el deporte y en otras actividades asociativas. Sólo eres mucho menos de lo que puedes ser, aunque valgas mucho, junto a otros es que se consiguen cosas grandes, porque los seres humanos nos necesitamos.
El respeto por la dignidad de los demás, reflejo de la tuya propia, porque somos iguales por naturaleza pero también distintos en modo de ser, opiniones, intereses. Y solidaridad, disposición a ponerse en el lugar ajeno, a compartir, a sufrir su sufrimiento y alegrarnos por su alegría.
Esos valores vienen al lasallista del fundador. La escuela de Juan Bautista de La Salle es una escuela para todos. Las profundas innovaciones pedagógicas que promovió, las cuales lo colocan entre las más significativas influencias en la historia de la educación, tenían un sentido democratizador, aunque esa palabra todavía no se usara.
Una educación impartida en grupo, no individualmente como era típico de la aristocrática instrucción de los preceptores, con los alumnos agrupados por niveles dando lugar al grado y con un horario establecido. Clases en el idioma de los estudiantes y no en Latín, y la Escuela Normal para la formación específica de docentes.
Parece mentira que eso no existiera antes de el señor de La Salle, que fundó escuelas gratuitas en su natal Reims y en Saint Jacques. El clérigo de origen pudiente dedicó su vida a la educación de todos, con énfasis en que los pobres tuvieran acceso a la mejor escuela posible. En èl, la influencia de Adrian Nyel, y de su prima Mme. Maillefer, quienes lo habían antecedido en ese empeño.
La virtud cristiana por excelencia es el amor. Y en clave lasallista, amar es servir. Amar no es contemplación distante ni declaración de principios. Es, sobre todo, compromiso concreto, actos en la vida real. Por eso nos mueve a hacer, para tratar de cambiar las cosas, en cualquiera que sea nuestro campo, siempre llamados por un poderoso acento social.
Entre las muchas preguntas que me hicieron, hubo una que podía ser vista como la màs difícil y era, en realidad, la más fácil. Diga en tres palabras qué aprendió en La Salle acerca de ser cristiano. La respuesta: Amar es servir.
Ramón Guillermo Aveledo