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Enanos irredentos

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Enanos irredentos

Hay gente que es luminosa, por donde pasa alumbra con su humilde sabiduría a quienes le rodean, y cuando tienes la suerte de ser bendecido por la vida al colocarte cerca de ellos no cesas de celebrarlo. Es lo que me pasa con Rodolfo Izaguirre, ser humano de una bonhomía que pocas veces he encontrado. Él no hace gala de lo que es, simplemente es. Él es un soplo de aire fresco que va sacudiendo ventanas y agitando pensamientos con la transparencia de su mirada de niño sin final. Él es lo que muchos queremos ser y a lo que debieran aspirar llegar a ser unos cuantos arreos de burros manetos que ahora pululan en nuestro entorno.

 

 

 

 

Escribo esto del querido y admirado Rodolfo porque este sábado a primera hora le escribí pidiéndole información sobre una escena que cargaba rondándome la memoria y que no lograba identificar. A los pocos minutos me respondió con su habitual generosidad, me dejó saber que no ubicaba esos cuadros, sin embargo me remitió a ese monstruo de la cinematografía llamado Werner Herzog y su segundo largometraje, estrenado en 1970: También los enanos empezaron pequeños.

 

 

 

 

El llamado fundador del Nuevo Cine alemán, nacido en Múnich, rodó esta cinta a los 27 años, con impecable fotografía en blanco y negro de Thomas Mauch. Esta película lo menos que se puede denominar es de inquietante, muestra cómo un grupo de enanos, que están recluidos en una finca que hace las veces de reformatorio, se rebelan contra la autoridad del funcionario, otro enano como ellos, a cargo de la institución. El proceso de rebelión va gestando una serie de actos de crueldad extrema. Las lecturas son infinitas, es imposible mirarla con impasibilidad, Herzog no lo permite. Rodolfo, con su habitual agudeza, me habla de una escena que hay con unas gallinas y me condensa todo en una frase: “Él trasmite a las indefensas gallinas toda su carga neurótica”.

 

 

 

 

Por supuesto que al terminar el intercambio me siento a verla y a los dos minutos del inicio encuentro una escena terrible que me hipnotiza: una gallina de blanca pureza que da picotazos al cadáver de otra, mientras al fondo la banda sonora deja oír una malagueña que anuncia: “Yo la lleno de claveles”, es un gancho que me ata al igual que al enano que mantienen maniatado a una silla en la oficina del director del correccional.

 

 

 

 

El volcán de violencia que estos seres van emanando es un espejo de nuestras bajezas, la metáfora llevada al celuloide es implacable. Las aves van apareciendo en distintos momentos a lo largo del filme, y en su último tercio otra escena es igual de turbulenta cuando de nuevo aparece una gallina blanca que esa vez persigue a picotazos a otra que tiene la pata izquierda amputada.

 

 

 

 

Las imágenes finales son perturbadoras, para decir lo menos, la marca de Herzog es despiadada. De nuevo agradezco a Rodolfo haberme hecho recordar esta película en la que veo una diáfana alegoría de lo que vivimos. Un grupo de enanos desbocados sin norte ni liderazgo, mientras un grupo de gallinas se picotean entre ellas sin respeto por impedimentos, ni por la misma muerte.

 

 

 

Alfredo Cedeño

 

Por Confirmado: Francys García

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