Quemar sedes de partidos, negar a parlamentarios el derecho de palabra, torturar estudiantes.
Las grandes revoluciones de los siglos XVII y XVIII se hicieron para destruir el Absolutismo y crear repúblicas o monarquías constitucionales, para someter el poder a la ley y a otros poderes, según la doctrina de Montesquieu: solo se puede vivir en paz cuando los poderes se vigilan entre sí. A partir de ellas evolucionan los regímenes liberales, de muy corta duración, hacia la democracia representativa, constitucional o liberal. En el XX surgieron contrarrevoluciones que se llamaron a sí mismas «revoluciones».
Unas fueron las comunistas que decían proponerse profundizar, concluir, desarrollar los principios de la Revolución Francesa. Ir de la igualdad jurídica del Estado de Derecho a la «igualdad social». De la democracia representativa a la «democracia directa» y de la libertad formal a la «libertad real». Su hambre de cosmopolitismo declaraba que «el proletariado no tenía patria», sino que lo era cualquier rincón del planeta donde se construyera el socialismo. Luego derivaron al nacionalismo hermético.
Del otro lado el fascismo y el nacionalsocialismo querían, por el contrario, liquidar la herencia que Francia había dejado a la humanidad, como lo regurgitó Hitler en las tribunas, cosa que casi lograron él, Stalin y Mussolini con apoyo de «las masas», lo que hizo a Hayek sostener que «la libertad le importaba un bledo a la mayoría». Sin ese sustento popular no se hubieran mantenido en el poder ni desencadenado la destrucción y el horror.
Gracias al coraje inenarrable de un hombre recio, pero amable y benévolo, lleno de humor, que enfrentó todos los peligros por devoción a sus semejantes, Churchill, la pesadilla no tomó el mundo por asalto. Las revoluciones del siglo XX comenzando por la rusa de 1917, hasta la cubana de 1958, pasando por la alemana de 1933, la china de 1949 y demás, se hacen para restablecer regímenes absolutos, desmantelar la Declaración de los Derechos del Hombre de 1783 y perpetrar los peores crímenes conocidos.
Es el totalitarismo, y para Hannah Arendt las diferencias entre comunismo y nacionalsocialismo son más bien académicas o históricas, pues se trata de hermanos gemelos. Una oleada de terrorismo fascista se ha desatado en Venezuela a raíz de las cuestionadas elecciones del 14 de abril. Amenazas de encarcelar los líderes de la oposición, palizas callejeras a manifestantes pacíficos. Ocho personas asesinadas que con perversidad mefistofélica se atribuyen a quienes reclaman reconteo de votos, como en cualquier país civilizado con elecciones de final tan reñido.
Persecución a los funcionarios públicos «sospechosos» de haber votado por su conciencia. Quemas de casas de partidos opositores. Y la joya de la corona: la pregunta inquisitorial, el Auto de Fe con el que el presidente del Parlamento, contra la Constitución y la civilización, interrogó a los parlamentarios para de manera nauseabunda negarle su derecho fundamental: la palabra.
El fascismo italiano nunca fue totalitario, pese a que el término es de Mussolini. Demasiado desmañado e incompetente. A pesar de eso la noción común de fascismo se impuso por sobre el concepto y se identifica con totalitarismo, engloba al fascismo junto a los nazis y los comunistas. Hay así fascismos pardo, negro y rojo. No tiene sentido discutirla.
Si a los jóvenes en Barquisimeto los torturaron para obligarlos a cantar canciones chavistas, los camisas negras forzaban a sus adversarios a tomar aceite de ricino. Palizas, humillaciones públicas, incendios de comercios, saqueos de residencias privadas eran pasatiempo favorito de los grupos irregulares. Instrumento de los diversos totalitarismos es el Terrorismo de Estado con el manejo de los tribunales o terrorismo judicial.
El simple uso de los aparatos represivos o la modalidad que aprendieron muy bien en Cuba, Panamá y Nicaragua: la utilización de grupos paramilitares, que permite a los criminales en el poder decir que se trata de «reacciones espontáneas del pueblo» y confundir buena parte de la comunidad internacional que tiene ganas de dejarse confundir. Por fortuna en la era de la globalización la política se impone sobre el terror. La voluntad de hierro de quienes se juegan todo por la libertad y la democracia ha venido triunfando.
Hay que usar las brechas que se abren en el autoritarismo y nunca renunciar a ellas con el argumento infantil de que los bárbaros juegan sucio o harán fraude. La experiencia indica que, como en los ríos, cuando se cae en un remolino, no hay que dar brazadas locas sino nadar bajo el agua y salir adelante.
@carlosraulher