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El Gobierno en salud ni lava ni presta la batea

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El Gobierno en salud ni lava ni presta la batea

La posición que asume el gobierno en materia de salud contraría y rehúye el rol fundamental que, en razón de su esencia como derecho social fundamental, le atribuye la Constitución.

 

La reduce a una mera retorica política, sesgada, de corte ideologizante que vacía su contenido, borra su naturaleza prestacional y centra en un actor, que forma parte del todo el sistema, su fracaso e irresponsabilidad de todos estos años.

 

La Constitución consagra a la salud como una “obligación del Estado, que lo garantizará como parte del derecho a la vida” (artículo 82). Tal consagratoria, impone que el Estado promueva y desarrolle políticas orientadas a elevar la calidad de vida, bienestar colectivo y el acceso a los servicios, mediante un sistema de rectoría descentralizado y participativo (artículo 83).

 

Lo expresado tiene varias implicaciones:

El derecho a la protección de la salud es una garantía del derecho a la vida, que impone alargarla con un mínimo de calidad. Es un derecho prestacional que implica medidas positivas, sin olvidar la obligación negativa o de abstención del Estado de no dañar a la salud, por acción u omisión.

Ello implica que todos los órganos del Poder Público (nacional, estadal y municipal) están obligados a garantizar la salud de la población mediante la legislación, la dotación física y de equipos, asignación de recursos, otorgamiento de incentivos de todo tipo y la tutela efectiva del goce y acceso a la salud.

La solución no debe buscarse en la centralización ni en la negación del derecho u obstaculización de la obligación de los estados y municipios a actuar y colaborar, propio de un sistema y coordinación indispensable en la actividad prestacional.

La salud no es únicamente incumbencia del Estado, su garantía y efectividad como derecho fundamental corresponde a todos los ciudadanos, a la comunidad y a la institucionalidad propia a la interacción social, tales como universidades, los centros de investigación y las formas empresariales prestacionales (las clínicas y centro de salud que combinan organización, capital y trabajo).

Corresponde al Estado la rectoría, lo cual si nos atenemos al origen de la palabra significa la orientación y supervisión de la actividad en obligado respeto y ponderación de los derechos de todos aquellos ciudadanos e instituciones vinculados con el sector salud, estando constreñidos a lograr su “participación” en aras de la seguridad y cumplimiento de los objetivos en beneficio de la vida y salud de la población.

La definición de la acción mancomunada del sector salud debe ser desprejuiciada, despolitizada, es decir, excluida de la agenda de la controversia política diaria. Debe ser el producto de un consenso, de formas concertadas de definición de la línea de acción y de la delimitación de las responsabilidades de cada actor.

 

 

 

 

El gobierno ha convertido la rectoría en una centralizada y errática forma de intervención, mediante una agónica e irreal regulación de precios, en una arremetida contra las clínicas como si éstas fueran responsables de la devaluación o la causa eficiente de los factores alcistas de los bienes y servicios requeridos para la prestación del servicio de salud, incluyendo prevención y tratamiento de las enfermedades.

 

El gobierno oculta el deterioro de la salud pública, de la seguridad social y de las políticas erráticas cuyos resultados sobre ellos se cierne, buscando aliados en la colectividad, creando artificiosamente un indeseable e inconveniente enfrentamiento entre el ciudadano, las clínicas, los médicos y demás profesionales de la salud, en el cual el único perdedor es el usuario.

 

La inflación, impuesto no legislado que pagamos todos y que se convierte en una forma no establecida explícitamente de expropiación, afecta de manera drástica la adquisición y mantenimiento de equipos e insumos en el mercado interno.

 

La adquisición de tecnología de punta se hace cada día más difícil y costoso, todo motivado a las restricciones propias de la rigidez del control cambiario, a la ausencia de atención prioritaria en el suministro oportuno de las divisas necesarias para su adquisición en una especializada y reducida oferta en el mercado internacional.

 

El gobierno concede incentivos fiscales y beneficios cambiarios irracionales y sin previsión efectiva de resultados, como por ejemplo, a las organizaciones socioproductivas del Poder Comunal, también a otros considerados como estratégicos como el turismo, pero el Estado se abstiene de incentivar la construcción o expansión de clínicas, hospitales o servicios, y la importación de equipos y demás insumos.

 

La salud resulta más importante, un pueblo enfermo, disminuido en sus facultades físicas y psíquicas no es apto para el turismo.

 

El gobierno obliga a las instituciones financieras para el otorgamiento de préstamos a tasas preferenciales para ciertas actividades, y no así para el sector salud.

 

Se busca desesperadamente llevar al cadalso a las clínicas privadas como responsables de la crisis, que no han generado.

 

El gobierno pretende ocultar el efecto lapidario en los costos y, por ende, en los precios del nuevo régimen laboral, de la escasez que conlleva a nuevas erogaciones imprevistas de gestión y procura, la carga irracional de las contribuciones parafiscales que implican mayores costos de cumplimiento, la voracidad de la imposición local, la deficiencia de servicios públicos como la electricidad que obligan a efectuar egresos no convencionales para paliar la insuficiencia o aquellos representados para hacer frente a la agobiante inseguridad.

 

Se deja a un lado el hecho que las clínicas son un eslabón de una larga cadena, en la cual el propio gobierno juega un rol importante; cadena en que los actores trasladan las distorsiones, afecciones cambiarias, financieras y presupuestarias que redimensionan sus costos.

 

La regulación encallejona y condena a un gueto al sector pues se pierde la calidad y regularidad del servicio, se hace cada día más cuesta arriba el acceso a las nuevas tecnologías, o peor aún, sufragar los gastos de mantenimiento y preservación de las existentes.

 

Es inocultable los resultados negativos de la ausencia de una política pública integral en la promoción de la salud, la prevención de enfermedades y la adopción de medidas en el control de riesgos (control de aguas servidas, suministro de agua potable, fumigación, vacunación, etc.) que reducen los gastos presupuestarios para hacer frente a las externalidades negativas de una sociedad cada día más enferma y expuesta.

 

El gobierno y sus organismos administrativos (Ministerios), sus entes descentralizados (Institutos Autónomos, PDVSA, CANTV), algunas gobernaciones y alcaldías deben ingentes cantidades de dinero por la atención a sus funcionarios, empleados y familiares, haciendo que las clínicas se «chupen» la devaluación, la inflación y acudan a un financiamiento de terceros muy oneroso.

 

El Estado no asume el tratamiento oportuno, la cura y rehabilitación de sus funcionarios pues no puede ni tiene como hacerlo, recuesta su insuficiencia en el sector privado, no define políticas concretas ni es capaz dejar las posiciones panfletarias para llegar a un gran acuerdo entre todos los actores involucrados.

 

La ruta está, como lo expresa el especialista en políticas públicas en el sector salud Dr. Pedro del Médico, construida y con indicaciones expresas para no perderse, la ruta la señala la propia Constitución.

 

Definitivamente, el gobierno en materia de salud ni lava ni presta la batea.

 

@NegroPalacios

Por Leonardo Palacios

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