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El espíritu del 5 de julio de 1811: Tiempo civil y de civilidad en Venezuela 

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El espíritu del 5 de julio de 1811: Tiempo civil y de civilidad en Venezuela 

 

 

*  Palabras conmemorativas, leídas ante los miembros de las organizaciones de venezolanos en diáspora, VeneAmérica, y VAPA, Venezuelan American Petroleum Association

 

“Interesante espectáculo presenta el primer Congreso de Venezuela: hijo de la revolución, fruto de elecciones libres y tranquilas, en vez de una asamblea tumultuosa, agitada de populares pasiones… se concitó la estimación y el respeto públicos, sin excitar la admiración; pero tampoco resistencias y ataques en el seno de los republicanos. Nada precipitó los pasos de aquellos varones ilustres, prudentes y circunspectos en medio de sus interiores recelos o de las impaciencias en sus esperanzas… Todos anhelaban por la tierra prometida sin pasa por el Mar Rojo”. Juan Vicente González, en Revista Literaria, apud. Acta de Independencia de los Estados Unidos de Venezuela, Caracas, Imprenta Nacional, 1899

 

Es un honor inmerecido poder hablarles en este día de tanta significación para la Venezuela civil; esa sobre la cual desplegamos el “amor intenso que se conoce con el nombre de patriotismo”. Ya que al referirme a la patria lo hago en el mismo sentido que le da don Miguel José Sanz, secretario de Estado de la Primera República, uno de nuestros padres fundadores olvidado: “Sólo el pueblo que es libre como debe serlo puede tener patriotismo”, escribe el eximio jurista, parte de los actores fundamentales de la Venezuela de 1808, 1810 y 1811, quien egresa de nuestra Pontificia Universidad de Santa Rosa de Lima y del Beato Tomás de Aquino, la universidad que fuese de Caracas, nuestra actual Universidad Central de Venezuela.

 

Es ese, en efecto, el entendimiento que tienen él y los suyos acerca del desafío que asume su generación – de la que es causahabiente, sin duda, la generación venezolana de 1928 – a lo largo del primer quiebre agonal sobre el puente que enlaza a nuestros siglos XVIII y XIX. Ser independientes, pero ser, sobre todo, ser libres, es el desiderátum. De donde ajusta Sanz a lo antes dicho sobre el patriotismo, algo que mejor entendemos quienes hoy vivimos en diáspora o sufrimos del ostracismo:

 

“No es el suelo en que por la primera vez se vio la luz del día lo que constituye la patria. Son las leyes sabias, el orden que nace de ellas y el cúmulo de circunstancias que se unen para elevar al hombre a la cumbre de la felicidad… Pero ella no es el fruto de un momento – lo que hemos de aprender y es lección –; es indispensable formarla gradualmente y acostumbrar al hombre a amar la ley porque es buena y porque es el fundamento de su felicidad”.

 

Celebramos el 5 de julio sin tener patria en Venezuela. Hemos de ser conscientes de esta realidad. La república se ha pulverizado tanto como la Constitución de 1999 – el pecado original de lo corriente – se ha desmaterializado. Mas lo grave es que a la nación, soporte de nuestra sociedad y no solo de la llamada sociedad política, se le hizo añicos a lo largo del siglo corriente. Errabunda, se le ha irrogado un severo daño antropológico que no podemos pasar por alto sus víctimas, menos en la hora de transición que se nos anuncia. Es el desafío de atender con celo y mucha serenidad; pues si acaso, tal como lo lograron las espadas de Carabobo durante la segunda batalla en el sitio que nos da la independencia real en 1821, de repetirse tal hazaña en el ahora mediante los votos, no bastará ello para alcanzar el bien supremo de la libertad que hemos perdido. No nos la dio la ruptura con la Madre Patria. Independizarnos de Cuba o de Rusia, o de Irán, o de China, no es lo determinante para que seamos, vuelvo a repetirlo con las palabras de Sanz, libres como debemos serlo.

 

He aquí, pues, la significación de reencontrarnos alrededor de esta fecha liminar y patria, para hacer memoria y fortalecer al optimismo de la voluntad. Y uso la expresión del padre Jorge Bergoglio, que titula el folleto que me obsequiase en 2005, para decirles que la acuñada frase «hasta el final» implica la idea de “La nación por construir”. Que de eso se trata, si es que esperamos restablecer los lazos del afecto roto y procurar un nuevo acuerdo – reconstituir nuestra conciencia de nación – desde los corazones: “limpiar primero el corazón de la levadura vieja”, diría Agustín de Hipona.

 

Se le desgajó al cuerpo de la nación que a diario construíamos y a lo largo del azaroso siglo XX, un número que frisa las 8.000.000 de almas. Al resto, sito en el suelo que nos viera nacer y sobreviviente, lo humilla y veja el despotismo imperante. Es la tragedia que sólo se la entiende si nos inclinamos ante las imágenes del Darién o las lágrimas de viejos y de jóvenes – los nuestros, los de nuestras familias – vertidas al apenas acercárseles María Corina Machado; esa mujer icónica, de coraje y férreos principios que nos interpreta a cabalidad y hace renacer desde sus cenizas a la Pequeña Venecia con la medicina del afecto y la esperanza. Es lo inédito, sólo conjugable desde el dolor de patria, ajeno a nuestros inveterados arrestos mesiánicos.

 

El 5 de julio y la Declaración de nuestra independencia – que fue la formalización del ejercicio de nuestra libertad púber al decidir separarnos de la España peninsular – ha de seguir siendo, en su ejemplaridad, expresión de nuestro proceso seminal de humanización como venezolanos, a partir de la idea de la fraternidad y la lógica de la razón.

 

Un párrafo, muy ilustrativo, que consta en las Observaciones Preliminares escritas por don Andrés Bello, ajustadas a cuatro manos con el eminente Sanz para explicarle a los ingleses los alcances de la ruptura consumada durante el génesis de nuestra nacionalidad y para hacerles conocer los documentos de nuestra Independencia, es decidor:

 

“Mientras el suspiro de la libertad se hacía oír en las más distantes regiones, ¿era de esperar que la América Española, cuyos habitantes habían sido tanto tiempo esclavizados, y en donde más que en otra parte alguna era indispensable una reforma, fuese la única que permaneciese tranquila, la única que resignada con su triste destino viese indolentemente, que cuando los gobiernos de la península se ocupaban en mejorar la condición del Español europeo, a ella sola se cerraba toda perspectiva de mejor suerte, que sus clamores eran desechados,  y que aún se le imponía una degradación todavía mayor, que la que había sufrido bajo el régimen corrompido de los ministros de Carlos IV? .

 

A ese tránsito o transición de entonces se le fijaba también, junto a su sentido de humanización un objeto humanitario, a saber, poder recibir en tierra libre a nuestros hermanos del otro lado del Atlántico oprimidos por la invasión francesa; mismo que trágicamente se frustra con la violencia fratricida e imprevista, cuando a raíz de la caída de nuestra Primera República cede la contención y emerge telúrica la guerra a muerte. “La revolución más útil al género humano, será la de América, cuando constituida y gobernada por sí misma, abra los brazos para recibir a los pueblos de Europa, hollados por la política, ahuyentados por la guerra, y acosados por el furor de todas las pasiones”, reza el Manifiesto ante el mundo de la Confederación de Venezuela que suscriben Juan Antonio Rodríguez Domínguez y Francisco Isnardi, presidente y secretario de nuestra primera constituyente, el 30 de julio de 1811; el primero, directivo de nuestro Ilustre Colegio de Abogados fundado en 1791, el segundo, médico y periodista de origen gaditano.

 

He allí el dilema que aún nos atrapa, debo decirlo sin ambages, representado en la generosidad de los odios y traiciones que se engulle a parte de nuestras élites, las de ese remoto e inmediato pasado – cuando aparece en la escena un Marqués de Casa León en vísperas, durante y a lo largo de la transición emancipatoria nuestra – y secuestra a las del presente; sean las que aún miran el tiempo de nuestra modernidad civil como antediluviano o inexistente, sean las que en procura de venganza por el supuesto traspié de 1989 y 1992 – e ignorantes del «quiebre epocal» en Occidente – frenan nuestra sana reconducción a finales del siglo XX por vía de las reformas. Se dejan iluminar por la prédica del final de la política y de las ideologías y por la visión pragmática ofrecida por el Consenso de Washington; tanto como a las que siguen, que mirándose como víctimas de una u otra tendencia prefirieron la revancha escarnecida y le dieron asiento a la ruptura y la disolución a manos del tráfico de las ilusiones. Es, además, o ha venido a significar ello, al término, la fatal recreación del drama que ha sido el objeto preferido de nuestra literatura vernácula y que adorna con el mismo sino a otras regiones de la América Española, desde el instante en el que se vitupera al 5 de julio y a su forja reformista para atizar el argumento de las espadas.

 

Es el Facundo o la civilización y barbarie de Sarmiento, en Argentina, como lo son las novelas de nuestro gran Rómulo Gallegos; aun cuando en la obra de aquél se privilegie al choque dramático entre la ciudad y el campo como el modelador de los comportamientos, mientras que en este, desde su inaugural novela La Trepadora a la que sigue Doña Bárbara, priva la idea del enfrentamiento entre la cultura y la incivilidad o, ajustando el tiro, entre “las potencias del bien y del mal” como lo sostiene Orlando Araujo.

 

Cada 5 de julio, en efecto, nos damos por servidos los venezolanos con la lectura del Acta de Independencia en sesión solemne, luego de ser abierta la caja que la contiene. Le prosigue un desfile militar que profana y desvirtúa su hondo significado intelectual, hasta que se cierra el arca con la muy célebre llave que pende del cordón presidencial desde el tiempo de Cipriano Castro. Me correspondió endosarla en dos ocasiones, supliendo al presidente y en presencia de las espadas dominantes en el Salón Elíptico, como debo reconocerlo.

 

Ese rito, que se ha hecho costumbre canónica sin eco, no pudo encontrar momento más desdoroso y reciente que el recreado por el vicepresidente de la república – encarcelado, acusado de latrocinio, tras los mismos odios que también bullen dentro del despotismo reinante, y ausente el presidente de la república – quien, al hacerse presente en el Salón Elíptico el 5 de julio de 2017, presentes los miembros de la Fuerza Armada, a voz en cuello demanda el asalto de la sede parlamentaria por el pueblo, residencia de la representación civil. Acusaba de oligarcas a sus diputados electos. Nadie le escuchó.

 

Pero otra vez la barbarie hace de las suyas, de modo similar a como lo hizo Domingo de Monteverde y sus soldados al quemar los documentos de la Primera República, una vez como encarcela, vendido por sus subalternos, al Precursor Francisco de Miranda.

 

Debo decir, con la gravedad que nos impone este momento sensible y en vísperas de un evento electoral en dictadura, que, si Monteverde creyó que su acto borraba nuestra memoria de 1811 para siempre, lo mismo buscó hacer nuestro Padre Libertador, Simón Bolívar, desde Cartagena de Indias, en 1812.

 

Su respetado nombre no disminuye por la crítica que formulo. Al cabo, invade al alma de Bolívar el mismo dilema genético que no alcanzamos a superar los venezolanos de ahora. Pues sea Monteverde, sea aquél, la realidad es que cuando las espadas y la crónica de lo bélico imperan, huye despavorida la razón, la pura y la práctica; y en el caso se trataba, entonces, de acabar de raíz con la ilustración pionera de Venezuela, para que privase la idea de la independencia por sobre la de la libertad de los venezolanos:

 

“Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del Gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por soldados… Generalmente hablando – agrega el Padre Libertador – todavía nuestros conciudadanos no se hallan en aptitud de ejercer por sí mismos y ampliamente sus derechos; porque carecen de las virtudes políticas que caracterizan al verdadero republicano”.

 

Era y se trataba de una réplica, la de Bolívar, al discurso que asumen para sí Bello y Sanz, compiladores y editores de la obra política emancipadora e independentista de 1811, quienes sostienen ante el mundo e Inglaterra y para memoria – agrego yo – de los desmemoriados del siglo XXI el pensamiento de nuestra Ilustración emancipadora en su conjunto: “Aunque es inmensa la transición de su anterior abatimiento al estado de dignidad en que hoy comparecen, se verá al mismo tiempo que los naturales de la América Española están generalmente tan bien preparados para gozar de los bienes a que aspiran, como los de la nación que desea prolongar su tiranía sobre ellos”, escriben.

 

¿Acaso ha de sorprendernos, entonces, lo que nos ha acontecido? ¿No nos hemos leído, en sus líneas y entrelíneas, el texto de la Constitución de 1999?

 

Este, téngaselo presente en el limen que nos embarga, sancionado por una parte minoritaria de la nación en detrimento de la otra – sólo un 44% – niega la perfectibilidad de la persona humana; de donde se le entrega al Estado y a quien detente su poder la tarea de desarrollar nuestras personalidades como venezolanos. Eso sí, a la luz de y guiados por la doctrina bolivariana, por una nación de espadas – la del amigo/enemigo que predicase un siglo más tarde el apologeta del totalitarismo, Karl Schmidt – con exclusión total del sentido vertebrador de la razón humana.

 

¿O es que asimismo olvidamos que en este texto constitucional su orden se articula a una matriz militar-civil y al sostenimiento de la tesis pretoriana de la seguridad nacional?

 

Así las cosas, en el marco de nuestra naturaleza – hijos del presente y de un ser que, transido de adanismo, busca hacerse desde el principio y cada día sin llegar a ser, y viéndonos como inacabados, atrapados por el mito de Sísifo – aún nos preguntamos, insólitamente, sobre ¿por qué regresa por sus fueros el gendarme necesario?

 

Quien trascienda al narcisismo político y su inmediatez dominante, podrá darse cuenta del perjuicio de nuestro olvido, de la frivolidad con la que celebramos nuestras fechas de patria sin reparar sobre sus significados. Entenderá que, por banalizado cada año el 5 de julio, mal pudimos entender la verdadera reflexión escrita, la única que hizo y les hacía a sus pares el lapidado mandatario Rafael Caldera a raíz de los sucesos del 4 de febrero de 1992. Y vuelvo atrás las páginas del tiempo recorrido y tomo su voz, en esta reunión conmemorativa, para que se le escuche pausadamente:

 

“No es que la descabellada intentona pueda justificarse (siempre y sin género de dudas hemos sostenido que la llamada solución de fuerza no es solución para los problemas colectivos), sino que sería imperdonable ceguedad no darse cuenta de que el estado de ánimo colectivo es propicio para que se intenten nuevas aventuras, por absurdas e inconvenientes que sean”.

 

Contra tal tendencia nefasta y cíclica que recoge Laureano Vallenilla Lanz con su tesis del Cesarismo democrático, que se mira en Bolívar para beneficiar a la larga dictadura de Juan Vicente Gómez y es réplica de una obra de Jordeuil escrita en Versalles, en 1871, se levanta la generación venezolana de 1928. Es la cuestión vertebral para tener presente, pues es la basa sobre la que anclan sus columnas el Pacto de Puntofijo suscrito por el mismo Caldera, Rómulo Betancourt y Jóvito Villalba, en 1958.

 

Releer al conjunto de los documentos históricos previos y posteriores al 5 de julio de 1811, que no limitándonos a la célebre Acta de la Independencia que redactan Juan Germán Roscio – profesor de instituciones en la Universidad de Caracas – e Isnardi en fecha posterior al 5 de julio, luego adoptada en la sesión de 7 de julio y trasladada al Libro de Actas el 17 de agosto completándose las firmas al siguiente día, implica volver a las fuentes de lo que somos. Es lo que nos permitirá encontrar el astrolabio de la nación que se nos ha extraviado. Allí, en esos papeles, consta y se resume el pensamiento constante de nuestros Padres Fundadores y el de sus causahabientes, nuestros líderes civiles contemporáneos, los auténticos demócratas.

 

Manuel Bustos, director de la Real Academia Hispanoamericana, en el preliminar de mi libro sobre la Génesis del Pensamiento Constitucional de Venezuela, refiere algo que importa recrear como garantía del porvenir y de su gobernabilidad y a fin de que superemos nuestra recurrente victimización, tan explotada por los déspotas de ocasión:

 

“En primer lugar, [tras la obra de los repúblicos de 1810 y 1811 queda] la demostración de la existencia de una Ilustración de calidad en Venezuela (en lo que luego devendrá este país), a finales del siglo XVIII y principios del XIX, constituida por nombres de relieve en la historia patria, intelectualmente formados, entre otros centros de estudios superiores, en la Real y Pontificia Universidad de Santa Rosa. A la vista de este hecho, convendrá advertir el profundo desconocimiento que de ellos (tal vez con la excepción de Miranda) se tiene en Europa, donde viene imperando la idea de que no hubo otra Ilustración que la forjada por los nombres clásicos franceses (Diderot, Montesquieu, Voltaire, Rousseau, etc.) y los británicos (Locke como preludio o Adam Smith). El propio complejo de inferioridad que padecemos de forma crónica los hispanoamericanos, y que nuestro mismo autor recuerda en alguna ocasión, nos ha llevado culpablemente a este olvido”.

 

Cabe extraer otras enseñanzas, además, revisitando a nuestra primera constitución, de corte federal, adoptada al finalizar el año de 1811 de manera sucesiva a la declaración y antecediéndole a ambas una Declaración de Derechos aprobada por la legislatura de Caracas; pues igualmente se ha exagerado su realidad y distorsionado así la autoridad intelectual de los padres civiles de nuestra libertad. Se dice que su arquitectura es americana y francesa, y es verdad. O que, en otras palabras, sería una vulgar copia dado el influjo que ejercieran sobre sus redactores las grandes revoluciones de nuestra modernidad. Lo cierto es que, para beneficio del gendarme necesario, se omite que la ingeniería constitucional fue de neta factura liberal e hispano-venezolana.

 

Los conceptos sobre el pacto constituyente y la representación popular, el Uti possidetis iuris que alegamos en defensa actual de nuestro Esequibo, la imparcialidad de los jueces, la transparencia y rendición de cuentas, la unidad democrática federal, la democracia y la garantía de los derechos del hombre como la proscripción de la tortura o la derogación de la infamia trascendente, en materia de indultos, sobre la independencia de poderes y el control de constitucionalidad y legalidad y sobre el control democrático de la opinión pública, son todos de hechura nuestra. Lo revelan los artículos divulgados en la prensa de la época y sus debates durante los días previos a la sanción del texto constitucional, obras aquéllos de nuestra ilustración, de los progenitores de nuestro espíritu civil amagado con las guerras por la Independencia; en las que vencemos, cabe también tenerlo presente en signo de gratitud, con un ejército de colombianos. Es ese el espíritu humanista que busca renacer, parcialmente, superada la conflagración, en 1830, paradójicamente de manos de un militar, el general José Antonio Páez, ajusticiado en su memoria por el patrioterismo de las espadas.

 

A las armas las regresa Páez a las haciendas, las logradas por nuestros soldados tras las confiscaciones que se imponen durante el período bélico, mientras decide a llamar a las luces, a los preteridos doctores, los que sobrevivieron a la guerra fratricida y otros nóveles, para que dibujasen el futuro desde la Sociedad Económica de Amigos del País.

 

Hasta 1999, así las cosas, le rendíamos honores a Bolívar y a los padres fundadores de 1811: al mismo Precursor, traicionado por este, a Cristóbal Mendoza, Juan Escalona, Baltazar Padrón, López Méndez, Juan Germán Roscio, Francisco Javier Yanes, Martin Tovar, Fernando Peñalver, Luis Ignacio Mendoza, Lino de Clemente, José de Sata, Ramón Ignacio Méndez, entre otros tantos. Cultivábamos a los olvidados de 1830: el rector José María Vargas, Santos Michelena, Domingo Briceño, Tomás Lander, Antonio Leocadio Guzmán, el mismo Francisco Javier Yanes, por cierto, de origen cubano y secretario de nuestros primeros congresos, Fermín Toro, Juan Bautista Calcaño, Diego Bautista Urbaneja, Valentín Espinal, y otros más.

 

¿Alguno de nosotros recuerda a estos nombres, el de los parteros civiles de nuestra nacionalidad, albaceas de nuestro espíritu libertario, con sentimientos de gratitud?

***

Les he hablado de la fuente liberal hispanoamericana que nos alimenta en lo sustantivo a inicios de nuestra vida republicana, pues es la que nutre la obra emancipadora e institucional hasta 1812. No fue un accidente.  Sí lo fue la guerra y sus odios, seguidamente transformados en hábito.

 

El pensamiento ilustrado civil se cuece entre nosotros desde finales del siglo XVII. El propio Bello, al publicar el primer libro que conoce Venezuela en 1810, el Calendario Manual y Guía Universal de Forasteros, impreso por Gallager y Lamb en Caracas, dice, para mostrarnos ante los visitantes extranjeros, lo siguiente:

 

“En los fines del siglo XVII debe empezar la época de la regeneración civil de Venezuela, cuando acabada su conquista y pacificados sus habitantes, entre la religión y la política a perfeccionar la grande obra que había empezado el heroísmo… Entre las circunstancias favorables que contribuyeron a dar al sistema político de Venezuela una consistencia durable debe contarse el malogramiento de las minas que se descubrieron a los principios de la conquista”.

 

Habíamos enterrado, justamente y enhorabuena, al mito de El Dorado, que equivale tanto como a decir que nos levantaremos y formaremos otra vez una conciencia de nación sobre la declinación de nuestra riqueza petrolera contemporánea.

 

El 5 de julio no fue un salto al vacío. Recibió los insumos de la revolución de Gual y España, macerados con las enseñanzas de Juan Bautista Picornell, parte del movimiento prerrevolucionario liberal español. Allí están, como testimonios elocuentes, las Ordenanzas, constantes de 44 artículos, con sus instrucciones prácticas para la acción revolucionaria imaginada; el alegato emocional que soporta a la insurrección y a la vez evoca, entre muchas líneas, el alzamiento reivindicatorio de Juan Francisco de León de 1749 en protesta contra la Compañía Guipuzcoana, titulado Habitantes libres de la América Española; las canciones – la Canción Americana y la Carmañola Americana– propuestas para animar y exaltar al pueblo no educado con vistas a la jornada insurreccional que se le propone; el texto de los Derechos del Hombre y del Ciudadano – ciertamente que una traducción del texto francés de 1793, constante de 35 artículos – y las Máximas Republicanas, como enunciado de principios y virtudes ciudadanas. Se trata, como lo refiere nuestro gran filólogo de origen catalán, don Pedro Grases de un “código de moral y política por el que debe guiarse un buen republicano”; suerte de decálogo de deberes, contrapartida de los derechos de libertad que se esgrimen.

 

El autor del Discurso preliminar dirigido a los americanos es Picornell, tanto como lo fue Bello el introductor de toda la obra previa y posterior al 5 de julio ante los ingleses. Llega a La Guaira en 1797, junto a Manuel Cortés Campomanes, Sebastián Andrés y José Lax, todos reos de Estado, condenados por la frustrada Conspiración de San Blas en España que estallaría el 3 de febrero de 1796.

 

Así adquiere relevancia, en cuanto a la falaz servidumbre nuestra a lo extraño y a lo norteamericano, ese detalle que anuda sin solución de continuidad a los distintos hitos mencionados de nuestra Independencia – 1808, 1810, 1811 – y que observa el propio Grases luego de leer las Actas del Congreso Constituyente de Venezuela de 1811: “En el Salón de Sesiones del Supremo Congreso de Caracas entró con previo permiso D. Juan Picornell, a ofrecer sus servicios en favor de la patria, al restituirse a Venezuela de la persecución sufrida por el Gobierno anterior”, cita el registro de aquellas.

 

¡Oh cosas del destino! Ayer fue este ilustrado español, Picornell, quien se allega con sus aportes al Congreso que declarará nuestra Independencia el 5 de julio y que nos da nuestra primera Constitución civil, federal, democrática, de gobiernos limitados y alternativos, atada a una declaración de derechos.  En 1999, otros españoles, esta vez venidos desde Valencia, los que se aproximan contratados por la Asamblea Nacional Constituyente para deconstruirnos, para ofrecernos un orden constitucional militar, centralizado, dictatorial, bajo cuyo arbitrio los derechos de cada venezolano mutan en dádivas graciosas, contraprestaciones al detal.

 

Qué propugnaba este señor Picornell: simplemente la libertad, el Estado limitado y la democracia; esos bienes que se pierden con el cesarismo, mediante la recreación repetitiva del padre fuerte o gendarme necesario de corte bolivariano.

 

“Conferir a un hombre solo todo el poder, es precipitarse en la esclavitud, con intención de evitarla, y obrar contra el objeto de las asociaciones políticas, que exigen una distribución igual de justicia entre todos los miembros del cuerpo civil”, señala aquél. Y agrega: “No puede jamás existir, ni se pueden evitar los males del despotismo, si la autoridad no es colectiva; en efecto, cuanto más se la divide, tanto más se la contiene… ninguno puede tomar resolución sin el consentimiento de los otros; cuando en fin la publicidad de las deliberaciones, contiene a los ambiciosos o descubre la perfidia, se halla en esta disposición una fuerza, que se opone constantemente, a la propensión que tiene todo gobierno de una sola, o de pocas personas, de atentar contra la libertad de los pueblos, por poco que se le permita extender su poder”. Y concluye de esta manera:

 

“La verdadera esencia de la autoridad, la sola que la puede contener es sus justos límites, es aquella que la hace colectiva, electiva, alternativa y momentánea”.

 

Tales líneas intelectuales, abordadas y tamizadas a través de ejercicios casi socráticos por nuestros Padres Fundadores, quedarán inscritas, transversalmente, en los documentos de 1811; los que, por cierto, no pudo quemar Monteverde. Algún diputado se había llevado oculto hasta la Valencia venezolana el Libro de Actas. Desaparecido (dos volúmenes, uno original y el otro de copia), previo dictamen de la Academia Nacional de la Historia de 1891 – en la que se declara coincidente con la publicada en El Publicista Venezolano al Acta de Independencia – en 1909 se declararán auténticos los documentos contenidos en ese libro bilingüe, que ve luz en Londres en 1812 y edita Bello, apenas caída la Primera República. Su título, Documents relating to Caracas, lo reedita en facsimilar, en 2012, el profesor Allan R. Brewer Carías.

 

Uno de los libros de actas de 1811, feliz y efectivamente, aparece en 1907. Se lo usaba como asiento del piano en la casa de la viuda del doctor Carlos Navas Spinola. Un amigo de esta, Roberto Smith, al verlo se lo participa al historiador Francisco González Guinan, quien a su vez le escribe al presidente Castro dándole la noticia. Fue exhibido el 5 de julio de 1908. Desde entonces reposa en el Salón Elíptico del Palacio Federal.

 

En suma, lo que importa destacar a propósito de nuestra celebración del 5 de julio es su espíritu, la revalorización del contexto histórico y pedagógico dentro del que se sucede nuestra Independencia; en un marco, cabe reiterarlo, en el que  predominan como símbolos patrios los principios y fundamentos invariables de la nación políticamente organizada que decidimos ser durante esa aurora: la subordinación del poder a los derechos del hombre y como mecanismo de garantía.

 

La libertad está allí y se hace presente, antes que todo y en fase liminar o de limen, sea que fuésemos o no dependientes o independientes como Estado, y más allá de que avanzásemos como lo hicimos hacia un molde republicano o que, como pudo haber ocurrido, hubiésemos compartido el modelo de monarquía constitucional dispuesto por la Constitución doceañista española, La Pepa. La conciencia de la libertad nos es germinal. Es parte del alma nuestra, jamás sujetable siquiera bajo el oprobio al que se nos sometiera ayer como ahora.

 

Cabe tener presente, además, para mejor entender lo genético nuestro como venezolanos, que el tiempo durante el que logra su textura propia e identidad la que más tarde habrá de ser y constituirse como república de Venezuela, coincide con el advenimiento de los Borbones en España y la afirmación del llamado despotismo ilustrado. Su primer signo centralizador lo representa la eliminación del foralismo; doctrina política, la foral, que significaba la reivindicación por los distintos territorios españoles de sus autonomías administrativas y que, en el caso del citado reino, la ascensión de Felipe V y el dictado de los Decretos de Nueva Planta, le implican la pérdida o el cierre de sus Cortes representativas en 1707.

 

El absolutismo borbónico, por ende, fija un parteaguas constitucional de significación, que ejercerá su influencia en la posteridad y en las distintas vertientes del pensamiento constitucional de Hispanoamérica y de Venezuela. Y es contra tal absolutismo o despotismo, en el tiempo durante el que se afirma, que son direccionados los distintos movimientos conspiradores y de emancipación tanto en España – léase la referida revolución gaditana de 1812 a cuyas Cortes constituyentes acuden varios diputados venezolanos – como en la América hispana.

 

No por azar somos los venezolanos, además de libertarios, lugareños. Somos la hechura de la vida primaria local y municipal defendida y sostenida por los repúblicos de 1811; por apegados en sustancia al espíritu de la llamada «constitución originaria» que pugna, desde entonces y es lo que subrayar, contra quienes argüían desde España el derecho divino de los reyes y los que se miraban en sus códigos, como los Bolívar. Y no especulo.

 

Las prédicas del Padre Libertador – desde Cartagena (1812), Angostura (1819), y al crear Bolivia (1826) – son concluyentes. Explican el parteaguas que refiero en mis palabras precedentes, y son las que hipotecan aún en la actualidad, junto a la fatal resurrección del mito de El Dorado desde el primer tercio del siglo XX, la posibilidad de que seamos nación, así no lo seamos de modo acabado.

 

De modo que, al celebrar junto a Ustedes el espíritu del 5 de julio, en una hora en que la nación misma intenta renacer desde sus cenizas, con fuerza resiliente, con el arma del afecto que se nos muestra inédita y extraña a lo inveterado, hemos de saber y entender los venezolanos que es algo que trasvasa a la política de trincheras y al autismo electoral.

 

Ernesto Mayz Vallenilla – lo recuerdo en anterior ensayo – habla de nuestra “conciencia cultural” para otear sobre esas raíces integradoras que hemos de rescatar, tal como recientemente nos lo propone la Conferencia Episcopal Venezolana; reivindicar lo que alcanzamos en el tránsito de lo venezolano, apuntando a lo subjetivo de lo nuestro y en génesis, incluso buscándolo a tientas, más que atendiendo al simple factor social como objeto observable.

 

“El examen de conciencia … se trueca así en nuestro propio examen de conciencia”, dice el filósofo y Rector Fundador de la Universidad Simón Bolívar. Nos ofrece de tal modo una interpretación plausible que calza para nuestra mejor inteligencia de lo pasado y actual, en el ahora y en el aquí.

 

José Gil Fortoul, al abonar sobre este asunto opta por poner su énfasis en “el sentimiento nacionalista” como factor de movilización; ese que se caracterizaría por “la comunidad de historia y la armonía de tendencias intelectuales y morales”, sin desdecir de la propensión a que nuestra conciencia se siga afirmando en lo presente, en lo adánico; pero en un presente entre memorioso y utópico para que pueda poner su norte en el porvenir.

 

A todo evento, que las naciones necesitan “conciencia de sí mismas” para poder construir “algo digno y durable” es lo que piensa el trujillano don Mario Briceño Iragorry; conciencia de unidad, precisa Caldera. Es decir, que, mediando una unidad de origen, lengua y religión y gradaciones varias en el mestizaje común de lo venezolano, la diversidad libre y nómade es un hecho irrevocable y también de realidad en el arraigo local y sedentario como en nuestro más lejano amanecer; mientras que la unidad es un producto de la conciencia, que adquiere su concreción en la idea de la “voluntad de nación”, según destaca el expresidente.

 

Es esta, como cabe machacarlo, la dualidad conductual que siempre aflora entre nosotros como un diálogo sin fin entre razón y naturaleza; el mismo que se da y ocurre sobre el puente de la batalla de Carabobo y que, por lo visto, nos tocará resolver otra vez con el sino del retardo, tal como nos ocurrió en 1830 y en 1935. Es el drama civilización vs. barbarie que igualmente grafica Antonio Arráiz, en Tío Tigre y Tío Conejo.

 

“Se trata de ese estado jadeante y anhelante, para designarlo con las formas angustiadas de la vida animal y humana”, propio del ser hispanoamericano y que cabe discernir hasta que alcancemos a ser, de nuevo, nación y mostrarnos en la autenticidad de lo venezolano, no de lo fatal sino de lo libertario e innovador, si atendemos a la opinión de Luis Barahona Jiménez.

 

“No es éste el camino; derrocaremos, por la violencia, un gobierno que se sostiene por la violencia; y por la violencia necesitaremos continuar sosteniéndonos, y la violencia seguirá entronizada en medio de la vida plácida de los animales… No será llegado el reino de Tío Conejo – escribe Arráiz – el día en que el espíritu agresivo de Tío Tigre entre en su espíritu y apoderándose brutalmente de él, lo incite a sus propios comportamientos…”.

 

Al renovarles mi gratitud por la escucha paciente de esta disertación, concluyo con la oración que consta en el Acta de nuestra Independencia: Conocemos “la influencia poderosa de las formas y habitudes a que hemos estado, a nuestro pesar, acostumbrados [por mor de los cinco lustros transcurridos hasta este día onomástico, agregaríamos]”; pero “también conocemos que la vergonzosa sumisión a ellas, cuando podemos sacudirlas, sería más ignominioso para nosotros y más funesto para nuestra posteridad, que nuestra [ya] larga y penosa servidumbre” a la revolución bolivariana.

 

Condado de Broward, 5 de julio de 2024

 

Asdrúbal Aguiar A.

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