El 6 de octubre de 2016 el papa Francisco canonizó al padre José Gabriel del Rosario Brochero, mejor conocido en la Argentina como “el cura Brochero”. Había sido declarado “venerable” por Juan Pablo II en 2004 y Benedicto XVI firmó el decreto de “beatificación” poco antes de su dimisión. La ceremonia tuvo lugar en la pequeña “Villa del Tránsito” donde había ejercido su ministerio, que a los pocos años de su muerte y a petición popular cambió el nombre por el de “Villa Cura Brochero”. Fue el homenaje de sus paisanos como recuerdo perenne a aquel singular sacerdote entregado al servicio de su gente en lo espiritual, lo educativo y lo social en aquellos apartados y olvidados parajes.
Cura gaucho, había nacido el 16 de marzo de 1840 en la Villa de Santa Rosa en la provincia de Córdoba. Fue el cuarto de diez hermanos que contó entre las mujeres con dos hermanas religiosas. A lomo de su mula “malacara” recorrió los caminos de aquella intrincada geografía para atender a sus habitantes. Predicó con el ejemplo. Hizo de todo, peón, carpintero, abrió caminos, levantó puentes, construyó iglesias y capillas, fundó un colegio para niñas. Al ejemplo unió su lenguaje directo, rudo y sencillo, que caló muy bien porque todos los entendían.
Recientemente el padre Pedro Trigo escribió un libro sobre este cura de pueblo: estudió sus cartas y mensajes, descubriendo y describiendo la hondura de su pensamiento, la transparencia de su vocación y la pertinencia de su singular opción por los pobres, dando respuesta desde los parámetros de su época a las necesidades y urgencias de los suyos. Bien sabía que los habitantes de aquellos cerros “han sido abandonados por todos, pero no por Dios”. Ordenado sacerdote en 1866 a los 26 años de edad, contrajo el mal de la lepra que lo limitó en sus últimos años de vida. Murió el 26 de enero de 1914 en la villa de sus desvelos.
La memoria viva y agradecida de aquellos sencillos campesinos, exaltó y recordó sus virtudes, lo que cristalizó en ser elevado a los altares para mayor gloria de Dios y ejemplo para las generaciones de todos los tiempos. Los venezolanos tenemos poca y más bien corta memoria para recordar y cultivar el ejemplo de tantos sacerdotes y laicos, humildes y sencillos, en los que la virtud emergió más allá de las limitaciones personales y ambientales de todos los humanos. En la tierra andina y en el Archivo Arquidiocesano de Mérida reposan documentos, mudos, pero sonoros testigos, que dan fe de preclaros ministros del altar y de hombres y mujeres que, en aquellos tiempos de frondas y calamidades del siglo XIX republicano y primeras décadas del XX, fueron luz y sal. Desempolvarlos es necesario para que tengamos mejor imaginario de nosotros mismos, porque son muchos más los auténticos “héroes” que han hecho florecer la virtud y el bien, dándole rostro amable a nuestra cultura.
Cuando los modelos que se nos ofrecen son héroes bandoleros y gobernantes cuestionados, hace falta sacar a relucir la otra cara, más luminosa y gratificante, de la mucha gente buena que ha sido la que ha construido lo positivo de nuestra patria.
Baltazar Porras