La elección de Donald Trump ha planteado una pregunta que pocos estadounidenses se imaginaron: ¿nuestra democracia está en peligro? Con la excepción de la Guerra Civil, la democracia estadounidense nunca se ha derrumbado. De hecho, nunca ha existido una democracia tan rica y establecida como la de Estados Unidos. Sin embargo, la pasada estabilidad no garantiza la supervivencia futura de la democracia.
Hemos dedicado dos décadas al estudio del surgimiento y la caída de la democracia en Europa y América Latina. Nuestras investigaciones muestran varias señales de alarma.
La más clara es el ascenso de políticos antidemocráticos en las instituciones políticas. Con base en un cuidadoso análisis de la desaparición de la democracia en Europa durante la década de 1930, el eminente especialista en Ciencias Políticas Juan J. Linz diseñó una “prueba de fuego” para identificar a los políticos que se oponen a la democracia. Sus indicadores incluyen una deficiencia para rechazar terminantemente la violencia, una disposición para restringir las libertades civiles de sus rivales y la negación de la legitimidad de los gobiernos electos.
Los resultados de Trump para esta prueba son positivos. Durante la campaña alentó la violencia entre sus seguidores; suplicó enjuiciar a Hillary Clinton; amenazó con tomar acciones legales contra los medios de comunicación que no lo favorecían, y sugirió que podría no aceptar los resultados de la elección.
Esta conducta contraria a la democracia ha continuado desde que ganó la elección. Con el falso argumento de que perdió el voto popular por “millones de personas que votaron ilegalmente”, Trump desafió abiertamente la legitimidad de proceso electoral. Al mismo tiempo ha mostrado un desdén notable hacia los informes de las agencias de inteligencia de Estados Unidos que sostienen que Rusia recurrió al hackeo para favorecerlo en la votación.
Trump no es el primer político estadounidense con tendencias autoritarias (otros ejemplos notables son el gobernador de Luisiana Huey Long y Joseph McCarthy, el senador de Wisconsin). Sin embargo, sí es el primero en la historia moderna de Estados Unidos en ser elegido presidente. Esto no se debe necesariamente a que los estadounidenses se hayan vuelto más autoritarios (el electorado siempre ha tenido una veta autoritaria). Más bien muestra que los filtros institucionales que supuestamente servirían para protegernos de los extremistas, como el sistema para elegir al candidato de un partido, y los medios noticiosos fallaron.
Muchos estadounidenses no están preocupados por las inclinaciones autoritarias de Trump porque confían en que el sistema de vigilancia entre los distintos órganos gubernamentales lo limiten.
No obstante, las salvaguardas institucionales que protegen la democracia de Estados Unidos pueden ser más débiles de lo que se imaginan. Una constitución bien diseñada no es suficiente para asegurar una democracia estable: esa lección la aprendieron muchos dirigentes independentistas de América Latina cuando adoptaron el modelo constitucional estadounidense a principios del siglo XIX y lo único que lograron fue ver cómo sus países se sumían en el caos.
Las instituciones democráticas deben reforzarse mediante fuertes normas informales. Como un juego de básquetbol improvisado en el que no hay árbitro, las democracias funcionan mejor cuando las reglas no escritas, conocidas y respetadas por todos los jugadores, garantizan un mínimo de civilidad y cooperación. Las normas funcionan como las columnas para la democracia y evitan que la competencia política se convierta en un conflicto caótico y sin límites.
Entre las reglas informales que han sostenido a la democracia estadounidense destacan los límites partidistas y el juego limpio. Durante un largo periodo en la historia de Estados Unidos, los dirigentes de ambos partidos han resistido la tentación de usar su control temporal de las instituciones para maximizar la ventaja partidista, sin sobrepasarse con el poder conferido por esas instituciones.
Existía una comprensión compartida de que las prácticas que van en contra de la mayoría como, por ejemplo, las obstrucciones por parte del senado se usarían muy excepcionalmente; que el senado concordaría (dentro de lo razonable) con la nominación por parte del presidente de los jueces de la Suprema Corte, y que los votos de importancia extraordinaria (como para una destitución) requerían un consenso bipartidista. Esas prácticas ayudaron a evitar un descenso hacia las virulentas luchas partidistas que destruyeron a muchas de las democracias europeas en los años treinta.
Sin embargo, las normas de contención partidista se han erosionado en las últimas décadas. En 1998, con el juicio a Bill Clinton que fue promovido por los republicanos se abandonó la idea de un consenso bipartidista sobre el juicio político. El filibusterismo, que alguna vez fue algo raro, se ha convertido en una herramienta de rutina para el bloqueo legislativo. Como han demostrado los politólogos Thomas Mann y Norman Ornstein, el declive de la contención partidista ha hecho que las instituciones democráticas sean cada vez más disfuncionales.
El rechazo de los republicanos a elevar el techo de la deuda en 2011, que puso las tasas crediticias estadounidenses en riesgo a cambio de una ganancia partidista, y el rechazo del senado a considerar al candidato del presidente Obama para la Corte Suprema (con lo cual permitió, en esencia, que los republicanos roben un asiento en la corte) ofrecen un panorama alarmante de la vida política sin contención partidista.
Las normas para la contención presidencial también están en riesgo. La ambigüedad de la constitución sobre los límites de la autoridad ejecutiva puede tentar a los presidentes para tratar de distender esos límites. Aunque el poder ejecutivo se ha expandido en décadas recientes, en última instancia ha estado regido por la prudencia y la contención de los presidentes.
A diferencia de sus predecesores, Trump rompe reglas de manera constante. Hay señales de que busca disminuir el papel tradicional de los medios noticiosos mediante Twitter, mensajes de video y eventos públicos para burlar a los equipos de prensa de la Casa Blanca y comunicarse directamente con los votantes, copiando a líderes populistas como Silvio Berlusconi de Italia, Hugo Chávez de Venezuela y Recep Tayyip Erdogan de Turquía.
Una norma incluso más básica que es amenazada hoy en día es la idea de la oposición legítima. En una democracia, los rivales partidistas deben aceptar plenamente el derecho del otro a existir, competir y gobernar.
Los demócratas y los republicanos pueden disentir profundamente pero deben verse como estadounidenses leales y aceptar que el otro bando algún día ganará las elecciones y dirigirá al país. Sin esa aceptación mutua, la democracia peligra. A lo largo de la historia, los gobiernos han usado el argumento de que sus oponentes son desleales, criminales o una amenaza al estilo de vida de una nación para justificar actos de autoritarismo.
La idea de la oposición legítima ha estado arraigada en Estados Unidos desde principios del siglo XIX, interrumpida solo por la Guerra Civil. Sin embargo, eso podría estar cambiando ahora, con el creciente cuestionamiento por parte de los derechistas extremos de la legitimidad de sus rivales liberales. Durante la última década, Ann Coulter escribió éxitos editoriales en los que describe a los liberales como traidores, y el movimiento birther cuestionó la nacionalidad estadounidense del presidente Obama.
Tal extremismo, alguna vez confinado a los márgenes de la política, ahora es parte central. En 2008, Sarah Palin, la candidata republicana a la vicepresidencia, vinculó a Barack Obama con el terrorismo. Este año, el Partido Republicano nominó a un birther como su candidato presidencial. La campaña de Trump se centró en el argumento de que Hillary Clinton era una criminal que debería estar en la cárcel; se coreó “¡Enciérrenla!”, en la Convención Nacional Republicana. En otras palabras, los dirigentes republicanos, incluyendo al presidente electo, respaldaron la opinión de que la candidata demócrata no era una rival legítima.
Entonces el riesgo que enfrentamos no solo es el de un presidente proclive a lo no liberal, sino que la elección de ese mandatario sucedió cuando las vallas de contención que protegen a la democracia estadounidense no están tan firmes.
La democracia estadounidense no está en riesgo inminente de derrumbarse. Si prevalecen las circunstancias normales, las instituciones se las arreglarán a lo largo de la presidencia de Trump. Sin embargo, no está tan claro cómo le irá a la democracia en una crisis.
En caso de una guerra, un ataque terrorista de gran magnitud o bien disturbios o protestas a gran escala (los cuales son totalmente posibles) un presidente con tendencias autoritarias e instituciones desestabilizadas podría significar una amenaza grave a la democracia estadounidense. Debemos estar en guardia. Las señales de alerta son reales.
The New York Times
Steven Levitsky y Daniel Ziblatta son profesores de la Universidad de Harvard.