La distinción entre justicia y ley –reivindicada por el presidente– está en Santo Tomás y los neoescolásticos y parece ser el verdadero modelo político que subyace en Iberoamérica. Su implantación moderna se traduce en diez premisas que, con matices, aplican al nuevo régimen mexicano.
La distinción entre justicia y ley –reivindicada por el presidente– está en Santo Tomás. Sus sucesores, los neoescolásticos españoles del siglo XVI y XVII, argumentaron la superioridad de la ley natural, inscrita por Dios en la conciencia, sobre la ley escrita, obra falible de los hombres. Estos conceptos forman parte del pensamiento político que legitimó por tres siglos la monarquía absoluta en España. ¿Conoce López Obrador esos antecedentes? La pregunta es irrelevante. Si no los conoce, los encarna.
Según estudios de Richard M. Morse, esa filosofía neotomista es el verdadero modelo político que subyace en Iberoamérica. En El pueblo soy yo consigné mis diferencias con esa tesis. Argumenté que el noble origen teológico de esa corriente no exime de responsabilidad a sus avatares. Y que, aplicada a nuestro tiempo, puede ser perfectamente compatible con regímenes similares al cubano.
No he cambiado mi punto de vista, pero ahora releo la tesis de Morse con mayor desasosiego. En su obra postrera (Resonancias del Nuevo Mundo, Editorial Vuelta, 1995) sostuvo que su implantación moderna en nuestros países debía traducirse en diez «premisas» que parecen proféticas:
1.- El mundo es natural, no se construye. «En estos países, el sentimiento de que el hombre edifica su mundo y es responsable de él es menos profundo y está menos extendido que en otros lugares».
2.- Desprecio por la ley escrita. «El sentimiento innato de apego a la ley natural va acompañado de una actitud menos formal hacia las leyes que formula el hombre».
3.- Indiferencia a los procesos electorales. «Las elecciones libres difícilmente se revestirán de la mística que se les confiere en países protestantes».
4.- Desdén hacia los partidos y las prácticas de la democracia. «Tampoco son apreciados los partidos políticos que se alternan en el poder, los procedimientos legislativos o la participación política voluntaria y racionalizada».
5.- Tolerancia con la ilegalidad. La primacía de la ley natural sobre la ley escrita admite prácticas y costumbres incluso delictivas que en otras sociedades están penadas, pero que en estas se ven como «naturales».
6.- Entrega absoluta del poder al dirigente. El pueblo soberano entrega (no delega) el poder al dirigente. En América Latina prevalece el antiguo pacto original del pueblo con el monarca.
7.- Derecho a la insurrección. La gente «no es insensible ante los abusos del poder enajenado». Por eso, los cuartelazos y las revoluciones suelen nacer del agravio de una autoridad que se ha vuelto ilegítima. (Como la corrupción del PRI).
8.- Carisma no ideológico: psicológico y moral. Un gobierno legítimo no necesita una ideología definida, ni efectuar una redistribución inmediata y efectiva de bienes y riquezas, ni contar con el voto mayoritario. Un gobierno legítimo debe tener «un sentido profundo de urgencia moral» que a menudo encarna en «dirigentes carismáticos con un atractivo psico-cultural especial». (Es el caso –dice Morse– de Perón o Fidel Castro).
9.- Apelación formal al orden constitucional. Una vez en el poder, para «rutinizar» el carisma, el dirigente debe conceder cierta importancia al legalismo puro para institucionalizar su gobierno.
10.- El gobierno: cabeza y centro de la nación. «El gobierno nacional […] funciona como fuente de energía, coordinación y dirigencia para los gremios, sindicatos, entidades corporativas, instituciones, estratos sociales y regiones geográficas».
En teoría, el modelo se inspira en un concepto cristiano del monarca como fuente del bien común. En la práctica, es una receta para la dictadura. Morse no ignoraba sus inconsistencias y riesgos. Para consignarlos, citó la crítica a la figura central del neotomismo, el jesuita Francisco Suárez (1548-1617), formulada por el filósofo político y moral francés Paul Janet (1823-1899):
«En estas doctrinas incoherentes concurren […] ideas democráticas y absolutistas, sin que el autor vea con claridad adónde lo llevan unas u otras. Adopta […] el principio de la soberanía popular […] y hace que no tan solo el gobierno, sino que aun la sociedad, descanse en el consenso plenario. Sin embargo, esos principios sirven para […] que opere inmediatamente la enajenación absoluta e incondicional de la soberanía popular en manos de una persona».
Creo que, con matices diversos, las diez premisas operan en el nuevo régimen de México. Solo hay un antídoto contra cada una de ellas: la división de poderes y el Estado de derecho en una democracia liberal.
Enrique Krauze
Publicado previamente en el periódico Reforma