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Chataing y nosotros

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Chataing y nosotros

La semana pasada, el gobierno logró finalmente sacar a Luis Chataing del aire. Su programa televisivo se había convertido, gracias a un agudo humor negro y un inteligente manejo de la ironía y la crítica, en una piedrita en el zapato para nuestros delicados burócratas, tan prestos a reprimir como indigentes en cuanto a la tolerancia y aceptación de cualquier escrutinio –así sea en clave de humor- sobre su gris desempeño. La desaparición del espacio de Luis es un eslabón más en la tenebrosa estrategia de cercenamiento a la libertad de expresión de todos los venezolanos.

 

¿Por qué el veto a Chataing, la compra compulsiva de medios, la desaparición forzosa de los programas de opinión y la estrategia de cooptación progresiva de los espacios radioeléctricos e impresos, significa en la práctica una disminución de la libertad de todos? Sencillamente porque la libertad de expresión es una herramienta de liberación y fortalecimiento social frente a los poderosos, y un dique de contención a las pretensiones de dominación de los gobernantes.

 

En efecto, la libertad de expresión irrumpe históricamente como respuesta frente a los absolutismos y despotismos. Es en la Europa del siglo XVII donde aparecen las primeras expresiones de lo que hoy se conoce como «opinión pública», cuando la burguesía urbana alfabetizada inicia su papel de fuerza política enfrentada a la nobleza tradicional, la cual responde –al igual que el madurocabellismo de hoy- utilizando los poderes del Estado para reprimir estos avances mediante la censura.

 

La génesis de la «opinión pública» y la aparición de la libertad de expresión como modalidad distintiva y característica de libertad se fundamentan, siguiendo a Habermas, en la contraposición entre lo privado y lo público. El desarrollo de la sociedad civil como genuino ámbito de la autonomía privada, contrapuesta al poder absoluto del Estado es, en ese sentido, determinante. Aparece un espacio –la sociedad- distinto y diferenciado del ámbito del Estado, y el lento proceso histórico de separación entre ambos propicia el surgimiento de la opinión pública y de las exigencias de libertad de expresión.

 

Así las cosas, es con la aparición de la opinión pública cuando el poder del Estado se ve limitado y sometido al escrutinio del pueblo. La vieja sociedad estamental es sustituida por una sociedad centrada en los individuos, en la que el sistema de privilegios, típico de aquella, desaparece para dar paso a la igualdad de todos ante la ley. La relación política se transforma radicalmente como consecuencia del cambio en la titularidad de la soberanía, que pasa del rey al pueblo, del Estado a las personas.

 

De esta manera, el poder ilimitado del absolutismo da paso a un poder limitado y dividido. A partir de ahora, la finalidad de la política será la libertad de los ciudadanos y no la gloria de los monarcas y poderosos. Un poder así concebido está obligado a rendir cuentas, a responder de sus actos que, por eso mismo, están sometidos a control.

 

La libertad de expresión, en otras palabras, constituye un contrapeso a los poderes hegemónicos: obliga al poder ilimitado a limitarse, y frena las potenciales intenciones del hegemón de extender su dominio sin control, al crear y defender un espacio social de autonomía popular, distinto y diferenciado del ámbito del Estado. No en balde, los regímenes estatólatras como el nuestro ven siempre en la opinión pública una constante amenaza, e intentan por todos los medios, lícitos o no, restringir, tutelar o domesticar la libertad de expresión.

 

Los esfuerzos por estimular y defender la libertad de expresión constituyen, entonces, una forma de promover más complejas y modernas concepciones de libertad, que a su vez sean más acordes con las nociones actuales de democracia. Es necesario recordar que las definiciones contemporáneas de democracia ponen el énfasis no sólo en la forma de selección de los gobernantes, sino –y sobre todo- en la presencia de los necesarios contrapesos de poder en manos de los ciudadanos.

 

Porque lo verdaderamente definitorio para que un sistema sea calificado con propiedad como democrático, es la cantidad de impedimentos populares para evitar la concentración del poder. Es por ello que cada limitación a la libertad de expresión, no es otra cosa que una migración de derechos del pueblo hacia los poderosos, haciendo a éstos más fuertes y a los primeros más débiles y explotables.

 

Para los venezolanos, una tarea crucial es la de generar progresivamente las condiciones actitudinales e institucionales que conduzcan progresivamente a construir estadios más adultos, modernos y maduros de democracia, donde el poder resida y se ejerza efectivamente en y desde la gente, a través del fortalecimiento de espacios sociales ciudadanos que hagan contrapeso al poder del Estado. Y ese objetivo sólo puede ser logrado sobre la base de la promoción de libertades positivas, entre las cuales la de expresión es la más visible y políticamente transformadora.

 

 Angel Oropeza

@angeloropeza182

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