Cambio y transición ¿vanguardias o masas?

Cambio y transición ¿vanguardias o masas?

Dejamos para esta semana la respuesta a la pregunta de si es posible que una elite o vanguardia puede producir un cambio social.

 

Comencemos por el simple hecho de que los cambios siempre los encabezan minorías, pero ellas por sí mismas no son suficientes, aunque en todos los casos son necesarias. Sin elites propugnadoras no hay cambio. Pero sin apoyo popular tampoco. Incluso los que recurren a la fuerza tarde o temprano requieren del respaldo de la comunidad política a la que pertenecen.

 

El respaldo más o menos masivo, e incluso más o menos explícito, es el resultado final de un conjunto de condicionantes y acciones que son las que hacen populares a los movimientos de transformación y, es muy probable que, no sólo desde las ideas sino también por los métodos de lucha, los movimientos de transformación logran su éxito. Esta es una de las razones por la cual los movimientos pacíficos y la resistencia civil logra más éxitos que los violentos, subversivos e incluso terroristas. No sólo se predica con la palabra, sino también con la acciones. Esa es la correlación que finalmente encuentra el citado trabajo de Erica Chonoweth y María Stephan y que comentábamos en el artículo anterior y que los amigos del simplismo han querido utilizar como la constatación científica de que basta un grupo de concienzudos ciudadanos para que los cambios políticos ocurran.

 

¿Por qué el cambio es de vanguardias?

 

En un ensayo sobre el manoseado tema de la Democracia Participativa, Giovanny Sartori (autor famoso en nuestras escuelas de estudios políticos de los no tan lejanos años noventa), no sin cierto sarcasmo dejaba en claro que había tres tipos de participantes.

 

Un primer grupo eran los que no sólo participan, sino que además lo hacen con criterio y desde plataformas de conocimiento e ideas que pueden llegar a inspirar a muchos. Estos son, obviamente, una minoría. Grupos de ciudadanos articulados en función de los problemas públicos y que hacen de ellos no sólo parte de sus desvelos, sino de su estudio, reflexión y debate. Para simplificar llamemos a estos “los participantes buenos”.

 

Un segundo grupo, que son la grandísima mayoría, son los ciudadanos, son los que sencillamente no participan. No se trata de indiferentes o inconscientes que no aman a su país (como cierto reclamo pseudo-moralista le hacen los partidarios de las protestas actuales, a los que no participa bajo sus métodos), sino de simples ciudadanos que están embutidos en sus problemas cotidianos. No se trata de sobrevivientes, ni de personas muy pobres, simplemente lo constituyen quienes no calculan de qué manera pueden, con su participación, descontar el costo de la acción social. Asistir a reuniones, lidiar con necios o simplemente con personas que no ven las cosas como ellos, aportar trabajo comunitario y organizativo resulta una inversión donde, al no estar claro “el para qué”, no soporta un cálculo racional cuyo beneficio sea mayor.

 

Este es el grupo que debe ser seducido por la vanguardia participativa. En la medida en que los primeros le hagan ver los “beneficios de la participación”, la rentabilidad de cambio social y, lo más importante, su posibilidad, estos se irán sumando, desde el que simpatiza hasta el que se anima a participar, con lo cual se va nutriendo el movimiento e incrementando las probabilidades de cambio.

 

El problema que tienen los “participantes buenos” es que existe un tercer grupo de participantes. También minoritario, pero con la extraña habilidad de estar permanentemente equivocados. Incluso desde sus nobles y puras intenciones, cuando las hay, no dejan de propiciar acciones desacertadas o alcanzar consecuencias no esperadas o contrarias a la propia iniciativa de cambio. Estos participantes son “los eternos equivocados”. En nuestra propia cotidianidad tenemos ejemplos de estos curiosos personajes, a los que probablemente no hacemos sino tratar de evitar de que participen, en cualquiera de nuestras iniciativas, para que no las inviabilicen.

 

¿Cuál de los grupos vanguardistas en un momento histórico son “los buenos” y cuáles “los equivocados”? No sólo la historia, no sólo el juicio a la distancia son los que deciden, también son las simpatías de las masas las que determinan el curso.

 

El cambio en Venezuela ¿de masas o de vanguardias?

 

En la Venezuela de hoy no existe la más mínima posibilidad de tratar de hacer gobierno, de alcanzar el cambio político, desde la iniciativa de una vanguardia iluminada. No importa que tan preclara sea, o se crea, el foquismo, el ejemplo con tinte moralizante, la acción de quijotes o cualquier otra iniciativa propia de una estructura de organización política de cuadros, necesita de las masas. Bajo un sistema político, que pese a todas las objeciones y entrecomillados, sigue pareciéndole a las mayorías y a sus factores claves de poder, un régimen que requiere del respaldo popular explícito de las urnas, la acción vanguardista no es suficiente para que tenga lugar el cambio social en el país.

 

Por más que cualquiera que analice la situación del país no pueda sino constatar que entramos desde hace algún tiempo en una fase de transición política, la cual en términos económicos no es sino el fin de un ciclo populista, esa transición no es desde un sistema autoritario convencional (para la cual la lógica de cuadros y la acción de la vanguardia sustituye a la necesidad de las masas), sino desde uno donde la expresión política de la masa es una condición más que necesaria.

 

En la Venezuela de hoy el cambio es de masas. El reto de las vanguardias, o de las elites propugnadoras, es la de seducirlas y hacerlas partícipes de un futuro mejor, el cual, por como vamos, cualquiera puede que sea mucho más atractivo al que tenemos en el presente.

 

Ignorar a las masas, prescindir de sus simpatías, suponer que se adherirán luego de que se alcance el poder, es casi tan ingenuo como pensar que desde la participación de una parte de la clase media urbana se puede construir la fisonomía de la transición política en la Venezuela empoderada de hoy, que está subsumida o complementada con la democrática de ayer.

 

Luis Pedro España

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