Armas, colectivos, hampa y desarme

Armas, colectivos, hampa y desarme

 

Apenas habían transcurrido pocos días del asesinato del diputado Robert Serra y de María Herrera, cuando se produjo en el edificio Manfredi, ubicado en la avenida Baralt, un acontecimiento aún no aclarado, en el cual resultaron muertos integrantes de un grupo o “colectivo” que, según las informaciones publicadas en diversos medios, se enfrentaron a una comisión del Cicpc.

 

Desde entonces se han dado a conocer muchas versiones, y la Fiscalía General de la República ordenó una investigación, que tiene que arrojar todas las verdades, por muy complicadas que puedan resultar. Si hubo enfrentamiento o ejecución, si los integrantes de ese grupo eran realmente militantes de un colectivo de trabajo social o se encubrían como tales para cometer fechorías. Si entre ellos había o no funcionarios o ex funcionarios policiales, el tipo de armamentos que portaban, y quién se los suministró. Sólo con responder estas preguntas se habrá arrojado suficiente luz en torno a los hechos.

 

Lo peor que puede hacerse en torno a una situación como la ocurrida es rodearla de misterio. Que entre la luz de la verdad, que salgan a flote todos los detalles y cada quien que asuma sus responsabilidades. Si se produjo una ejecución extrajudicial no puede quedar impune, y si un grupo de ciudadanos, en nombre de lo que sea, se enfrentan con armas en la mano a una comisión policial que investiga un presunto delito, deben responder por esa clara violación a las leyes.

 

Pero quiero ir más allá del hecho ocurrido. No se puede asociar a todos los colectivos, ni siquiera a la mayoría de ellos, con actos delictivos. Es una generalización que tiene tras de sí un claro y venenoso contenido político. Conozco a varios de estos colectivos sociales y muchos de sus integrantes vienen de las filas de partidos como el PCV, La Causa R, el PPT, Bandera Roja, e incluso el MVR y el PSUV. Y también conozco a luchadores sociales sin militancia partidista que hacen su trabajo comunitario con total honestidad. Ellos son los primeros interesados en que nadie se disfrace de “colectivo” para robar e incluso matar.

 

El otro punto es el de las armas. No creo en la acción política violenta. La repudio, la rechazo. Mientras más armas proliferen en manos particulares estaremos más sometidos a la cultura de la muerte. Tenemos que desarmarnos, y el Estado tiene que asumir la primera responsabilidad de velar para detener la libre circulación de armas e incluso explosivos. Si en torno a algún punto se impone esa palabra tantas veces repetida e incluso lamentablemente desgastada como lo es el diálogo, es para alcanzar la meta de una sociedad segura, donde no sea más fácil conseguir una pistola o una bala que un medicamento o un kilo de harina de maíz precocida.

 

Es hora de actuar con decisión en ese sentido. No puede seguir tomando cuerpo la idea de que hay que estar armados para defenderse, bien sea de la delincuencia o de quienes piensan distinto y seguramente también se arman para oponerse al adversario o al “enemigo”. Es allí donde el Estado, lo repito, debe asumir su papel, con planes de desarme como los que están en proceso, pero también con otras acciones destinadas a lograr que ningún delincuente tenga en sus manos un arma de fuego, y que ningún funcionario policial utilice su condición de tal para “malandrear” en sus tiempos libres o en plena jornada laboral. Ellos no pueden ser más fuertes que el Estado, deben ser sometidos, con apego a la Constitución y las leyes. Y a los ciudadanos decentes, es decir, a la absoluta mayoría de los habitantes del país, darles la garantía y la sensación de que están protegidos del hampa y de que sus vidas sí tienen valor.

 

Nadie, a excepción de funcionarios del Estado autorizados para ello, debería estar armado. Ni siquiera en nombre de una idea o de una causa. La derrota de la cultura de la muerte pasa, necesariamente, por el desarme.

 

Vladimir Villegas

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