Retornó a los sitios en donde la vio por primera vez. Era como si aquella doncella de piel morena y ojos de ensueño fuera el fruto de su imaginación. Descendió por la misma calle en donde se cruzaron en una suerte de gran encuentro.
Una larga caminata desde Duaca a Buena Vista lo puso en contacto con un paraíso natural lleno de cascadas deliciosas, aguas cristalinas que se esparcen por un bosque de un verdor inigualable. Cuando subió hacia el pozo de La Hoya, algo llamó poderosamente su atención. Debajo de un gran árbol vio a la esplendorosa mujer que yacía desnuda, rodeada de velones de múltiples colores. Un hombre atiborrado de collares y anillos de gran tamaño recorría su hermoso cuerpo con bocanadas de tabaco y rociándola con aguardiente. Hizo un círculo de pólvora y la colocó dentro, no sin antes barrer el espacio con abundantes ramas que usaba insistentemente haciendo la señal de la cruz. Después de una serie de oraciones le fue agregando flores desde los pies hasta su cabeza; una rosa de montaña fue entrelazada en sus manos. Siguió rociando licor hasta llenarla generosamente con un brebaje oscuro sacado de una bota de cuero. Encendió la pólvora con un yesquero; cayó de rodillas invocando diversas genealogías de cortes africanas en idiomas desconocidos. Una suerte de oración principal lo hizo rodar ante los pies de la cascada, como si una fuerza superior hiciera su aparición desde el reino de la oscuridad. Durante algunos minutos permaneció inmóvil como recobrando fuerzas para el asalto final. Con gran entereza se puso de pie y prosiguió con su ritual. De repente se percató de que era observado y alzó a la joven para llevarla hasta un sitio en donde tuviera mayor privacidad.
Cuando el hombre terminaba de llevársela, la mujer despertó y sonrió con una ternura contagiante, como enviando un mensaje que no terminó de interpretar. Un gesto como indicando que no era casualidad lo del encuentro en aquel predio vegetal; que existía un más allá en su lenguaje de silencios; que apenas se comenzaba a escribir el prólogo de una historia que escapaba a la racionalidad humana. Una ráfaga de luz se asomó en sus labios mientras se internaba en el bosque rumbo a Charco Azul. Un beso lanzado desde la lejanía hizo que la aguardara hasta que la tarde fue muriendo.
Marchó por el sendero de Los Canelones con rumbo a Cacho e’ Venao; en las enramadas que se cruzaban por aquel lánguido trecho de crucetos y cantos de guacharacas, sentía que en cada pisada estaba ella como símbolo de lo desconocido. Atravesó Cacho e’ Venao como en un instante; sus calles estaban llenas de una soledad increíble. Sus casas cerradas como si se trataran de una madrugada de domingo. Solo Efraín Bonilla se asomó a su ventana para saludar con la efusividad de siempre y señalar que delante de ellos había caminado una preciosa mujer con una cesta de duraznos tan abundantes que los frutos caían como hojas resecas de otoño. Lo extraño, agregaba Efraín, es que cuando nos acercábamos a recoger los frutos, estos desaparecían en nuestras manos. Es por eso que toda la gente se escondió, al ver que este hecho no es cosa buena. Las palabras de Efraín le causaron pánico; estrechó su mano y prosiguió con el alma llena de angustias.
Meses después le apareció vestida en regio anaranjado. Casi como respondiendo a un designio incomprensible; volvió a sonreír con la misma intensidad de la rara experiencia en Buena Vista. Caminaba por la plaza en una feria navideña, iba de kiosco en kiosco mirando adornos y probando dulces. Cuando se acercó, la chica desapareció entre el bullicio de la gente. Le preguntó a varios expositores y ninguno tenía la certeza de haberla atendido. Buscó serenarse y con gran pasión le dijo a un grupo de amigos: ¿Cómo es posible que no la hayan notado? Si verla es contemplar danzar la lluvia. Es una mujer con rostro de amerindios; altiva, con los ojos más refulgentes que el cielo. Camina soñando en viajes celestiales que marcan su derrotero definitivo. Tiene cuerpo de sirena del mar adriático o pez irredento del mediterráneo. Parece haber escapado de una isla en donde la dorase el sol, con los compases marciales del chapuzón. ¿Será un serafín que buscó romper el curso de las coordenadas históricas para hacernos beber de la fuente inagotable de la felicidad? Quizás en definitiva no sea parte de este mundo. Tiene la frente de la madre Europa. Sus labios son el rocío de los valles americanos donde yacen los barcos hundidos por los viejos piratas en Cartagena de indias. Su cabello es agreste y retador; como los músculos del negro al sentir el latigazo sobre el resplandor de su carne. Es un delicioso ser humano, ¿de dónde será? ¿Cuáles sus anhelos? Despunta el alba con la música de sus ojazos cautivadores, como la tierna brisa que recoge al medanal henchido de emoción para quien pronuncia su nombre. Ella lo tiene todo: es todas las flores con su candor y aroma. Refleja en cada mirada el mágico instante en donde no está. Princesa y bella por siempre. ¡Quién fuera la plaza para volverte a mirar; o dulce de melocotón para saber qué contiene tu inagotable néctar! Esa sonrisa tuya iluminó todo el incomparable momento. Como el azul que pintan los poetas y describen las canciones. Afanosamente, busco su rostro que desde aquel día es como un templo sagrado del Olimpo. Sus recuerdos son como relámpagos que aparecen bajo la tormenta de la noche oscura.
Los amigos sonrieron al escuchar todo aquel arsenal de frases acerca de una mujer que solamente él podía ver. Al insistir con varios de los asistentes, Daniel Arismendi, un viejo profesor de historia, oriundo del caserío Agua Salada, le indica que muchas veces se materializa en carne viva el sueño que llevamos por dentro. Son las flechas del amor particular que solo tienen como destinatario a nuestro corazón. Deja que ese mismo corazón te conduzca hasta ella.
Una mañana sucede algo inesperado. El banco de madera donde estaba sentado comenzó a transformarse; poco a poco, como devorado por hambrientas mandíbulas de termitas gigantes, quedó hecho añicos. La plaza Bolívar fue cambiando de manera asombrosa. Ahora poseía una hermosa cerca perimetral; sus pisos relucientes y asientos de mármol con abundantes plantas ornamentales de una belleza incomparable. Alguien lo tomó del brazo invitándolo a disfrutar de una retreta. Observó con el alma en vilo que todos los hombres están con sombreros de pajilla, las mujeres usaban vestidos de colores pálidos llenos de grandes adornos; sus manos llevan guantes de seda.
Creyó que la obsesión lo había puesto loco, y al caminar pudo darse cuenta de que estaba en la Duaca de 1903. Es decir, que retrocedió ciento veintiún años. ¿Cómo ocurrió?, ¿Qué extraño mensaje es todo esto? Se calmó un poco y ya con mayor dominio de lo que acontece va precisando algunas cosas; las calles que bordean la calzada están llenas de carruajes, la gente saluda con naturalidad y decencia. La plaza lleva el nombre de Independencia. Con una jardinería atestada de flores desconocidas.
Trató de entablar conversación y nadie lo ve. La gente baila con el acorde de los violines, las copas de los frondosos árboles dejan caer algunas hojas; aquel espacio del pueblo parece la edición en moldes de oro de la felicidad. Unos ríen, otros cantan; mientras algo se mueve con mucha fuerza en el bolsillo derecho de su traje de gala. Un diseño exclusivo importado por la casa Bortone, con la firma del afamado modisto italiano de principios del siglo XX, Antonio Di Pietro. Trató de considerar qué significan tantos enigmas, mete la mano en el bolsillo y su sorpresa es mayor. Es una invitación dirigida a él con fecha del 3 de julio de 1903. Quedó estupefacto. No puedo comprender lo que sucede.
El corazón se agita, parece que va a estallar. Una tierna mano de mujer calma el tormento y lo conmina a sentarme en el banco principal de la Iglesia San Juan Bautista de Duaca. La invitación diseñada con gran estilo gótico es para la boda de Esther Santibáñez y Pedro Guanipa. Sigue sin entender. ¿Qué hago aquí, cincuenta y nueve años antes de haber nacido? La iglesia goza de una decoración maravillosa. Los frescos en las paredes y en la cúpula de la nave central, reflejan el buen gusto. Desde la entrada principal hasta el atrio no existe espacio para más flores. La iglesia está decorada con las alas del paraíso. La música clásica recuerda las piezas alemanas. La sonata Claro de Luna, de Beethoven, inicia el concierto nupcial. Dos hermosas palomas blancas revolotean graciosamente posándose justo al lado nuestro. Dan vueltas sobre el púlpito haciendo círculos; una de ellas extendiendo sus alas le hace prestarle atención al acontecimiento. Una hermosa mujer de impredecibles ojos negros camina por la nave central. Viene vestida con un elegante traje de novia de color durazno. Los encajes tienen el signo de la candidez; las manos cubiertas de guantes de seda blancos con un bouquet de rosas blancas, en donde destaca un par de orquídeas gigantes. El novio viste con un traje gris con un par de yuntas con la palabra muerte.
Una joven desgarbada y huesuda acompaña el ritmo de la orquesta. Se coloca justo al frente de los novios. Un piano de cola desgarra las primeras notas del Ave María de Schubert. Es una concertista extraordinaria que hace que el piano se rinda ante sus dedos maravillosos. La nave central de la iglesia se transforma en un gran salón del arte mismo. Aquella solemnidad hace pensar que son parte de un coro celestial. Sutiles voces que se escuchan por todos lados sin que se puedan ver los rostros. De repente, todo se hace silencio. Más que un matrimonio parece un velatorio. La contrayente se levanta y logra precisar cosas. Un frío penetrante e indescriptible hiela sus venas. La mujer que contrae nupcias es la misma que vio en Buena Vista hace algunos meses. El instante tiene el lucimiento inconfundible de la liturgia antigua. Todo el mundo se encuentra pendiente de los oficios religiosos que hará el sacerdote del pueblo, el párroco Virgilio Díaz. El prelado inicia la ceremonia entonando cantos gregorianos en latín. Todo es felicidad, los rostros gozosos de los presentes testimonian el inmenso cariño por los enamorados. La voz del religioso vibra en el altar mayor. Pedro Guanipa toma la mano de su bella consorte y una lluvia de pétalos azules cae sobre los cuerpos; el anillo matrimonial brilla como ninguno. La pasión del amor lo arrebata todo. En el momento cuando el cura está bendiciendo la unión, un hombre moreno vestido de negro saca un filoso cuchillo y se abalanza sobre los novios. Los gritos no se hacen esperar; la bella pareja queda petrificada frente al altar mayor. Todos corren desesperados buscando las puertas de salida. El asesino exhibe el arma con alegría suprema. Un olor a sangre y duraznos, campea en toda la iglesia. De los ojos de la virgen brotan copiosas lágrimas que apagan los candelabros de oro macizo. Salen de la iglesia y todo desaparece en cuestión de segundos. Comenzó a despertar de la espeluznante visión. La hermosa doncella se presenta ante él; ofreciéndome un delicioso néctar de durazno y las yuntas ensangrentadas con la palabra muerte.
Alexander Cambero