“La inscripción está ya en la pared, y está escrita en tres idiomas: hebreo, árabe y muerte”. Yehuda Amichai
Escribo estas líneas con dolor, temor y temblor. Dolor, ante los actos de crueldad perpetrados por Hamás en el sur de Israel, donde fueron asesinadas más de 1.300 personas, hombres y mujeres, ancianos, niños, bebés, y cuyas escenas de tortura, violación, profanación, secuestro y degüello han propagado las redes sociales. Escribo con temor, porque el conflicto ha tocado extremos de odio teológico que bloquean casi toda posible salida política. Y escribo con temblor, porque dada la actual correlación de las fuerzas encontradas, actores como Putin, los ayatolás de Irán y el quizá inevitable Trump, este nuevo capítulo de una guerra al parecer interminable puede desembocar en la Tercera Guerra Mundial, que podría ser nuclear y ser la última.
El dolor específico es nuevo. Lo viví vicariamente a través de mi abuelo materno, que de niño atestiguó el pogromo de Białystok (1906), uno de tantos que, instigados por el régimen zarista, estallaron en Polonia y Ucrania a principios del siglo XX contra la población judía indefensa, como preámbulos del pogromo total, el Holocausto.
Pero el temor no es nuevo. Desde mis días en la revista Vuelta, sin dejar de manifestar mi solidaridad irrestricta con Israel, intenté comprender las raíces del conflicto, lo cual suponía escuchar a los palestinos. Entendí entonces que la fundación del Estado de Israel fue una tragedia histórica para ese pueblo y que admitirlo no implicaba avalar un prejuicio antisemita: de hecho, historiadores israelíes documentaban ya esa historia con ejemplar honestidad.
Por lo que hace al desarrollo posterior, uno de los críticos israelíes que advirtieron sobre los peligros que se cernían fue el célebre historiador Gershom Scholem. En “Los riesgos del mesianismo” (Vuelta, noviembre de 1980) Scholem recordó que los días siguientes a la Guerra de los Seis Días representaron uno de esos raros “momentos plásticos” en los que pudo haberse intentado lo que parecía imposible:
David ben Gurión sugirió entonces la devolución unilateral de todos los territorios ocupados, salvo Jerusalén […] pienso que la idea contenía una gran verdad. En agosto de 1967 […] firmé una carta … opuesta a toda anexión territorial. Se necesitaba valor para hacer eso entonces. ¿Quién puede decir lo que habría ocurrido? Ahora tenemos mucho menos libertad de acción.
Otro texto clave fue la carta abierta a Menajem Beguín titulada “La patria peligra”, que otro historiador israelí, Jacob Talmón, escribió semanas antes de morir (Vuelta, diciembre de 1981): “El deseo de dominar e incluso gobernar una población extranjera hostil que difiere de nosotros en idioma, historia, economía, cultura, religión, conciencia y aspiraciones nacionales, es una tentativa de revivir el feudalismo […] La combinación de sometimiento político y opresión nacional y social es una bomba de tiempo”. El temor estaba justificado. La bomba de tiempo estalló en la primera intifada y, bien vista, nunca ha cesado.
Desde entonces he guiado mi opinión sobre Medio Oriente leyendo Haaretz, el diario histórico de la izquierda liberal y democrática israelí. Defensor de los acuerdos de Oslo (hoy, por desgracia, muertos), Haaretz ha acertado en su crítica al desastroso gobierno de Netanyahu: alentando los impulsos mesiánicos y teocráticos de la derecha, Netanyahu minó los fundamentos mismos de la sociedad israelí. El diario ha mantenido su ética de cordura, veracidad y equilibrio. Y no confunde a Hamas con el pueblo palestino cuya tragedia, multiplicada estos días, registra con objetividad, respetando lo que Hamás –que busca el exterminio de Israel- no respeta en los israelíes: su humanidad.
Con todo, la matanza del 7 de octubre ha desafiado aun a las plumas más templadas de Haaretz. Por eso no esquivan el hecho de que, al margen del contexto de Gaza, el sacrificio de niños, mujeres y ancianos solo se explica, en última instancia, por otro contexto: el milenario y por lo visto inextinguible odio a los judíos. Como en tantos episodios recientes fuera de Israel –escribe Anshel Pfeffer- “los mataron por ser judíos”.
Ante ese odio, compartido por un sector de las redes sociales globales, la respuesta de Israel no debe ser la ley del Talión. Solo una estrategia de firmeza, pero también de contención responsable, secundada por la ONU y los principales países de Occidente, paliaría el temblor apocalíptico que nos circunda y envuelve.
Enrique Krauze