El discurso, por muy elocuente que sea, nunca puede estar por encima de los hechos, nunca puede modificar la realidad. De allí que un esfuerzo discursivo que no viene acompañado de una práctica concreta, o peor aún, que se contradice con lo que realmente se ha hecho, termina siendo contraproducente y llevando a un resultado totalmente opuesto al objetivo de convencer con palabras a quien está molesto por el estado de cosas que le rodea.
Los gobiernos, y en particular el que actualmente lleva las riendas del país, no parecen comprender esto y se empeñan en transformar con palabras la realidad, para presentarla a su gusto, y de esa manera evitar aceptar los errores, los fracasos y los malos resultados de una gestión. Achacar a otros factores, nacionales o internacionales, el agravamiento de la situación concreta de la absoluta mayoría de los venezolanos ha sido la peor de las equivocaciones en las cuales se pueda incurrir. Primero, porque la sociedad está en cuenta de la verdad, y segundo, porque de esa manera se cierra el camino a las rectificaciones necesarias e ineludibles.
Este es el centro del problema, del cortocircuito existente hoy entre la mayoría de los venezolanos y quienes nos gobiernan. Cuando un presidente es capaz de admitir que se va por mal camino y se dispone a tomar las medidas para rectificar y corregir rumbos no hay manera de que la sociedad deje de reconocérselo, aunque no sea en lo inmediato.
Así será el descontento que hasta en los niveles de confianza de importantes ministerios y despachos, incluido el de la Presidencia de la República, hay personas que se atrevieron a dar el paso, dar la cara y firmar en favor del revocatorio.
¿Por qué en lugar de iniciar una cacería de brujas, una inquisición del siglo XXI, no se preguntan las razones que tuvieron y tienen esos ciudadanos para arriesgar sus puestos de trabajo y optar por manifestar su apoyo a la consulta popular para determinar si el gobierno debe irse o quedarse?
Puedo entender el malestar que debe existir en los altos niveles de gobierno a causa de que personal de confianza haya firmado contra el presidente, o mejor dicho, en favor del derecho constitucional a convocar un referéndum revocatorio. Es válido que así se sientan desde el primer mandatario hasta quien tuvo la nada envidiable tarea de dar un ultimátum a ministros y viceministros para que echen de sus trabajos a los firmantes de esa solicitud. Pero lo que no se puede aceptar es que se siga confundiendo a los servidores públicos con activistas partidistas. Ello es contrario a la Constitución. Los intereses del Estado están por encima de los intereses de un gobierno y de su partido, y los empleados públicos, del nivel que sea, deben tenerlo claro, empezando por el primer empleado público del país.
Esta reacción contra los funcionarios de confianza que firmaron y contra numerosos empleados públicos que no son de confianza y han corrido la misma suerte no es otra cosa que la continuidad de una seguidilla de errores, de la falta no solo de tolerancia sino de voluntad autocrítica. Quizás esos empleados públicos de alto nivel que se manifestaron en pro del referéndum están más cerca de visualizar los malos procedimientos y las consecuencias de las malas decisiones gubernamentales. Ese debería ser el mejor llamado de atención para quienes hoy detentan el poder. Pero lamentablemente se opta por lo más fácil: echarlos y de paso acusarlos de todo lo malo. ¿Creen ustedes, queridos lectores, que después de esa botazón ahora el gobierno sí hará las cosas bien?
Todas estas reflexiones tienen que ver, obviamente, con la movilización del próximo jueves 1° de septiembre. El gobierno debería asumirla como un hecho natural en una democracia y no convertir esta fecha en una presunta amenaza conspirativa. Y, por supuesto, en los lados opositores ni tampoco en los oficialistas debe haber minoritarios fabricadores de pretextos para que nos encontremos ese día con una profecía autocumplida, que haga más dolorosos y cuesta arriba los cambios que el país reclama
Vladinir Villegas