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Cinco sótanos contra el sol

Posted on: febrero 8th, 2015 by Laura Espinoza 4 Comments

 

El padre de Gerardo Carrero se llama Gerardo Carrero. Habla sin parar. Como un tren furioso. Todo él es un despeñadero de palabras que intentan dibujar la apremiante situación de su hijo preso en el SEBIN. Le molesta el lugar común que dicta que nadie quiere más a un hijo que la madre. Es la quintaesencia del fervor paterno. Tiene el temple de la gente de montaña. Una roca. Hasta que se cansa de serlo en alguna frase y el dolor es como un animal en sus ojos. El padre de Gerardo Carrero se llama Gerardo Carrero. Tiene un koala a la altura del pecho que se le mueve como si quisiera mudarse de sitio. El lo ajusta a cada rato, lo atrapa, lo devuelve a la posición original. Será que le protege el corazón. Tendrá allí la piedra de su ánimo. No sé. El padre de Gerardo Carrero se llama Gerardo Carrero y tiene las palabras exactas que le caben en su rabia. Ni una más.

 

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A Gerardo Carrero lo detuvieron el 8 de mayo del 2014 en un campamento de protesta de casi 350 carpas asentado frente a la sede de la ONU en la Avenida Francisco de Miranda. Su delito: exigir la libertad de los estudiantes detenidos. Las autoridades arrasaron con el sitio mientras todos dormían en la boca de la madrugada. Hubo 243 detenidos esa noche. Carrero fue trasladado al SEBIN del Helicoide. Un día inició una huelga de hambre y el castigo fue inolvidable: lo guindaron esposado de una reja, le forraron las muñecas con papel periódico (para evitar marcas) y lo golpearon con una tabla. Estuvo doce horas en esa posición, humillado y obligado por las circunstancias a orinarse encima de su propia ropa. Luego decidieron llevarlo a la sede del SEBIN en Plaza Venezuela. Bienvenido a La Tumba. Una pésima noticia.

 

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El padre viaja incansablemente a la capital a visitar a su hijo, a preguntar por su caso, a hablar con gente, alguien tiene que ayudarlo, alguien tiene que saber cómo. Del Táchira a Caracas y de Caracas al Táchira es mucho autobús todas las semanas. Tuvo que dejar de trabajar para ocuparse de todo. Su hijo tiene los brazos llenos de ronchas y pus, me comenta una estudiante que lo ha visto en las audiencias. Gerardo está desde el 26 de agosto del 2014 en La Tumba. Así le dicen los propios carceleros. Es un sustantivo bien fundamentado. A ese sitio no llega el sol. No puede. No alcanza. Son cinco pisos bajo tierra. Cinco sótanos contra el sol.

 

Allí la noche es un contrasentido: una luz blanca. Nadie la apaga nunca. Una luz que insiste durante el día. Una luz que ofusca. Ya Gerardo olvidó los detalles que diferencian al día de la noche. Las semanas son un acopio amorfo de tiempo. No sabe si cuando come desayuna o cena. Ya no entiende cuándo tener sueño o cuándo despertarse. Todo es un solo día. Larguísimo. Apenas lo han asomado al sol tres veces en tanto tiempo. Y le toman fotos para que parezca que así es siempre. Pero no. Es teatro. Alguien le dio una pista para entender las vueltas de la tierra: “cuando dejes de escuchar el sonido del Metro, son más de las once de la noche”. Porque el Metro de Plaza Venezuela pasa cerca. Por algún lugar de arriba. Pero a él no le gusta decirlo. Capaz y sus carceleros prohíben que el Metro pase más por esa estación.

 

Lo mismo temen los otros dos estudiantes sumergidos en La Tumba: Gabriel Valles y Lorent Gómez Saleh, deportados el 4 de septiembre del 2014 por Colombia en tiempo record e imputados por conspiración, terrorismo e instigación a delinquir.

 

Plaza Venezuela es un hervidero de carros, mototaxistas, perrocalenteros, peatones apurados, gente en diligencia. Es el centro exacto de Caracas. Nadie sospecha que cien metros bajo tierra están confinados a la tortura blanca tres estudiantes de este país. Sobre la superficie, en el ardor del asfalto, sus padres deambulan sin cesar por el hilo de su angustia.

 

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Yamile Saleh visita a Lorent, su hijo, los días permitidos, lunes y viernes de 11 am. a 3 pm. Yamile también ha dejado de trabajar. Solía dedicarse a la alta costura, pero la cabeza no le da para pensar en telas y zurcidos. Tiene cinco meses sin agarrar una aguja. Ha consumido todos sus ahorros. Al fin y al cabo es su único hijo. Ella es madre soltera. Anda muy sola en todo esto. Le tocó mudarse. La acosaban telefónicamente por ser “la madre del terrorista”. Le decían: “Ya sabemos quién eres y dónde vives”. No aguantó. Quiere irse del país apenas termine la pesadilla. Si termina. Aún así, carga los colores de la bandera en un delgado collar. Viaja todas las semanas desde Valencia con dos álbumes de fotos de su hijo con personalidades del fuero internacional. Cuando se le ocurre hablar con los medios, recibe represalias. Mientras me cuenta se le salen las lágrimas: “Mi hijo tiene siete años en esta lucha. Me abandonó a mí. No terminó su carrera de Comercio Internacional. No ha hecho lo propio de su edad: la playa, el cine, los amigos”. Yamile repite su historia en todas partes. Se reunió con Tarek William Saab, el nuevo Defensor del Pueblo, quien parece querer demostrar que su antecesora, Gabriela Ramírez, fue un derroche de omisiones a los deberes de su cargo. Al menos Tarek William ha recibido, sin distinciones ideológicas, a muchos de los agraviados por el régimen. Le prometió a Yamile, no la libertad de su hijo, pero sí un mínimo de dignidad. Ella espera que cumpla, asomada día y noche en su insomnio.

 

Le comento del video de Lorent, exhibido en TV, donde habla por skype de planes de lucha inadmisibles, altisonantes, contrarios a la vida. La madre admite ciertos excesos, y otros los mete en el paquete de un montaje. Pero no se trata de si es culpable o inocente, ella no pide su liberación, solo ruega que lo saquen de La Tumba. Ha aprendido de derecho, de custodios y tribunales. Su vocabulario está atestado de palabras nuevas. La vida le dio un vuelco a la modesta costurera que hoy solo habla de derechos humanos.

 

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La tortura blanca es impoluta. No deja huellas. No hay batazos en el hígado. Todo ocurre con la asepsia de los cirujanos. Todo pasa adentro, en los sótanos del cuerpo y de la mente.

El frío, por ejemplo. En los calabozos de La Tumba no descansa el frío. El aire acondicionado les escupe su respiración de hielo a toda hora. Es como una nevera eterna. Blanca, glacial, callada. La cama es de cemento. Tan tosca como dura. El padre de Gerardo me cuenta que su hijo come en el suelo, y es como pensar en un perro. Sus esfínteres dependen de un timbre. Debe pulsarlo y esperar que alguien lo conduzca al baño. Los estudiantes presos no se ven. Se gritan para saberse del otro lado. Las celdas tienen cámaras y micrófonos ocultos que registran lo que hacen, cómo se mueven, lo que piensan en voz alta. Su salud se ha llenado de diarreas, fiebres y vómitos. Les asusta lo que comen. Les prohíben la visita de sus abogados y médicos. No tienen teléfonos. No ven noticias. Tienen meses sin oír una canción. El silencio es su techo, su pared, su piso. No hay espejos. No saben ya cómo son. No tienen colores que ver, porque allí el mundo es blanco y kaki, como el uniforme que visten. La vida mide apenas 3×2 metros cuadrados. La sensación es de estar enterrados vivos. De irse aproximando en cámara lenta hacia la muerte.

 

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Un día le lanzaron a Gerardo un papel roto en varios pedazos. Lo armó con paciencia. El saldo del rompecabezas era una frase: “Leopoldo te abandonó”. A los tres los hostigan psicológicamente: “¿Aún no se han suicidado?”. Persiguen su quiebre. Una delación, eso buscan. “Terminen de portarse bien”, les dicen los custodios. Lo cual significa, en castellano carcelario, implicar a alguien en una declaración como conspirador, golpista o terrorista. No importa quién sea: Leopoldo López, María Corina Machado, Henrique Capriles, Alvaro Uribe. Con firmar un papel basta. Y ya. Salen de La Tumba. A otra cárcel. Les juran que con sol.

 

Pero no. No hablan. No incriminan a nadie. Y la tortura se extiende como una mancha de aceite invisible por todo el sótano.

 

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El papá de Gerardo sigue viajando todas las semanas a verlo. Su único equipaje es la rabia. Dice que su hijo le prohíbe sacar pendones o volantes con su nombre. “Si no están los nombres de todos los estudiantes presos, no”, le advierte.  La madre de Lorent está agotada de verse llorar. Lo mismo la madre de Gabriel Valles.

 

Muchos organismos y personas han acudido a todas las instancias para denunciar lo que en ese umbral del infierno sucede. Pero, según comentan, cuando se trata de estudiantes y presos políticos el silencio de los tribunales es la regla.

 

Por encima de La Tumba pasan centenas de peatones todos los días sin saber que cinco sótanos más abajo se encuentran tres estudiantes venezolanos envueltos en una luz blanca bastante parecida a la muerte.

 

Es inadmisible que exista un lugar tan siniestro en nuestro país. Es la tumba blanca de los Derechos Humanos.

 

 

Leonardo Padrón

Etapa culminante

Posted on: enero 28th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

Hay años que parecen comenzar por la mitad. Como si ya el tiempo les hubiera marcado el rostro. Años que se estrenan con la emergencia de un reloj de arena que se ha roto y va perdiendo su contenido a toda velocidad. Es la sensación que estamos viviendo los venezolanos en este primer párrafo del año 2015. La crisis, plena de sub-tramas, perfora los días con la atrocidad de una bala perdida. Se agota el tiempo.

 

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Macaracuay. La joven, con el bebé enfermo a cuestas, se acerca a la cabeza de la gigantesca cola de gente que espera que el Bicentenario abra sus puertas. Objetivo: pañales. Habla con el militar que custodia el orden. Le pide una excepción. Que no tiene con quién dejar a su hijo, que no lo puede someter a esa enormidad de tiempo, que por favor. Los cercanos oyen su pedimento y replican: “¡Haz tu cola!”, “¡No seas viva!”, “Cuidado con una vaina”, le dicen al guardia. Ella entiende que es inútil. Ve al primero de la cola y parece reconocerlo. Pero no atina a precisar de dónde. Al día siguiente, ese mismo hombre le vende a la desesperada mujer un bulto de pañales, que no suele pasar de 130 bolívares, en la escandalosa cifra de 1.500 bolívares.

 

Más nunca olvidará al bachaquero estrella de la zona.

 

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El presidente se dirige a una breve dosis de pueblo dispuesta en Miraflores para darle la bienvenida al país. Una veintena de seguidores grita: “¡Vamos, Maduro, al yanqui dale duro!”.

 

Mientras, en las agencias internacionales se afanan en transmitir profusos análisis sobre el acercamiento entre Obama y Raúl Castro.

 

Esa sensación de estar en otra latitud de la historia.

 

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Un día, en la isla de Margarita, ensayo un atajo para llegar a la playa sin tanto tráfico. Siguiendo el dato de un amigo remonto una colina. Llego a un pueblo. Pierdo la pista. Busco a quién preguntarle el rumbo que me llevará al mar. Pero la resolana quema y las calles están solas. No hay  nadie en los porches de las casas. Las esquinas son una foto vacía. ¿A quién le pregunto? Manejo lentamente buscando el perfil de un peatón, algún niño que vuelva del abasto, una señora al ras de las trinitarias. Nada. Parece un pueblo fantasma. El atajo se ha convertido en extravío. Hasta que veo una silueta que camina al otro extremo de la calle. ¡Salvado! Freno a su lado y le pregunto cómo llegar a mi destino. El hombre, con tres gestos, me informa que es sordomudo y sigue su camino. Me quedo perplejo, y sonrío. No sé cuáles son las posibilidades, estadísticamente hablando, de que algo así ocurra. Me toca buscar la ruta de salida por mis propios medios.

 

Así el país. Nadie nos va a indicar el rumbo. Nadie debe hacerlo. Nos toca a nosotros mismos.

 

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Graciela estaba contenta porque por fin había encontrado aceite para cocinar. La marca le resultaba desconocida, pero era un detalle menor. Entonces se fijó en el aspecto del aceite. Raro. Probó un poco. Más raro aún.

 

El noticiero narró el episodio final: en varios supermercados del estado Táchira han estado vendiendo aceite vegetal mezclado con aceite de motor. Un crimen.

 

En un país desesperado, los inescrupulosos hacen fiesta.

 

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Primera angustia del mes: los pronósticos de los especialistas se están cumpliendo. La economía ha entrado en caída libre. No hay otro tema de conversación. El país entero se ha convertido en una larga cola. Que no avanza. Que se asfixia en su marasmo. Que tiene años formándose. El socialismo del siglo XXI nos ha convertido en ciudadanos precarios: si no tienes cédula de identidad no podrás alimentarte. Si no tienes el tiempo para envejecer en una cola no podrás alimentarte. Si quieres seguir comiendo lo que comías antes no podrás alimentarte. Olvida tus hábitos, busca lo que haya, madruga, defiéndelo con  las uñas, forcejea, compra un puesto en la cola, y no tomes fotos, no asomes tu rabia, conviértete en resignación.

 

Esta revolución exige sacrificios. La humillación es uno de ellos.

 

Las colas de ciudadanos son el nuevo paisaje urbano. Hay un evidente menoscabo de la dignidad. El gobierno, en un ritornello exasperante –por falso– habla de guerra económica. Pero con registrar un poco la historia se detecta que las colas de seres humanos en pos de comida son escenas comunes en los experimentos de modelos económicos fallidos que ha intentado el mundo.

 

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En las relaciones afectivas la mentira puede trocar en cáncer. Dejar de creer en el otro es una grave lesión. Así ocurre entre los venezolanos y el gobierno. Como la esposa que se sabe de memoria los pretextos del marido ante cada llegada tarde. La mentira se ha convertido en el acto reflejo de la revolución bolivariana. Maduro y su gabinete insisten en que la gira presidencial fue exitosa. Le ponen fanfarria, cadena, globitos de colores a la noticia, pero nadie les cree. Estamos ante el éxito más clandestino del planeta.

 

El poder siempre miente, pero Maduro ha acumulado méritos para hacer historia. Los venezolanos hemos sido recurrentes en un error: elegir espejismos. Ya nos hemos dado de bruces contra la mentira demasiadas veces. Basta. No caben más frustraciones. Hemos llegado al punto de quiebre.

 

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Este año va a pasar algo. Es la sensación general. La frase recurrente. No hay almuerzo, reunión, ascensor o transporte público donde no se ventile esa noción. Todo está tan grave que muy pocos estiman que la cuerda donde se sostiene el país pueda soportar tanta tensión.

 

En la televisión se suele anunciar el arribo de la etapa culminante de una telenovela. La historia misma suele dar los síntomas de que se acerca a su desenlace. Los personajes comienzan a descubrir secretos, los conflictos se aproximan a su temperatura de cocción, las escenas se acompañan con música trepidante. El espectador entiende, entonces, que el relato se avecina a su fin. Pero la televisión también sabe mentir. Muchas veces el anuncio de “etapa culminante” le da paso, semanas después, a un locutor que advierte la llegada de los “capítulos decisivos”. Quince capítulos más tarde se promocionan los “capítulos finales”, para luego prolongar la espera con la “semana final”, hasta que se agotan los señuelos y llega el tan anunciado “¡Capítulo Final!”.

 

Venezuela ha pasado, desde hace más de diez años, por varios momentos donde se sienten los acordes de una inminente resolución. Y luego nada ocurre. La frustración se expande y los fogones del chavismo transpiran humo con más fuerza. Se impone, entonces, ser prudentes. Leer los síntomas con cautela. Al trasluz, en su envés, entre líneas.

 

En todo caso, así está hoy el país. En clima de etapa culminante.

 

Hay un detalle acuciante: nadie sabe cuál es el rostro del “después” que se acerca. ¿Acaso la salida de Maduro es la coronación definitiva de Diosdado Cabello? ¿Se avecina una junta de gobierno conformada por civiles y militares? ¿Son posibles unas elecciones presidenciales antes de lo previsto? Si la transición viene, ¿cuál será su rostro?

 

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Hace una semana murió en París uno de los poetas argentinos más desconocidos e importantes del siglo XX: Arnaldo Calveyra. La prensa internacional se llenó de reseñas y antiguas entrevistas. Ante una pregunta de El País de España sobre Argentina, Calveyra confesó: “Este país está preso. Por la gente mediocre. La gente mediocre ha tomado el poder. Es un misterio por qué ha sido poseído por la mediocridad. La gente (…) tiene en la cabeza una relación perversa y entiende que no se puede gobernar sin robar”. Suenaperturbadoramente familiar. Es un escalofrío que nos vincula. Como la muerte de los fiscales Alberto Nisman y Danilo Anderson.

 

Mediocridad. Allí residen buena parte de los problemas que nos aquejan.  En un reportaje publicado por El Nacional titulado “El bajo perfil del equipo contra la crisis” se demostraba que las personas convocadas para recuperar la economía del país poseían más lealtad ideológica que eficacia profesional. “El ser mejor dejó de ser valioso”, sentenció Robert Lespinasse, ex presidente de la Sociedad Venezolana de Psiquiatría. La capacidad y aptitud para un oficio no parecen ser indispensables para acceder a algún puesto en la administración pública de un país en emergencia económica.

 

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El país es un avión en picada. Y nadie de la tripulación se ocupa de pedir que nos amarremos los cinturones. Se siente el vahído en el estómago. El mareo de la caída.

 

La oposición también está en su punto de máxima tensión. Si no sabe asumir la responsabilidad histórica que se le presenta habrá fracasado para siempre.

 

En estos días tanto Henrique Capriles como María Corina Machado han hablado sobre la vuelta de tuerca que están propiciando para ensamblar una auténtica unidad en la oposición. El intento se siente genuino. No hay otra opción. Estamos viviendo el momento más crítico de nuestra historia contemporánea. Salvar el país es imperativo. Ya al venezolano le importa un carajo la retórica política, la ideología, el color de la camisa, el número de estrellas en la bandera. Solo le importa volver a ser normal.

 

Queremos un país normal.

 

La música de los desenlaces está en el aire. Todo parece indicar que hemos llegado al punto de quiebre. O nos ahogamos en el mar de la felicidad socialista o nos salvamos a través del instinto de supervivencia que suele redimir a las sociedades en crisis.

 

Ya ocurrió la segunda angustia del mes: la Memoria y Cuenta que ofreció el presidente al país fue un desatino monumental.

 

Todo se precipita.

 

Se agota el tiempo.

 

 Leonardo Padrón

Extremos

Posted on: noviembre 30th, 2014 by Lina Romero No Comments

La violencia es el beso de encuentro entre los extremos de un país.
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“La oposición es un nido de fascistas”, grita el gobierno y repite el vendedor de naranjas sin tener muy claro qué significa la palabra. “El régimen es quien reproduce los mecanismos del fascismo”, aclara la oposición. “¡Asesinos!”, acusa uno. “¡Dictador!”, refuta el otro. “¡Pelucones miserables!” gruñe el presidente. “¡Maburro ignorante!”, se excede alguien. La revolución condena a las camisas rojas que cuestionan la línea oficial: “¡Traidores!”. En la oposición unos quieren elecciones, diálogo y protesta. “¡Traidores!”, los llaman los que prefieren guarimbas, estallido social y golpe de estado.

 

El ping pong de los insultos es el verdadero deporte nacional.

 

 

La  violencia es la invitada de honor. El lenguaje es un pantano infecto donde todos chapoteamos.

 

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Sí, protestar pacíficamente es un derecho inalienable. Derecho confiscado desde hace tres lustros. Nos han ahogado la voz a punta de bombas lacrimógenas. Por eso vale la pena esforzarse en ser asertivos en la protesta. La resistencia debe pensarse como un ajedrez, no como un ring de boxeo. A veces es más eficaz deslizar un silencioso peón que saltar con el caballo. Evaluar las consecuencias del próximo movimiento. Toda estrategia exige sensatez.

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El episodio: una movilización llamada “La marcha del millón de máscaras” tenía previsto desembocar en el borde de la Plaza Altamira, el mismo lugar donde ese día ocurría la clausura del Festival de Lectura de Chacao. Las máscaras no llegaron al centenar pero igual activaron la inmediata respuesta de la GNB. Algo previsible dado el instinto represivo del régimen. La convocatoria, además de poco exitosa, desembocó en la clausura precipitada del festival y en el unánime malestar de editores, escritores, lectores y paseantes. Un clima de autogol inundó el aire. El rechazo apareció también en formato 2.0. Entonces, furiosos tuiteros de la resistencia extrema, apostados bajo seudónimos, intentaron una masacre cibernética contra gente que, en rigor, convive con ellos en el mismo lado de la decepción que es hoy este país.
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Trate usted de no cuestionar nada que haga la oposición radical. Será radicalmente vapuleado. Con la velocidad de un chasquido de 140 caracteres pasará a ser un traidor, un colaboracionista, un patriota cooperante y, en mi caso, un pusilánime escritor que solo acecha por los portentosos dividendos que le dará la venta de sus libros en una plaza. (Por cierto, no conozco un solo autor venezolano que viva exclusivamente de sus derechos de autor). Al parecer de este grupo, solo es válida la protesta de calle, máscara o capucha mediante.

 

 

Si usted no tiene el rastro de un perdigón en su rostro, si no ha caído preso en la turbamulta que confunde a estudiantes con infiltrados y mercenarios, si se atreve a ir a una obra de teatro en vez de trancar su propia calle, será síntoma evidente de que es un conformista, una escoria camuflada, un oficialista encapillado que no le importa la falta de reactivos químicos ni la violación de los derechos humanos.
No basta todo lo que haya escrito o declarado sobre los venezolanos asesinados, los estudiantes torturados, los presos políticos o la libertad de expresión. No importan las marchas acumuladas en sus zapatos. No cuentan los ataques recibidos en cadena nacional por el propio Nicolás Maduro, su gabinete ministerial, sus hackers y anclas televisivas. No bastan las amenazas de muerte. Su verbo solo servirá escrito en una pancarta, envuelto en una capucha y al ras de una bomba molotov. El resto es basura.

 
¿Saben cuántos artículos de sus viernes le ha dedicado Laureano Márquez a la lucha por la democracia? ¿Saben de las multas millonarias que ha debido pagar? ¿Imaginan la faena diaria que durante 25 años ha librado César Miguel Rondón por sumar decencia a este país desde su cabina de radio? ¿Saben de los 18 juicios que le ha montado el gobierno a Ibéyise Pacheco? ¿Sospechan a lo que se ha expuesto el periodista Chuo Torrealba desde sus programas de radio o televisión? (Por cierto, ahora, como es el secretario general de la MUD ha perdido, para los radicales, toda credibilidad y consistencia.) Según parece, solo son dignos de encomio los “guerreros” de la Plaza Altamira. Son poco menos que Los Templarios. Los únicos que realmente han dado la talla en esta larga contienda contra el autoritarismo revolucionario.

 
El calibre de los insultos que se puede recibir de estos héroes de la resistencia parece un calco del usado por la “Tropa” chavista para embestir a la oposición: atacan en masa, difaman, exhiben la misma procacidad, farfullan los mismos adjetivos.
¿Será que ya el país entero se ha demonizado en un solo discurso de violencia?
Los extremos se tocan la punta de los labios.

 

 

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Uno de los mayores orgullos que ostenta el país democrático en estos tiempos turbios es el coraje demostrado por los jóvenes estudiantes. Han dejado el pellejo en la contienda. Sería inaceptable no valorar su arrojo. Pero, lo dicho, son tiempos turbios. Incluso en las entrañas de la lucha estudiantil hay serias confrontaciones. Disputas de fondo sobre la forma. Es un error empaquetar a todos bajo la misma insignia. Como me apuntó un joven y resonante líder: “El movimiento estudiantil es una figura que muchos usan para intereses particulares. Por eso en las actividades que hacemos ponemos los logos de los centros de estudiantes respectivos”. Vale la pena preguntarse si al menos una de las 40, 60, 80 personas que protestaron ese día ostentaba algún logo de la UCV, USB, Unimet o Ucab, por ejemplo. ¿Representaba ese grupo al movimiento estudiantil o quizás a un sector muy puntual con el cual los primeros –por cierto– han tenido no pocos desencuentros?

 

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Escribió Sinar Alvarado: “Altamira, en Caracas, es el inofensivo patio de juegos de ciertos “guerreros” antichavistas. Que vayan a Fuerte Tiuna si son tan guapos”. Pero tales personajes arguyen que Altamira es un símbolo. Y así escamotean riesgos más “heroicos”. Aunque pareciera que Caracas está cansada del ritornello sobre el cemento de la pobre plaza.

 
En todo caso, un festival de libros es una lúcida forma de hacer contrapeso a los que monta el gobierno, donde el 80% del material bibliográfico es ideología dura. Tan claro tiene el régimen el tema que ha producido abundante material impreso para diseminar el credo bolivariano y ciertas telarañas marxistas. Cada palabra de Chávez ha sido editada y regalada en millones de ejemplares para agudizar el adoctrinamiento.
En ese festival, vacuo para cierto sector, se expusieron libros de autores que intentan combatir la mediocridad imperante, asomar un poco de sintaxis, ciudadanía y contexto histórico a este desquiciado jeroglífico que hoy somos.
Cuando un ciudadano desprecia el rol de los libros en la construcción de la sociedad se está colocando al margen de la civilización. Así de simple.

 

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“Simón Bolívar era socialista”, dijo el inefable en tantas de sus cadenas. “Simón Bolívar no andaba leyendo libritos”, grita la otra punta de la cuerda. Mientras tanto, el prócer bosteza de hastío. Pide que no lo manipulen tanto. Asombra que algunos asuman a Bolívar solo como un hombre de acción. Las debilidades de nuestro sistema educativo son alarmantes.

 

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Aclaratoria ¿necesaria?: ninguno de los que cuestionamos lo ocurrido el 23N estamos en contra de las protestas. Son imprescindibles. Y no deben cesar. Es un derecho constitucional. El cuestionamiento se hace por ejercerla en el marco de una actividad cultural, con un desenlace más que previsible. Quizás sea más efectivo asomar pancartas y consignas en las humillantes colas a las que se ve sometida la población en las farmacias y supermercados del país.

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Pregunta al desgaire: ¿por qué en los días sucesivos no hubo ni la sombra de una protesta alrededor de la plaza Altamira? ¿Se acabaron los motivos?

 

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“Detrás de eso hay un laboratorio”, apuntan algunos. ¿Es así? ¿Pertenece a un partido político de la oposición o al mismo gobierno para generar más desunión? Quién sabe. Aquí cada vez uno sabe menos.

 

Solo parece triunfar una certeza: la cultura del chavismo, construida desde el discurso de la violencia y la intolerancia, ha permeado al país. Estamos peor de lo que imaginamos.

 

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El país de los extremos hace mucho ruido. Sin embargo, el verdadero drama está en el medio, en los millones de ciudadanos que sufren una devastadora crisis económica y un sistema político que busca clausurar sus libertades básicas.

 

Es urgente apostar por la cordura, sobre todo cuando reinan la cólera y el incordio.

 

Estamos todos alterados. No nos está gustando nuestro país. Andamos rabiosos. Abrevando en los excesos.

 

Los tiempos son tan oscuros que para algunos la comarca de las ideas es un estorbo. Entonces gritan, se ponen estentóreos, quieren cambiar la realidad con soluciones radicales. Qué nos importa equivocarnos si la patria lo permite todo.

 

Estamos viviendo el letal beso de los extremos.

 

Hormigas de la esperanza

Posted on: noviembre 9th, 2014 by Lina Romero No Comments

Llegamos a la sala de espera de una clínica. Mi madre necesitaba ser atendida por un traumatólogo. El sitio estaba atestado. Un joven se levantó para cederle su asiento. Algunos esperaban desde las 7:00 am y ya eran las 4:00 pm. Son los momentos en los que agradezco llevar un libro conmigo. La gente, ante tanto tiempo muerto, inició una tertulia. En cuestión de segundos desembocaron en el país. No más urgencias, aparte de las musculares, habían en esa sala.

 
La señora sentada frente a mí era un homenaje a la elocuencia. Contaba, en fragmentos inconexos, su vida en socialismo. Citó la frase que le soltó su hijo de 14 años de edad en el desayuno: “Oye, mamá, yo sí tuve mala suerte”. Ella le preguntó, inquieta: “¿Por qué dices eso?”. La respuesta fue casi un reclamo: “Porque yo nací cuando ganó Chávez. Ustedes no han pasado lo que nosotros hemos pasado”. Levanté la vista del libro. Más allá de la necesaria precisión de que aquí todos estamos degustando por igual este excedente de prosperidad, la frase suscitó una discusión sobre las tribulaciones de cada generación. Los recuerdos más remotos llegaban hasta los calabozos de la Seguridad Nacional en época de Pérez Jiménez.

 

Los cuarenta años de la deshonrada cuarta república sonaron a receso histórico, a espejismo, a resort malbaratado. La respuesta del joven parecía resumir la tragedia del siglo XXI venezolano. La madre hizo un apurado resumen de la devastación sufrida por los estudiantes en las protestas del 2014. Su hijo poseía una colección extraña: nombres de jóvenes universitarios muertos, heridos y presos. Su hijo era una rabia de 14 años de edad.

 

Otra mujer, ya en sus sesenta, agregó una lápida: “Dios se olvidó de nosotros. Nos castigó por soberbios y arrogantes”. Alzó la vista al cielo: “Está bien. Pero ya, ¡levántanos el castigo!”.

 

Dios no contestó.

 

Entonces prosiguió: “yo soy una botada de PDVSA. Ahora vendo ropa. Ropa usada, mía y de otros. Vendí todo mi closet. Me dio cáncer. Yo sé que el cáncer me vino por la tristeza y el estrés. Pero me levanté. Le gané al cáncer”. Lo dijo con un aplomo abrumador.

 

Un joven, rondando los 20 años de edad, añadió su dictamen: “la mentalidad de la gente es lo que tiene jodido a este país”. Tenía el brazo descalabrado por practicar karate. Vivía en Guatire y viajó hasta Caracas para tratarse la lesión. Tenía ganas de hablar. Intercambiar su ansiedad con dos señoras que le triplicaban la cédula. Subrayé una frase del libro. Subrayé dos de la conversación.

 

Se discurrió sobre el individualismo. Y esa urgencia que tiene el venezolano de ser más vivo que el otro. O de arrimarse a la sombra solo para conseguir la sobra. Ventilaron la tragedia que viven las ciudades del interior. “En Carúpano los colectivos se adueñaron del pueblo”, dijo una tercera dama, rodilla hinchada. Mamá, extrañamente, no opinó. Solo volteaba con insistencia hacia el escritorio de la secretaria. Quería ser atendida por el médico cuanto antes.

 

La terapia colectiva no cesó. Distintas generaciones asomaron el grosor de sus angustias, que eran las mismas. Coincidieron en algo: no pensaban ceder ni un milímetro de sus vidas al régimen. Lesionados, magullados, seguían apostando por la redención.

 

Adentro, el traumatólogo se afanaba en meniscos, dedos y ligamentos.

 

Mientras tanto, el país era una herida abierta en una sala de espera.

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Un viejo amigo me invitó a dar una charla en la Universidad Metropolitana. Le pregunté el tema. Me dijo: “Quiero que les des razones a los estudiantes para quedarse en el país”. No agregó mucho más y colgó el teléfono. Me quedé un rato en silencio y solté la risa: “Estoy metido en problemas”.

 

El día de la charla expuse mis razones, que –reconozco- se han ido estrechando con el tiempo. Pero siguen siendo más poderosas que los argumentos para irme. Pertenezco al club de los testarudos. Soy un diletante de la esperanza.

 

Me asombró el nivel de participación de los estudiantes. La zozobra en sus preguntas. La necesidad de ver más allá de esta neblina que nos rodea. Muchos tienen claro que el tajo que Chávez le propinó al país, al dividirnos en fieles e infieles a su credo, ha instaurado una bomba de tiempo. Parte del intento por recuperarnos pasa por arrojar las etiquetas a la basura. Chávez y sus adjuntos se desplegaron por el mapa rebautizándonos: aquí sólo hay pueblo y oligarcas, revolucionarios y fascistas, patriotas cooperantes y traidores. El resentimiento tiene apenas dos colores para pintar al mundo.

 

Al final del foro hablé con varios estudiantes. Uno me dijo que su familia se había ido del país. Él se quedó. La madre lo llama a cada rato y lo urge a hacer sus maletas. Siempre le da la misma respuesta. “No me voy porque soy un idiota con esperanza”. Y remata: “Ahora soy sólo un idiota”.

 

Me alarmé con su frase final. Es lo que el régimen quiere: adversarios derrotados de antemano. Gente hundida en el desaliento. Desea nuestro miedo, nuestro silencio. La foto de nuestro adiós en Maiquetía. ¿No alarma al presidente de un país que tantos ciudadanos salten del mapa como si fuera un barco haciendo agua por todos lados? Obviamente, no. La revolución quiere lejos a todo el que le reclame su fracaso. ¿La vamos a complacer?

 

Otro estudiante esperó hasta el último minuto. Ya solos, me dijo: “Yo soy Ottolinista”. Ante un parpadeo, precisó: “Soy seguidor del pensamiento de Renny Ottolina”. Era un joven cumanés que no debía llegar a los 22 años.  El célebre animador de televisión murió en 1978, hace ya 36 años. Mi sorpresa aumentó. Él recalcó: “la premisa es aprender a querer a este país. Hay que conocerlo. Viajar por él. Sólo así lo vas a querer de verdad”. Como insistía Renny. Me habló del trabajo que desarrollaba, de otros como él, en la misma comarca de pensamiento.

 

Ese muchacho es una hormiga hacia la esperanza. Y el otro, el “idiota”, también.

***

Viernes. 8:30 am. Un grupo de personas fuimos convocados por varias ex alumnas del Colegio Cristo Rey para experimentar una mañana distinta. La idea era conocer un lugar que reúne a 400 niños desescolarizados y marginados. Allí, dentro de La Bombilla, en el Barrio 24 de marzo, está la Escuela Jenaro Aguirre. Un sitio construido enteramente por el arresto de una monja llamada María Luisa Casar. “Una marciana”, “una visionaria”, “una loca maravillosa”, coinciden todos. Una mujer nacida en la provincia de Cantabria, en España, que comenzó la mayor obra de su vida en Petare, a los 60 años de edad: alfabetizar a los hijos de la miseria.

 

La primera vez lo hizo en las escaleras sucias del barrio. Después en la habitación de un rancho. Finalmente, llegó a tener una casa para dar clases. Hoy tiene 84 años y una proeza que ha crecido varios pisos con cuatro centenas de alumnos de pre-escolar y primaria. El milagro posee sus fogonazos: dispensario médico, biblioteca, dos salas de computación, y su gran alarde, una coral.

 

Entramos por la cocina. Había cinco cocineras y un pequeño pizarrón donde estaba anotado, por grados, el número de almuerzos que debían cocinar: 273. La lluvia impidió que llegaran todos los alumnos. El colegio es una procesión de escaleras y amabilidad. Un etcétera humano prodigioso. La música, el arte y la decencia, son parte de las materias que estudian unos niños que estaban condenados a la inopia.

 

Recorrimos cada salón de clases. Las sonrisas abundaban. La chikungunya también. En un salón pregunté cuántos niños la habían tenido. Casi todos alzaron su brazo, incluida la maestra. Una niña vio al resto con sorpresa. Sólo ella se había salvado de la epidemia. Hablamos con los maestras mientras visitábamos cada espacio. La terraza tenía rejas gruesas y ladeadas, para que sirvieran de escudo contra las balas perdidas. Adentro, el conocimiento, la dignidad. Afuera, el silbido de la violencia y la basura.

 

Llegamos al salón donde ensayaba la coral. Cantaron, no como dioses, sino como niños salvándose de la indolencia. Fue un momento de rara belleza. En sus rostros había un nudo de fragilidad y de coraje. Se sabían habitantes de una topografía hostil pero habían decidido salvarse. Una monja lo inició todo. Hoy, todo el que se anima, colabora.

 

No hay duda: la pobreza es un ultraje a la condición humana. Un agravio masivo. La diferencia entre un niño desasistido y uno al que se le extiende la mano es una vida entera. En mitad del desamparo, ese salón de clases donde triunfaba la música era una bombona de ilusión. (Si les entusiasma la idea, hoy esos niños, a las 11:00 am, darán un concierto en el Colegio Cristo Rey de Altamira).

***

Ese día la autopista me resultó más amable. Como si el largo atasco de automóviles me pudiera llevar a otra ciudad distinta. Como si la esperanza tuviera rostro. 84 o 22 años. Cara de monja, de estudiante universitario, de ama de casa con la rodilla esquilada, de ex alumna del Cristo Rey que consagra sus viernes a llevar insumos a un colegio, de cocinera de cuatrocientos platos de arroz, de maestra amorosa, de niño que canta. Cara de venezolano que apuesta, sin estridencias, por el país.

 

Hay ejemplos que nos impiden claudicar. Tal vez el éxodo mayor debe ser hacia la esperanza. Si miramos con atención, advertiremos que hay un laborioso camino de hormigas en mitad de esa palabra.

 

Leonardo Padrón

Un día de feria

Posted on: octubre 26th, 2014 by Lina Romero No Comments

Sábado, 7:30 am. Se reporta un cúmulo de personas agolpándose en un lateral del Centro Comercial Metrópolis, en Valencia. No, no hay allí un Bicentenario. No es Farmatodo. No es una turba en búsqueda de leche, jabón en polvo o acetaminofén. Es gente que quiere ser la primera en acceder al recinto donde ese día, a las 10:00 am, se inaugura la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo (FILUC). Ha pasado quince veces en quince años. La feria ya es una saludable quinceañera de muy buen ver. Bailar el vals sería un anacronismo fuera de contexto. Ya el remolino humano es una celebración.

 
La inusual multitud no obedece a la mágica conversión, de la noche a la mañana, de miles de personas en frenéticos lectores. La FILUC, y toda feria de libros, tiene también mucho de evento social. Un acontecimiento que ocurre solo una vez al año y donde asisten escritores, editores, alcaldes, periodistas de todas partes. La palabra escrita convertida en noticia. Por una vez al año, el libro sale de sus catacumbas en busca de lectores. Se exhibe, alza la voz, hace señas y aspavientos, cancela su pudor habitual y finalmente se convierte en protagonista. Para lograr eso hay rebajas, novedades, charlas con figuras mediáticas, firma de libros, talleres gratis, foros de actualidad. Se construye el fabuloso intento de que la lectura sea una adicción colectiva.

 
Es la gran verbena de la escritura. Diez días donde la gente se siente parte de una celebración y se asoma a una buena noticia: en este país se escribe incesantemente. Y lo mejor: quizás en la noche, alguien inclinará sus ojos sobre un libro recién adquirido y sentirá el goce cifrado de la belleza o la revelación. Eso que, tantas veces, te ofrenda la literatura.

 
En este país hasta las malas noticias hacen colas. Por eso, bienvenida sea aquella que nos acerca a una zona de resplandor.

 

***

11:00 am. Hora del pregón de la Feria. Este año, con justicia,  César Miguel Rondón es el elegido. Me consta su febril adhesión a la lectura. Pertenece a la tribu de los que no soportarían el mundo sin libros. El público se convierte en tropel y el discurso se muda de la sala prevista a un cruce de peatones en el largo corredor de stands. Por allí viene el alcalde. Los fotógrafos. Los invitados especiales. El gentío. Permiso. No empujen. Un locutor, con la voz más gruesa que la del propio César Miguel (imagine usted) y con una solemnidad digna de un 5 de julio, anuncia la lectura del pregón. Todos quieren oír las palabras de Rondón, o eso supone uno, pero apenas ha pronunciado tres frases, el sonido de una tronante licuadora irrumpe en escena. Voz y artefacto en inesperada lidia. La gente, unánime, voltea hacia el stand que ofrece refrigerios y empanadas como si con una sola torsión de cien rostros la licuadora enmudecerá en el acto. El breve duelo entre el batido de ¿fresa? y la voz de César Miguel Rondón se diluye pero resulta una inapelable metáfora de la pugna entre el ruido del mundo y el silencio de la lectura.

 
Al final del acto, en el rebullicio, un hombre estira su brazo y me entrega un ejemplar: “Este libro lo escribí yo. Soy albañil”. La multitud  se lo traga. No lo veo más. Leo el título: El misterio del amor y el sexo en la relación de pareja. Menudo tema. Me gusta el coraje de ese albañil. Más allá de los tropiezos o el candor de su prosa, está el arrojo, la pulsión que lo sembró frente a una página en blanco.

 
“Leer es protestar contra las insuficiencias de la vida”, ha dicho Vargas Llosa. Escribir también.

***

 

Salón Eugenio Montejo. 2:00 pm. Foro: Ciudadano Lector. En el panel  están el español Juan Bonilla, Francisco Suniaga, César Miguel Rondón y, el moderador, Antonio López Ortega. Aforo lleno. Cada uno diserta sobre su primera aproximación a los libros. Suniaga revela un dato sorprendente: “En mi casa no había ni un solo libro”. Pero aún así, llegó a ellos, como si una convocatoria invisible hubiera sido expedida en algún lugar. César Miguel  apunta: “Un libro tiene tantos autores como lectores tenga”. Juan Bonilla, autor de una vertiginosa novela sobre Maiakowski (Prohibido entrar sin pantalones), dice que no necesariamente la lectura te convierte en alguien mejor: “Mi abuela nunca leyó y fue el ser humano más espléndido que conocí. En cambio, Hitler era un excelente lector”. Aun así, todos relatan el hechizo que los libros han producido en sus vidas.

 
Nueva ronda de opiniones. Justo entonces la sala es envuelta por una avalancha de música llanera. Nadie sabe de dónde viene tal estruendo. Un disco de un cantante de Calabozo llamado Esteban Pérez aplasta, a todo volumen, la tertulia: “¡Acabemos esta farsa/ mejor que nos separemos/ Hoy me dices que me odias/ mañana que nos queremos/ La química de este amor/ se volvió puro veneno!”. Las paredes se estremecen. La actividad está a punto de naufragio. Imposible seguir. Los panelistas bromean. La gente se remueve en los asientos. El ciudadano lector, tema central de la FILUC, es bombardeado por el ciudadano abusador. Rosa María Tovar, presidenta del Comité Organizador, da largas zancadas sobre sus tacones para buscar el origen del escándalo. Al poco tiempo llega la paz. El silencio. La civilidad. Pero solo momentáneamente. Esperen. Viene lo peor.

 

***

 

Siguiente hora. Tres actividades se realizan al mismo tiempo. La feria está dedicada a México y es pertinente homenajear a José Emilio Pacheco, uno de sus más brillantes poetas, quien murió en enero de este acontecido 2014. Los poetas Alejandro Oliveros, Edda Armas, Harry Almela y Leandro Arellano disertan sobre la obra del poeta que dijo alguna vez: “La lengua es mi única riqueza”.

 

 
En otro salón se presentan los nuevos libros de Gisela Kozak (Ni tan chéveres ni tan iguales) y de Héctor Torres (Objetos no declarados). En el tercero, aledaño a los otros, Tal Levy y César Miguel Rondón hacen lo mismo con Despierta Venezuela. Uno no sabe ni a dónde ir. Pero de repente, ocurre un nuevo tsunami sonoro. Esta vez–avasallante y definitivo– en forma de ¡reguetón!!

 
Las alarmas de los carros comienzan a llorar. Así, a llorar. Hay que gritar para hacerse oír. La protesta es colectiva. Alguien del rectorado corre hacia el epicentro del ruido que es, no lo habíamos dicho, una tienda de autoperiquitos ubicada al lado de la Feria. Allí, el dueño, con el cuerpo atestado de tatuajes y  estampa de yohagoloquemedalagana, le coloca una “pared” de cornetas a una camioneta 4X4. Ante el reclamo, el joven se siente el centro del mundo. Argumenta que no va a parar su negocio, que está “tuneando un vehículo” y eso toma tiempo. El reguetón, alternado con la changa (¿todavía se le dice changa?), ruge como un monstruo rabioso. Una sola persona se esmera en arruinar el intento de civilización que se pretende construir. La gente exige: “¡llamen a la policía!”, “¡busquen al alcalde!”. Los que van a reclamar fracasan. Puras mujeres. Hasta que un escolta del embajador de México se apersona, chapea, y debate en el mismo estilo del gallito de pelea. Listo.

 

 
(Página 22 del libro de Gisela Kozak: “No nos engañemos, ser varón en Venezuela pasa por no ser pendejo, por ser un “arrecho”, que no es lo mismo que un “arrechito”: el arrechito es uno que quiere ser arrecho pero no tiene con qué”.)
Alguien deja caer un comentario con la esperanza de que lo oiga el dueño de la camioneta: “Oír música a ese volumen vuelve estéril a los hombres”.

***

En el discurso inaugural de la Feria, Antonio López Ortega apuntó: “La escritura, o esa derivación suya que es la lectura, es la más fabulosa herramienta que la humanidad se ha dado para luchar contra el olvido, que no es otra cosa que la muerte”.

 

 
Cabe agregar que los libros siguen siendo uno de los pocos nichos en Venezuela donde la libertad de expresión sobrevive. Por lo tanto, una feria de libros termina convirtiéndose en una formidable tribuna de nuestro albedrío. A pesar de la escasez de papel, del cerco establecido por la falta de divisas, de la casi nula presencia de libros extranjeros, los autores venezolanos siguen pronunciándose a través de la ficción, el reportaje, el ensayo, la crónica, la poesía, las entrevistas o la indagación histórica.

 
La Feria continuó. Los organizadores calculan que asistieron más de 400 mil personas. Buena parte de ellos jóvenes universitarios que atestaron las charlas, talleres y homenajes. Los libros se sintieron manoseados y reconocidos. Las presentaciones fueron masivas. Cuentan que hasta los recitales de poesía, habitualmente magros, estaban repletos de gente. Yo solo estuve un día. Y me bastó para entender que no todo está perdido.
Como bien lo dice Violeta Rojo en sus palabras sobre La escribana del viento, novela  de Ana Teresa Torres, galardonada con el Premio de la Crítica: “Nuestros escritores interpretan, representan y metaforizan las difíciles circunstancias que vivimos desde hace 15 años. Son muchos los que aquí o afuera siguen trabajando en y sobre lo nuestro. No estamos solos”.

 
No. No estamos solos. Un país luminoso respira en las catacumbas. Y pugna ferozmente por la resurrección de la mejor parte de nosotros mismos.
¿Qué tal si fundamos el Colectivo Rafael Cadenas?

 

Leonardo Padrón

Fragmentos de una montaña rusa

Posted on: septiembre 28th, 2014 by Super Confirmado No Comments

Saldo de dos semanas de vacaciones con mis hijos: un elefante de 2.500 kilos me aplasta contra la cama. Allí ando, bocabajo, la espalda demolida, las articulaciones crujiendo, la billetera en ruinas y una sonrisa de satisfacción que no admite ser desalojada por el tonel de oscuras noticias que signan al país.

 

Se supone que todo viaje recreacional entraña el descanso como primer mandamiento. Pero un viaje, no importa su naturaleza, es también esfuerzo, ahínco. Cuando sales de tu hogar, sales de ti. Hay un extrañamiento en proceso. Tu rutina queda abolida y entra en juego el vapor de lo distinto. Apenas despertarte, tu mirada entiende que debe acoplarse a otro juego de relaciones con el mundo físico. Incluso si es un espacio conocido. Ya no estás en tu siempre. Los cinco sentidos lo saben.

 

Vacacionar debería ser también considerado un deporte.

 

Junto con mis hijos, mi pareja, y mis cuñados -regios anfitriones- viajo a Tampa por una carretera que no conoce curvas. La vía es una bala recta sin descanso. Una tempestad va borrando con mano rápida el paisaje. La Bahía de Tampa es denominada la capital de las tormentas eléctricas. Pero aún estamos a tres horas de allí. Conduzco por intuición mientras el cielo lanza una multitud de agua. Los relámpagos dibujan arabescos. Una sensación de vulnerabilidad me invade. Si estuviera en la Autopista Regional del Centro me devolvería. Es lo primero que pienso. Sería imposible sortear los baches y los delincuentes de la ruta. La tormenta dura hora y media y el gran espacio americano no deja de tragar agua. Delante de mí, en una camioneta, van mis cuñados y sus hijos. En su vidrio posterior hay dos palabras pintadas en blanco: “SOS Venezuela”. No han querido borrarlas a pesar de que la efervescencia de la protesta internacional ha cesado. Saben que Venezuela sigue en emergencia. Corrijo: en coma. El camino de Miami a Tampa dura cuatro horas y el paisaje que sigo es ese: una camioneta negra que ondea una frase de auxilio.

 

Llegada a Legoland, en Winter Haven, un parque temático basado en los pequeños ladrillos del Lego de mi infancia. Mis hijos se abisman mientras yo recuerdo que gracias a un juego de Lego descubrí el misterio del Niño Jesús. Un sendero nos conduce al mayor alarde del parque: ciudades enteras reproducidas en Lego (New York, Washington, San Francisco, Las Vegas). Pienso en las frágiles construcciones de la Misión Vivienda. Ese desbarajuste de la arquitectura de la prisa. El Niño Jesús: un espejismo entrañable. El Comandante Galáctico: el adjetivo autor de una estafa.

 

Parada en una bomba de gasolina. Mis hijos se asombran con la versatilidad de productos que hay en el local: “¡Aquí hay más comida que en un supermercado venezolano!”. Descuelgo un mohín de resignación. Los apuro en ir al baño. Y el país que se asoma en todas partes.

 

Próximo destino: Busch Gardens. Trescientos treinta y cinco acres de pura adrenalina. El parque de montañas rusas más salvaje de los Estados Unidos contiene a tres de las mejores del mundo. No es un buen sitio para mí. Hace tiempo renuncié al vahído de las caídas libres y los loops interminables. Las colas para cada roller coaster del verano en Florida son menos largas que las que persisten para comprar un pollo en un Bicentenario. Imposible no asociar cada montaña rusa con la crisis nacional. Sheikra, una de las novedades, posee una caída en picada alarmante. El calor me hace delirar y veo a Rafael Ramírez y Nicolás Maduro en el primer vagón. Primera bajada: la economía cae en noventa grados, el pueblo lanza alaridos.

 

El vagón sube: la delincuencia remonta. Rodríguez Torres habla de los cuadrantes de seguridad: la morgue colapsa. Otra bajada de pasmo: el dengue ataca, la chikunguya nos rodea, no se consigue Acetaminofén, prohibido decir socorro. Nuevos gritos. El vagón da vuelta en círculos, la Asamblea Nacional también. Nueva bajada, corta, inesperada: el petróleo se desploma, los pasajeros alzan los brazos para atenuar el vértigo. La montaña rusa asoma una O monumental, la oposición anda toda de cabeza. Cheetah Hunt es la mega atracción, te lleva de 0 a 70 millas por hora en segundos. Como el sacudón del dólar negro. Como la debacle económica. Hay giros de todo tipo, emociones fuertes, pies colgando en la nada, aceleraciones endiabladas. El país. Desafiando la gravedad y su ley.

 

Imagen: veinte monjes tibetanos, ataviados con sus túnicas naranja, hacen cola para una de las montañas rusas más altas. Los maestros de la meditación han decidido conocer, en cambote, la mayor fábrica de gritos del mundo.

 

San Petersburgo. La breve ciudad nos regala un domingo pintado por Monet. Parece que hubiéramos llegado a la orilla de la serenidad. No hay mejor antídoto contra el tráfago de gargantas heridas que deja Busch Gardens. La plaza que mira al mar es una postal exacta de la placidez. A pocas cuadras, hay un lugar de peregrinación: El Salvador Dalí Museum, según muchos, el mejor museo del estado de Florida. Entre óleos y acuarelas están algunas de sus obras cardinales. Los amantes del arte prefieren dar vueltas en esa montaña rusa que era el cerebro de Dalí, el mismo que dijo: “¡No podéis expulsarme porque Yo soy el surrealismo!”

 

Una ardilla merodea. Constanza, mi hija, pregunta al rompe: “¿Las ardillas tienen riñones?”. Al fondo, la gente se toma fotos al lado de los bigotes gigantes de Dalí.

 

Juan Villoro habla de “los atardeceres líquidos de Turner”. En Clearwater, de cara al Golfo, presencio uno. Lo guardo a doble llave en la memoria.

 

Regreso a Miami. La recta infinita. El graffiti blanco rebota en mis pupilas: “SOS Venezuela”. Durante cuatro horas más.

 

En la playa de Hollywood, Florida, estamos reunidos un grupo de venezolanos. La conversación toca los temas previsibles: ¿estamos cerca de la implosión social?, ¿se debió haber entregado Leopoldo López?, ¿Maduro es así por diseño o por fatalidad? Se acaba el hielo, pero no los temas. Mi hija asoma otra pregunta: “¿Por qué ustedes los adultos siempre están hablando del país?” Le explico. Y repone: “¿Si el país no estuviera como está de qué hablarían?” Trato de recordar qué conversábamos en otros tiempos. Sólo atino a responderle: “Te aseguro que antes éramos mucho más divertidos”.

 

La vida cabe en dos maletas. Eso ha comprendido un millón y medio de venezolanos en los últimos años. Cuando decides abandonar el país tu vida se reduce a dos simples maletas. No hay espacio para el apego. Sería exceso de equipaje. Sólo fotos: eso que llaman la memoria.

 

Ya mis hijos, a sus doce años, han iniciado los adioses. A un mes de haber terminado la primaria, Santiago despidió a uno de sus mejores amigos, que ahora vive en Miami. Lo visitamos en Doral. El parque donde nos encontramos posee cuatro canchas de fútbol y cuatro de basket. La grama parece un día de estreno. Dejo a mis hijos allí toda la tarde. Ese día hacen algo que ya no puede realizar ningún niño de clase media en Caracas sin poner en riesgo su vida: montan bicicleta. La infancia, como era antes.

 

Una gran amiga me envía una foto por whatsapp. Es una imagen de cajas embaladas. “Me regreso a Venezuela”, escribe. En mitad del éxodo feroz de venezolanos, alguien decide comerse la flecha. No pudo digerir el desarraigo.

 

“Los adultos desperdician las ventanas”, dice mi hijo en el avión de regreso. Tiene razón. Los niños saben volar mejor que los adultos. Le consagramos poco tiempo al idioma de las nubes. En mi caso, los aviones se han convertido en mi mejor salón de lectura. Es improbable ser interrumpido por el mundo exterior. Santiago pregunta por qué subrayo frases en el libro que leo, un texto estupendo -Los Ejércitos- del colombiano Evelio Rosero. Por la manera en que están dichas ciertas cosas, apunto. Por la belleza o la revelación. Y le leo algo. Sonríe. Descubre que es cierto. En una línea se habla de un silencio amarillo. A veces tiene color el silencio, eso descubre.

 

Entonces nos callamos. Y me pongo a ver la nada por la ventanilla del avión. Trato de volar como él.

 

El avión de Santa Bárbara despegó a la hora prevista. Los pronósticos eran desalentadores pues el día anterior, el mismo vuelo (10:15 pm) fue aplazado para el día siguiente (8:00 am). A la tripulación se le nota el milagro en la cara. Una azafata -con sorna- me dice que debería entrevistarlos para Los Imposibles: “Imposible que Santa Bárbara salga a tiempo”. Aterrizamos a la 1:30 am. Luego del trámite de inmigración se activa un misterio recurrente: la demora de las maletas. Siempre tardan más en viajar que sus dueños. Comienzan las rudas diferencias entre el primer mundo y la patria, patriaaa, patria queridaaaa! Nadie sabe por cuál correa llegará el equipaje. Las cinco máquinas están inertes, dormidas.

 

Las pantallas de información apagadas. Allí aún no ha llegado la noticia de que el vuelo aterrizó. La gente se esparce, busca adivinar, elige una correa o la otra, es como jugar lotería. Los pasajeros se disputan los pocos carritos para cargar el equipaje. Interactúan para hacer más llevadero el cansancio. Alguien lanza el comentario temido: “Abajo deben estar haciendo fiesta con las maletas”. Ese “abajo” es otro misterio. El ruego colectivo es que el equipaje aparezca completo.

 

Nadie entiende por qué la línea aérea nacional tiene un vuelo de regreso de Miami a las diez de la noche. Lo que te lleva a salir del aeropuerto de Maiquetía a las tres de la madrugada. Un horario suicida para subir a Caracas. Lo que viene, nadie lo sabe. Quizás mañana sea un día normal donde puedas ironizar sobre el cansancio de las vacaciones. O no. Quizás la muerte te esté esperando en cualquier curva para decirte bienvenido.

 

En Florida abundan las montañas rusas. En Venezuela también, pero no son un divertimento, sino vértigo existencial. La vuelta a la patria emociona y asusta. Cada noticia es una caída en 90 grados. Somos los fragmentos de un sobresalto interminable.

 

Leonardo Padrón

Un hombre rodeado de agua

Posted on: agosto 31st, 2014 by Super Confirmado No Comments

Apenas tenía doce años cuando, desde un ferry que iba a Margarita, su papá avistó la isla de Cubagua y le soltó a rajatabla: “A que no nadas de aquí hasta allá”. El hijo, con el desenfado de los adolescentes, le dijo que sí pero solo se quedó viendo con atención esa larga distancia azul. Justo veinticinco años después atravesaba a nado 63 kilómetros de mar abierto. Era la primera gran hazaña de Antonio Saint Aubyn, un cumanés de apellido francés y genes portugueses que todos llaman Toño y muchos sospechan que tiene más alma de anfibio que de humano.

 

Esta vez, dos años más tarde, decidió ampliar el desafío y, como si le hablara a su padre, se dijo: “A que ahora nado desde Margarita hasta Puerto La Cruz”. Estamos hablando de 105 Kms. Mucha agua de por medio. Dos veces y media la distancia del maratón de Nueva York. Algo que no había realizado nadie en Latinoamérica. Se preparó durante siete meses. Día tras día. Recorrió el trayecto por partes. Memorizó el comportamiento de la marea. Todo en paralelo a su trabajo en el colegio San Lázaro donde es instructor de natación de niños de edad pre-escolar hasta jóvenes de 18 años. Mientras adiestraba a los demás en su arte, su mente se zambullía en la enormidad de agua salada que separa la costa de Margarita de la arena del Paseo Colón de Puerto La Cruz.

 

Antonio Saint Aubyn está rodeado de agua desde los seis años de edad.

 

***

 

Vivir a dos casas del Polideportivo de Cumaná selló su destino. De paso, todas sus vacaciones fueron bajo agua, en la playa de Juana Josefa. Toño fue, como todo niño, fanático de los deportes, desde béisbol hasta kárate, pasando por ajedrez. Pero cuando tocó el agua por primera vez algún mandato interior lo convocó para siempre. Comenzó a ganar medallas con gula. Se quedó abismado ante el titular que anunciaba la medalla de bronce conquistada por Rafael Vidal en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles en 1984. La proeza fue lograda en la competencia de 200 metros mariposa. Toño, con solo nueve años, erigió a Vidal como su ídolo. 200 metros mariposa sería su prueba favorita llegando a ser campeón nacional en las categorías infantil, juvenil y máxima, para convertirse luego en Campeón Suramericano en Brasil en 1993. Replicaba a su héroe.

 

Luego vino la idea de las aguas abiertas. Un desafío totalmente distinto. Una necesidad de pasar más tiempo en el agua que en la tierra.

 

***

 

Su infancia fue el abono. Solía pescar con su abuelo en un bote y en cada regreso, ya relativamente cerca de la orilla, se lanzaba al mar para volver a nado. Poco a poco esas “lanzadas” fueron cada vez más lejos de la costa. Toño recuerda a su abuelo Jorge como un estímulo crucial. Les ofrecía a él y a un primo dos bolívares por cada medalla que ganaran en el colegio. Fueron tantas las medallas conquistadas por Toño que el abuelo “olvidaba” pagarle. Sino la ruina sería inminente.

 

Su primer aguas abiertas oficial fue el paso a nado de los ríos Orinoco y Caroní en 1992. Allí, desde Las Barrancas de Fajardo en Monagas hasta San Félix en el estado Bolívar, donde ambos ríos se juntan y forman un tumulto de remolinos, olas y turbulencias insospechadas. Novecientos nadadores suelen combatir el temperamento de ambos ríos. Ese año llegó en primer lugar absoluto y volvió a ganarlo dos años después. Compitió, incluso, con Soraya y Simón, sus dos hermanos. Lo ha hecho 22 veces. Un exuberante preludio para el mayor de los desafíos: nadar a pulso desde Margarita hasta Puerto La Cruz. Una proeza que iniciaría el 18 de julio y terminaría al día siguiente: 37 horas y 59 minutos después. Solo decirlo produce extenuación.

 

***

 

Ese día se levantó a las 4:30 de la madrugada. Apenas comió medio pan y algo de fruta. “La hora de la salida era a las 6:00 am, pero el autobús que habíamos contratado nunca llegó. Salimos a la Av. 4 de mayo a parar un micro bus público y allí nos fuimos para el puerto del Guamache, sitio de salida”, me cuenta. A las 7 am, finalmente, su cuerpo se sumergió en las aguas del Caribe y comenzó a dar brazadas a un promedio de 3,5 KPH. Lo acompañaban 25 personas en el mar. Un kayak, donde iban su entrenador y su hermano, marcaba la ruta. En una embarcación navegaba su esposa, azuzándolo, eufórica.

 

En otras, amigos, nadadores de oficio, alumnos, padres de sus alumnos, personal del Instituto Nacional de Espacios Acuáticos, una televisora de Cumaná (Telesol), dos médicos y cuatro jueces que vigilarían el cumplimiento de las reglas exigidas. En un dingui iba la hidratación y la comida. Todo el oriente del país estaba a la expectativa. En Margarita se apiñaron para verlo partir. En Puerto La Cruz la gente se ponía de acuerdo para irlo a recibir. No se hablaba de otra cosa. En los restaurantes, de una mesa a otra, se comentaba cuánto tiempo llevaba recorrido, cuánto le faltaba. Algo curioso: nadie pensaba que no lo lograría. Justo ese día yo estaba en Puerto La Cruz y la noticia revoloteaba a mi alrededor como un moscardón.

 

***

 

El agua salada se siente más liviana que la de una piscina, pero el resto es pura adversidad: las olas, los caprichos de la corriente, la monumental oscuridad de la noche y los animales marinos. No era clásica ruta de tiburones, aunque en ocasiones se habían reportado algunos. Un agua mala lo picó justo en la cara, pero no era precisamente algo que lo iba a sacar de su objetivo. Un puñado de delfines lo escoltaron en cierto tramo. A los 30 kms, frente a Punta Araya, un dolor se le estacionó en el brazo derecho. Desde entonces, las brazadas tuvieron que ser más cortas. Los médicos le procuraron analgésicos, pero el dolor nunca desapareció. Su único remedio fue una letanía: “Esta es mi oportunidad y no la voy a dejar pasar”.

 

Cuando llegó la noche, falló la planta eléctrica. La visibilidad fue totalmente nula. Tuvieron que recurrir a una solución casi artesanal: utilizar stops de bicicletas para iluminar la ruta. Toño nunca durmió. Se hidrataba cada 20 minutos. Se alimentaba con proteínas y carbohidratos en forma de gel. A veces llegó a comer sólido: tortilla española, tortilla de avena, pasas, cambur y un tubito de Ovomaltina. “Fue glorioso”, recuerda. El segundo día almorzó en alta mar una bandeja de pollo y pasta. Una ola gigante engulló el plato cuando apenas iba por la mitad. En dos ocasiones llegó a vomitar por culpa de un suero que le cayó mal. Ya tenía la piel arrugada de un hombre de 107 años. Habitar el agua tiene sus bemoles.

 

En estos desafíos comer, descansar, preguntar la distancia restante, tomar un respiro, bromear un poco, todo, se reduce a un verbo: flotar. No está permitido sujetarse a ninguna embarcación. En ese maratón de agua, supone uno, hay mucho tiempo para pensar. En su libro De qué hablo cuando hablo de correr, Murakami da una pista: “A menudo me preguntan en qué pienso cuando estoy corriendo (…) Mientras corro simplemente corro. Como norma, corro en medio del vacío. Dicho a la inversa, tal vez cabría afirmar que corro para lograr el vacío”.

 

El cumanés Antonio Saint Aubyn, ante la misma pregunta, responde algo equivalente. Se ocupa de nadar en la nada. Piensa poco. En la meta. En la próxima ola. En el frío. En el bendito dolor del brazo. En la meta otra vez. Siempre en la meta.

 

***

 

“¿Qué era lo peor que te podía pasar?”, le pregunto. “Rendirme”, responde sin tardanza. Confiesa que muchas veces el cansancio tomó la palabra y era entonces cuando el grupo que lo acompañaba le proporcionaba el suero del entusiasmo: “Vamos, Toño, sí se puede!”; “Te falta poco!”. Funcionaba. Algunos nadadores lo acompañaron en tramos cortos para darle apoyo psicológico. Era como una soledad en equipo.

 

Ya en la parte final de la travesía, de Mochima a Puerto La Cruz, la vida se le complicó otra vez. Debía ser el tramo más fácil, pero el mar decidió lo contrarió: “En los últimos 25 Kms tuve siempre la corriente en contra y un fuerte oleaje que me dificultó nadar con comodidad y me afectó el desplazamiento”. Alguien del grupo le mintió diciéndole que estaba cerca de la meta, solo para insuflarle arresto.

 

Algo imprevisto pasó. Se le sumaron infinidad de embarcaciones: yates, lanchas, peñeros, dinguis. Más de 80 personas. Todos en clave de solidaridad. Así lo cuenta Yvette Hernández Padrón, periodista que lo acompañó todo el trayecto: “Se sumó gente de Sucre y Anzoátegui, la selección de canotaje, el INEA, la Guardia Costera, el Gobernador, reporteros del Diario El Tiempo. Nuestro dingui era el motivacional: ´Vamos Toño, vamos Campeón!´. Así todo el tiempo. Difícilmente se borre de nuestra memoria lo que allí vivimos”.

 

Cuentan que un ferry detuvo su navegación un tiempo para no producir oleaje al paso del nadador. Todos abocados a colaborar con la imagen deseada: Antonio Saint Aubyn tocando tierra firme después de dos épicos días de nado.

 

Culminó la hazaña entre los gritos de una multitud. Abrazó a su familia, a sus amigos, caminó hacia la ambulancia, comenzó a temblar y se quedó dormido de repente. Había sufrido una crisis de hipotermia. Se despertó en el hotel ocho horas después, con un hambre pavorosa, totalmente insolado y una irreversible sensación de victoria.

 

Ya Antonio Saint Aubyn tiene claro cuál será su próximo objetivo. Justo el año siguiente, en la celebración de los 500 años de Cumaná. Por ahora es un secreto rodeado de agua.

 

***

 

¿Será que al país le toca mirarse allí? El mapa nacional es poco más que un mar de leva. Turbulencia pura. Remolinos. La otra orilla, la de la calma, se ve a demasiados kilómetros de distancia. Nos toca aprender de resistencia, bracear duro, saber flotar e hidratarnos cuando toca, pero sobre todo insistir, así nos tuerza la cara el dolor. Pensar en la meta. Nadar en la nada. Hasta conseguirlo todo.

 

“A que conseguimos reconstruir el país”, debe ser la letanía, el desafío, el reto mayor, en mitad del agua oscura que nos rodea.

 

Leonardo Padrón

Romeo & Julieta en el Sebin

Posted on: agosto 17th, 2014 by Super Confirmado No Comments

Gloria nunca imaginó que iba a conseguir su gran historia de amor en el tremedal de las protestas que surcaron al país durante el primer semestre del año 2014. Recuerda nítidamente el día que se acercó al campamento que se organizaba en Santa Fe. A fin de cuentas, esa era su urbanización, el sitio donde creció. Veía cómo algunos jóvenes llevaban colchonetas, carpas, comida. Bajó de su edificio con sus manos pintadas de blanco y su pancarta.

 

Esa vez apenas advirtió a Eitan, un joven bachiller que bajaba por el otro lado de la calle. Pero él sí se detuvo en ella. Tanto que días después coincidieron en el campamento y luego de abordarla le describió la ropa que llevaba la primera vez que la vio. Gloria negó ser ella. Solo quería constatar cuánto había reparado en su estampa. Coqueteaba de la forma elusiva que emplean las mujeres. Era el 4 de mayo. Justo esa noche ella cumplía 20 años. Ambos estaban en ese lugar movidos por la misma pulsión: solidaridad con los estudiantes detenidos por protestar contra el gobierno de Nicolás Maduro. El primer día que Eitan se quiso sumar, la mamá lo frenó en seco: “¿Para dónde vas tú?”. El replicó: “Mamá, ya yo tengo 18 años, estoy en mi derecho”. Gloria, por su parte, recibió una frase visionaria de su madre: “Gloria Stella, estás buscando lo que no se te ha perdido”.

 

***

 

No pertenecen a ningún partido político. Ella estudia diseño de modas. El ambiciona estudiar Ingeniera Mecánica en la UCV el año que viene. Ella tiene la cabellera negra y un carácter tajante. El tiene la mirada verde, una sospecha de bigote y una leve aura de inocencia. Ella participa en competencias de canto cada vez que puede. El trabaja en una tienda y es miembro activo de la Iglesia de Cumbres de Curumo. Ahora es que tiene edad para votar. Ella ya lo ha hecho dos veces.

 

Eitan cuenta el día que la Guardia le arrancó un amigo de los brazos. La tarde que –huyendo- traspasó un techo de asbesto y cayó de espaldas sobre un lavandero. O cuando el dueño de un solar los amenazó con una granada fragmentaria y terminó señalándoles una ruta de fuga. Habla con orgullo de cómo fue él quien le puso electricidad al campamento. Gloria recuerda a la señora que la ocultó en su casa una noche entera, sin siquiera conocerla. El enfrentamiento a piedras con los grupos paramilitares armados. Cada uno tiene sus anécdotas por separado. Hasta que vino la historia en plural.

 

***

 

La noche del cumpleaños de Gloria él le ofreció su carpa para quedarse en el campamento. Ella se negó, suponiendo que era una invitación demasiado directa. Pero no es ese su estilo. De hecho, hoy en día lo tilda de lento: “El es quedadísimo. Hasta tuve que decirle: ¿y tú no me piensas pedir el pin?”. Finalmente pasaron una noche juntos en la carpa. Un día después, una lluvia feroz los puso a prueba. El luchaba contra el vendaval, amarraba plásticos, se les empapó la ropa y la comida, a ella la picó un extraño insecto. Un pequeño desastre. Ella intentaba estudiar porque tenía examen al otro día. El parloteaba a cántaros. Se quedaron dormidos sin sospechar que ese 8 de mayo el ministro del Interior, Rodríguez Torres, había ordenado el desmantelamiento de todos los campamentos del país a una hora con sabor a emboscada: 3 am.

 

A Gloria la despertó un tumulto de manos zarandeando la carpa. Había llegado la Guardia del Pueblo. “Nunca en mi vida había sentido tanto miedo. Eran como 400 guardias contra 6 personas”, recuerda mientras hunde la mirada. La Guardia se concentró en los muchachos. Ella quiso escabullirse pero alguien la vio: “¡La femenina, agarren a la femenina!”. Ese era el término que usaban. Ambos cayeron detenidos.

 

En la acusación se habla de porte ilícito de armas e instigación al orden público. Ellos – juran con énfasis – nunca vieron una pistola 9 mm en esa carpa. “Libertad Santa Fe” fue el último campamento de la resistencia. De los detenidos esa noche sólo les dictaron privativa de libertad a Gloria y Eitan. Destino: 45 días de reclusión en el Sebin.

 

***

 

El 10 de mayo aun pernoctaban en el Comando de la Guardia del Pueblo, esposados uno al otro, lidiando con sus lágrimas y la larga noche que apenas empezaba. Eitan obedeció a un impulso y le preguntó a Gloria: “¿Quieres pasar el resto de tu vida conmigo?”. Ella se aturdió con tamaña frase. “¿En serio me estás preguntando eso?”. Aun ni siquiera eran novios. Luego del silencio que cabe en una hora él insistió, y Gloria –mujer siempre- demoró su respuesta hasta que le dijo que claro, que por supuesto. El teniente de guardia se burló de ellos.

 

Finalmente desembocaron en los calabozos del Sebin. El estaba en una celda donde había 9 jóvenes y luego se atestó con 17 detenidos. Ella en otra con cinco muchachas, incluida la líder estudiantil Sairam Rivas. Los dividía una pared. Estar separados les generó algo bastante parecido a la desesperación. A los dos días, un funcionario le entregó a Gloria una carta cuyo remitente estaba a cinco metros de distancia. Ella gritó de felicidad.

 

***

 

Mientras me relatan su historia sacan al unísono dos manojos. Son las cartas que se escribieron durante sus 33 días de cárcel. Es un momento inesperado. Gloria me extiende una carta de él, profusa, escrita en una letra menuda y atropellada. Allí Eitan derrama sin recato su amor. Habla de los hijos que tendrán. De la casa que hará con sus propias manos. De todo lo que habrá en cada habitación, del jardín posible, de la sala de juegos. Gloria sólo conserva cuatro de las muchas cartas que él le escribió. Por un equívoco lamentable su mamá quemó el resto. Eitan, por su parte, me acerca las veinte cartas exactas que Gloria le escribió, conservadas con un afán conmovedor. Son hojas atestadas de corazones y calcomanías, con una letra redonda y apasionada.

 

Dos manojos de cartas fabulosamente cursis. Con la edad perfecta para serlo. Como lo dijo Fernando Pessoa: “Pero al fin y al cabo/ sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor/ sí que son ridículas”.

 

***

En la segunda carta Eitan le propuso a Gloria otra forma de comunicación: la percusión. Cinco golpes a la pared significaban: “¿Estás ahí, estás bien?”. Cuatro golpes: “Te amo”. Tres golpes eran “te mandé algo”. Dos golpes: “recibido”. Los compañeros de celda no soportaban la frecuencia de sus diálogos de cemento: “¡Chamo, pareces un enfermo!”. A veces, fingían los golpes sólo para verlo corriendo hacia la pared, jurando que era Gloria llamándolo. Ya a esas alturas, tanto los funcionaros del Sebin como sus compañeros de celda habían asumido el arquetipo shakesperiano. “Te lo manda Romeo”, le decía un comisario a Gloria mientras le entregaba un chocolate. “Carta de Julieta”, anunciaba con complicidad algún empleado de limpieza mientras le daba a Eitan un minúsculo sobre que ella había armado con la página de alguna revista. Gloria confiesa: “Yo nunca en la vida había escrito nada”.

 

***

Un día un funcionario llamó a Eitan y le dijo que había interceptado una carta de Gloria para él. Se la leyó en voz alta: “Amor, te confieso que he tenido relaciones con funcionarios del Sebin. De hecho, he estado con dos al mismo tiempo”. A Eitan se le paralizó el rostro y el funcionario descolgó una carcajada. El humor, lo sabemos, también puede ser cruel.

 

***

 

El día que a Eitan le llegó la noticia de su excarcelación -gracias a los infatigables oficios del Foro Penal Venezolano- solo pensó en Gloria. Pidió despedirse de ella. Cuando le dijo que salía en libertad, Gloria sintió un desamparo monumental. Le sobrevino la magnitud de su soledad. No más golpes de amor en las paredes. No más el sonido de su voz al fondo de la otra celda. Sentía que la estaba abandonando. Eitan le aseguró que ella también saldría en las próximas horas. Y tuvo razón: al día siguiente llegó su libreta de excarcelación. Libertad bajo fianza. Hoy están sometidos a un régimen de presentación cada treinta días. El cargo por porte ilícito de armas continúa.

 

Mientras me cuentan su historia, Eitan no deja de voltear ante cada persona que pasa o se sienta en la mesa vecina al café donde conversamos. Se siente vigilado permanente. Gloria confiesa que sufre de rabia reprimida, que una pesadilla puntual la despierta a las tres de la madrugada, que más nunca ha vuelto a dormir con la luz apagada. Ambos están bajo terapia. Les hablan de shock postraumático: “Ya más nunca seremos los mismos”.

 

***

 

Hoy parecen una pareja de larga data. “Ella se obstina por todo”, apunta él. “El no me deja hablar”, justifica ella. Eitan: “Yo soy el Gandhi de la relación”. Gloria: “Tengo un carácter muy fuerte”. Son apenas noventa días de noviazgo. “Y los que faltan. Paciencia!”, acota ella, con un sentido de pertenencia mutua que implica aprender a convivir con los defectos del otro. Pero durante toda la conversación no se soltaron las manos. Gloria cuenta que le critican que se haya enamorado de un niño de 18 años. Como si fuera toda una señora de 20 años. Les reprochan la vehemencia: “Tienen tres meses y ya quieren vivir toda la vida juntos”. Ella argumenta que nadie sabe por lo que pasaron. Nadie. Fue mucho el miedo que experimentaron juntos. Y el apoyo mutuo. Inmenso.

 

Lo mejor de esta crónica es que el título es un exceso. No hay desenlace trágico. No hay veneno, ni equívoco, ni mortandad. En definitiva, no hay Shakespeare. En mitad de la furia de las protestas, los perdigones y las bombas lacrimógenas, nació una historia de amor. No hubo mejor antídoto para la pesadilla que vivieron por reclamar un mejor país.

 

Su madre le dijo aquella noche: “Gloria Stella, estás buscando lo que no se te ha perdido”. Encontró la cárcel y a Eitan Alberto del Campo García. Ambos mejor conocidos en los calabozos del Sebin como Romeo y Julieta.

 

Después hablan de los escritores de telenovelas. La vida imita a la televisión, dijo alguna vez Woody Allen.

 

Leonardo Padrón

 

El aniversario de los testarudos

Posted on: agosto 2nd, 2014 by Super Confirmado No Comments

Kapucinski dijo una vez que “la gente común conoce la historia del mundo a través de los grandes medios”. Por eso quiero empezar estas líneas con una infidencia que garantizo muy poco original: yo aprendí a leer al país a través de las páginas de El Nacional. Mi primer acercamiento a la tinta de un periódico tenía su logo, su nombre, su modo. Porque los periódicos tienen, sí, un modo de ser, una personalidad, una manera de conversar con sus lectores.

 

Yo podría dejar en claro mi apego por El Nacional a través de un copioso anecdotario. Refrendar la necesaria rutina de comprarlo todos los días. Intentar una lista de los grandes periodistas que han transcurrido a través de sus páginas. Hablar también del imprescindible Zapata, de la inolvidable columna de Cabrujas, de las irreverentes entrevistas de Nelson Hyppolite Ortega y Elizabeth Fuentes, de la camada de invalorables articulistas que han alimentado sus folios. Y pienso, por ejemplo, en el lirismo de Adriano González León, en la mordacidad de Juan Nuño, en la mirada analítica de nombres como Simón Alberto Consalvi, Milagros Socorro, Alberto Barrera Tzyska, Elías Pino Iturrieta o Tulio Hernández.

 

El inventario es mucho más extenso. Un largo orgullo de firmas. Podría hablar de los trabajos de investigación, de los reportajes incisivos, del deleite de los domingos embozado en sus tantos cuerpos. Incluso invocar la alegría que exhibí sin pudor cuando me publicaron mis primeros poemas en el Papel Literario. Podría proponer un empalagoso coctel de adjetivos para celebrar sus 71 años de existencia. Pero todos sabemos que esta vez cumplir años no ha sido fácil.

 

El periodismo venezolano tiene ya demasiado tiempo navegando en un exasperante mar de leva. Se ha sumido en una espinosa lucha contra un sistema de gobierno que le tiene alergia a la verdad, fundamento cardinal del periodismo. Hemos visto caer sucesivamente y en cámara lenta a medios de comunicación que fueron referencia y paradigma durante décadas. Los francotiradores del poder han afinado la puntería: primero la televisión, después la radio y ahora concentran su mirada en la prensa escrita. Disparan y ella se deshoja. Las rotativas crujen. Las cuerdas vocales de nuestros medios de comunicación se han ido quebrando, torciendo o cambiando de timbre. Somos un país que se está quedando afónico.

 

Hoy, El Nacional, más que un periódico, parece una isla. Una sala de de redacción llena de testarudos que insisten aferrados a sus computadoras y principios. Celebrar el aniversario de este periódico hoy no tiene las mismas connotaciones que hace diez o veinte años. En rigor se celebra, además de una persistencia, un acto de coraje. Eso que también se puede llamar coherencia. Mientras alrededor contemplamos la dolorosa metamorfosis de medios que fueron referencia del periodismo independiente en Latinoamérica, El Nacional asume, con los riesgos que implica, nadar a contracorriente. Y se está quedando cada vez más solo.

 

Hoy el periodista en Venezuela es una suerte de perseguido político. Uno de los villanos del elenco, según el criterio novelesco del régimen. Pocos llegaron a imaginar que, en pleno siglo XXI, la figura del periodista venezolano fuera tan satanizada, hostigada y amenazada. La historia lo ha dejado claro: manipular a la opinión pública es parte de los mandatos de toda revolución socialista para sobrevivir a su propio anacronismo. Sin duda, el periodismo siempre ha sido incómodo para el poder. Su afán de registrar hasta encontrar perturba siempre a los gobiernos de turno. Su necesidad de confrontar, de opinar, de burlar la censura – esa que nace por decreto, por mampuesto o por coacción- es una premisa ética. Un periodismo que calla no es periodismo, es ofensa. Un periodismo sumiso no es cátedra, es cortejo y carantoñas. Un periodismo que no interpela es sinvergüenzura y complicidad. Un periodismo que se vende o claudica no es periodismo: es negocio, miedo, transacción.

 

Ciertamente, decir la verdad nunca había sido tan peligroso como hoy, pero tampoco tan apremiante. Urge reflexionar sobre el rol histórico que está jugando el periodismo en la actualidad. La revolución de los tres apellidos, bolivariana, socialista y chavista, ha decidido cerrar gradualmente las brechas por donde se cuelan las grandes verdades. El Nacional es hoy una rendija amenazada. Posee la responsabilidad de haber ayudado a construir la memoria colectiva del país y por eso no puede abandonar el compromiso que tiene con sus lectores. Contar lo que está pasando: esa es una misión a la que no puede renunciar.

 

El periodismo es un oficio de alto riesgo, pero mucho más en un país donde la libertad está en vías de extinción. Se procura imponer la verdad oficial del régimen, una versión donde estamos repletos de pasajes aéreos, justicia, baterías para carros, harina precocida y derechos humanos. En esa versión del país no hay sangre en las calzadas, ni presos políticos, ni carestía, ni falta de divisas. Es el país ficticio que hoy postulan tantos medios. La muy indecorosa hegemonía comunicacional.

 

Volviendo a Kapucinski, él decía que los cínicos no sirven para este oficio. Pero sirven para comprar periódicos enteros, implantar líneas editoriales, censurar artículos, masacrar la nómina, e incluso, disfrazarse de antipoder. Hoy es el momento histórico de las excepciones. Por eso, aun en la mayor anorexia de páginas que ha vivido en sus 71 años de existencia, El Nacional insiste, con su largo equipo de testarudos, decidido a no defraudar nuestro acto reflejo de buscarlo en todas las esquinas del país apenas el sol nos toca los ojos.

 

Leonardo Padrón

Después

Posted on: junio 22nd, 2014 by Laura Espinoza No Comments

En Venezuela, la vida es un después.

 

Nuestro talante ciudadano tiene una tajante línea divisoria: antes y después de Chávez. Nadie escapa a la certeza de que, después de lo ocurrido durante estos años, nunca seremos los mismos.

 

Muchos apuestan por el país que surgirá después del ocaso de la revolución bolivariana. Otros piensan que no habrá después. Que la semilla del chavismo es invulnerable.

 

Perdimos la opinión que teníamos de nosotros mismos. Ha quedado al descubierto que nos hemos sobrevalorado. En el mismo gentilicio donde creíamos que reinaban el humor, la generosidad y la concordia también hacen fiesta el odio, la violencia y el rencor.

 

Caídas las máscaras, ahora somos un después.

 

Tamaña tribulación.

 

***

Una mañana, en mi breve viaje a Miami, visité un local de comida criolla. Son muchos los exiliados que han sobrevivido apelando a la nostalgia del paladar. La gastronomía también es un pasaporte de regreso. Al entrar al sitio veo a una joven que limpia las mesas con afán. Me saluda y, sin mediar protocolos, me cuenta su vertiginosa historia. Tiene apenas tres meses en territorio norteamericano. Se fue al rompe. Vivía en pleno Chacao, allí donde pastaron las bombas lacrimógenas y las guarimbas durante semanas eternas. La vida se le convirtió en un sobresalto. No solo era así la permanencia en el hogar, sino el ejercicio de su vocación. Trabajaba en el Ministerio de Finanzas y había manifestado varias veces su desacuerdo con ciertas políticas. Craso error. Le comenzaron a hacer la vida imposible. Se sintió emboscada entre su trabajo y su casa. No conseguía aire limpio para respirar. Agarró de la mano a su esposo e hijos y saltó al exilio en caída libre. Hoy espera la aprobación de su estatus como asilada política. Es economista, con sólidos estudios de postgrado. Con un coraje admirable, reconstruye su vida en una ciudad que se ha hecho experta en hospedar urgencias. Por ahora, esa joven mujer limpia mesas, con una dignidad a prueba de balas y prejuicios. Después, estrenará su nuevo destino.

 

Esa es una de tantas historias. Miami, Houston, Toronto, Santiago de Chile, Bogotá, Sidney. En todas partes estamos. Construyendo un después.

 

***

Consuelo nació en revolución. Aprendió a decir camarada, pintar banderitas y aplaudir a Fidel antes de llegar a los quince años. Sus padres se descolocaban al oírla hablar así, pues nunca confiaron en los barbudos de Sierra Maestra. Pero aprendieron a callar mientras su hija se convertía en odontóloga. Años después, Consuelo sintió asfixia, claustrofobia. Quería salir de la isla. Inventarse otra vida. La oportunidad se la presentó Venezuela a través de la Misión Barrio Adentro. La idea era vivir en una barriada popular y prestar sus servicios profesionales a la comunidad. Eran trabajos simples: extracción de cordales, reparación de caries, limpiezas dentales. Su nueva vida comenzaba. Al principio se asombró de la variedad de productos que ofrecían los supermercados y la vistosidad de los centros comerciales. Pero después todo empezó a cambiar. Durante cuatro meses vivió prácticamente en toque de queda: el consejo unánime era evitar la noche caraqueña. La paga era realmente exigua y a veces pasaba días donde solo comía pasta. Desde Cuba vigilaban sus movimientos. Limitaron al extremo su vida social. La claustrofobia volvió. Se decidió. Buscó la gente adecuada. Hizo una inversión riesgosa de dinero y logró huir del país a través de una peripecia esencialmente clandestina. Llegó a Estados Unidos, consiguió varias manos solidarias y desde hace tres años ejerce su profesión. La sensación de asfixia cesó.

 

La frase que detonó su rebelión fue: “Después de Cuba, ¿otra vez Cuba?”.

 

***

 

4:30 pm. Las distintas vías de acceso a FIU (Florida International University) están abarrotadas. Tres son las razones: 1) La remodelación de una de las entradas; 2) El acto de graduación de una larga camada de estudiantes y 3) La celebración, gracias a Venezuelan Studies Initiative, de una charla a cargo de César Miguel Rondón, basada en su libro Armando el rompecabezas de un país. Llegar hasta el lugar se convierte en un embrollo que, como compensación, me permite recorrer a pie los soberbios jardines de la universidad. El recinto académico lo plena un abundante grupo de venezolanos. Muchos de ellos ya tienen años instalados en el sur de la Florida y han convertido ese enorme sol que apenas descansa en su nueva respiración. Estudiantes, académicos, profesionales de diversas áreas, están allí para asomarse, a través de la ecuánime voz de Rondón, a un enjundioso diagnóstico del país. Más allá de la distancia, todos quieren descifrar el momento histórico que vivimos y poner en orden su apuesta por la comarca original. Temas centrales como la política, la justicia, la economía y los valores van dibujando su comprometida silueta a través de un ensamble de voces expertas que César Miguel ha entrevistado en su ineludible programa radial. El saldo que se bosqueja al final es inquietante. Tanto, que la salva de preguntas no tarda en activarse. Sus respuestas y pronósticos no eluden panoramas escabrosos, no trazan espejismos. A pesar de eso, su coda es la que sólo puede destilar un optimista crónico y se emparenta con las palabras últimas del prólogo del libro: “El rompecabezas se ESTÁ construyendo, la acción es continua y no acepta pausas. Es decir: nos implica, nos convoca y nos compromete a todos. Sin excepción”.

 

Después de la desazón, bienvenida la acción.

 

***

Leo Un ángel impuro, la más reciente novela de Henning Mankell. Su protagonista, Hannah, después de una compleja travesía, termina regentando el burdel más famoso de una región hostil de África. Un día, una pulsión inexplicable la lleva a escribir lo que ocurre en su interior. La primera frase que se atrevió a anotar fue: “Anoche soñé con lo que ya no existe”. Me detuve en esa línea, me sedujo su enigma, su olor a misterio. La subrayé y sentí la necesidad de expandir su belleza en las redes sociales. Pero entendí lo que iba a pasar. Preví los comentarios que los usuarios de Twitter harían. Efectivamente, surgieron a mares las acotaciones que enlazaban la frase al mástil de la realidad nacional. “Anoche soñé con lo que ya no existe” estimuló respuestas como: “Con la libertad/ con el papel tualé / con la democracia/ con la luz eléctrica/ con Venezuela”.

 

Después del tajo que somos, hasta la literatura se decodifica de forma tendenciosa. Habitamos la impureza. El lenguaje es también una quejumbre.

 

***

El miércoles 18 de junio, mientras muchos veían el juego donde Chile eliminaba a España del Mundial, un turista alemán era eliminado del mundo por la metralla de un delincuente venezolano a las puertas de un hotel cinco estrellas.

 

Saldo: dos muertos, dos heridos, y un nuevo estupor nacional. En la noche, en cadena televisiva, el presidente refiere el caso como “extraño” y pone tonito. Tonito y mirada. Le faltaron un verbo y dos esdrújulas para achacarle el crimen a la oposición.

 

El sábado anterior asesinaron a un hombre a las puertas del Arizona Grill, un restaurante de El Rosal. La noticia relata que había llegado con su familia a almorzar al local y minutos después salió a la calle a atender una llamada telefónica. Dos hombres arribaron en una moto, el parrillero se bajó y lo sacó de la vida con varios disparos.

 

Ambos hechos nos recuerdan la alta tasa de mortalidad que poseen las aceras de nuestro país. La calle puede ser también nuestra tumba. Lo sabemos. Somos mucho más hogareños que antes. Hibernar es una obligación, un acto de inteligencia. Las especies siempre buscan sobrevivir.

 

Una de las razones menos señaladas por la que tanta gente decide emigrar es para recuperar su relación con el aire libre. Hace semanas cenaba con mi pareja y un par de amigas en un restaurante en Doral, Miami. La conversación era tan animosa que prácticamente acompañamos a los dueños a cerrar el local. Prolongamos la tertulia en la acera. Habíamos cruzado la frontera de la medianoche, la calle estaba solitaria y de pronto me di cuenta de que estaba viviendo una experiencia que ya no recordaba: conversar al aire libre, parado en una esquina, obsequiado por la brisa nocturna, sin prisa en el diálogo, sin esperar el bufido de un delincuente.

 

El miedo. Eso somos hoy. Miedo que respira, que se atasca en el tráfico, que se cuela en las palabras. “El miedo es una fuente de trabajo extraordinaria”, dice un personaje de Mankell. El autor sueco agrega un dato para redondear: “Se había convertido en un empresario del sector del miedo”. Y, una vez más, es imposible no insertar esas líneas en el mapa nacional. El régimen ha hecho del miedo su mejor plan de gobierno.

 

Después de 25.000 muertos en un año, solo reina el humo del miedo en la calzada.

 

***

Después de tantos discursos prometiéndonos el paraíso para luego aterrizar en el desagüe. Después de más de 3.000 detenidos por invocar sus derechos. Después de 42 epitafios escritos en sangre y protesta. Después de una metra en la orilla del ojo de un estudiante y una larga lista de torturados. Después de la prisión y el acoso a líderes políticos. Después de expulsar de la televisión a un popular y crítico humorista. Después de la oscura intimidación al venezolano que ejerce su albedrío de no ser “revolucionario”. Después de tantos anaqueles vacíos, tantas aerolíneas despidiéndose, tanto falso magnicidio. Después de convertirnos en una abundante escasez.

 

Después del infierno, ¿qué paisaje seremos?

 

Apenas tengo una certeza irrenunciable:

 

Después del país, siempre el país.

 

***

Dice Luis Enrique Belmonte: “Que mi patria es el botón verde/ sobre la corteza del árbol que retoña/ después de un grave incendio”.

 

LEONARDO PADRÓN

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