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Nace la República, 1830

Posted on: octubre 3rd, 2023 by Super Confirmado No Comments

 

 

En su obra seminal, El hombre y la historia, que estima de ensayo sobre la sociología venezolana el autor, José Gil Fortoul (1861-1943) y que publica en París en 1896, intenta explicar –tal como deberíamos hacerlo nosotros en el presente– el estado de la república.

 

 

Apela, desde el principio, al contrapunteo con otro venezolano de excepción e ilustrado de la época, J. Muñoz Tébar (1847-1909), quien en 1891 publica en Nueva York su texto Personalismo y legalismo, a fin de predicar cómo las leyes y las religiones influyen en aquellas; a lo que de entrada argumenta Gil que, si ello fuese así, el comportamiento de no pocos conquistadores nuestros hubiese sido más civilizado.

 

 

Agrega, seguidamente, lo que acaso nos es genético y determinante en cuanto lo venezolano y que la fatalidad luego nos impone llegado el siglo XXI, al afirmar que “no es el hombre cosmopolita por naturaleza”. Y prosigue, al decir que “muéstrase cosmopolita el hombre, solamente cuando ha llegado a una civilización muy avanzada, cuando la ciencia, el arte y la industria le han hecho capaz de neutralizar fácilmente o modificar las condiciones del medio que amenazan su salud y su vida. No habría determinismo en lo venezolano, en suma, salvo la afirmación de que el espacio y el tiempo –lo lugareño– es lo natural o connatural a su especie humana.

 

 

Esa fue, cabe decirlo, la mejor herencia trasladada por el español a América y que marca a los orígenes venezolanos, pues a la par de la monarquía la organización pública de la península y la nuestra fue esencialmente localista y municipal. “La vida local se desarrolló ampliamente en las tierras de Indias, como una consecuencia y objetivo de la obra colonizadora… La constitución de una ciudad –la primera en Venezuela es Nueva Cádiz– en Indias, se completaba con el establecimiento de su régimen local o municipal, que representaba el remate institucional de fundación ciudadana”, explica José María Font, catedrático de Valencia (José Tudela, editor, El legado de España en América, I, 1954).

 

 

Hoy, al espacio y al tiempo se le oponen tendencias de aniquilación que privilegian lo virtual y cultivan la instantaneidad; por lo que siendo éstas un logro inequívoco e inevitable de la ciencia posmoderna, al cabo, desbordadas, apagan todo síntoma de cultura en evolución.

 

 

Vuelve otra vez Gil Fortoul a Muñoz Tébar, así, para razonar sobre la tesis de este e ir avanzando sobre el diagnóstico de lo venezolano. “La causa única de las desdichas políticas en las repúblicas hispanoamericanas –dice este– es que en ellas sólo ha habido gobiernos personalistas, sostenidos por pueblos personalistas, lógica consecuencia de las costumbres españolas que heredamos y que no cambiamos cuando cambiaron nuestras instituciones políticas”, afirma Muñoz. A lo que Gil discierne precisando lo que sigue: “Empezó la evolución histórica de Venezuela con la guerra entre la raza española y la raza india, guerra que ocasionó, una vez destruida o domada la población indígena, la adaptación del régimen autoritario que es característico, sino de toda la nación española, sí de los españoles que realizaron la conquista”. Y agrega que, “al cabo de tres siglos, formada ya otra raza por la mezcla de españoles, indios y negros, estalló la guerra de la Independencia, que determinó la constitución de una nueva nacionalidad y de un nuevo Estado político, diferentes una y otro de la raza conquistadora y de la raza conquistada, pero conservando en su temperamento y costumbres la influencia de los elementos étnicos primitivos.”

 

 

Sobre dicho anclaje, el autor que releemos cuestiona la predica de no pocos historiadores y publicistas venezolanos, a cuyo tenor desde la hora inaugural de la república, a partir de 1830, pugnan dos visiones doctrinarias y partidarias, una liberal y otra conservadora; reflejos –cabe agregarlo– de ese ser que somos los venezolanos y es fatalmente inacabado.

 

 

Mas hace suya, Gil Fortoul, la tesis de Domingo A. Olavarría (1836-1898), plasmada en el Estudio Histórico Político que publica en Valencia, Venezuela, en 1893: “Los verdaderos liberales de Venezuela han sido los que llevan los apodos opuestos; pero los llamados liberales han tenido la habilidad de tomarse insistentemente ese calificativo … al paso que los otros han incurrido en la candidez de dejarse apostrofar al gusto de sus contrarios” se lee. No por azar se le atribuye a Antonio Leocadio Guzmán, padre del general Antonio Guzmán Blanco, al decir que era liberal pues sus opuestos se dicen conservadores; que de lo contrario él sería conservador.

 

 

Se fijó así la primera línea divisoria de voluntades entre los venezolanos de la época: Conservador es el “hombre perteneciente a una familia distinguida por sus antepasados, por su riqueza, por su ilustración o por sus simpatías hacia todo gobierno fuerte, despótico o cruel, y Liberal, y desde el 58 hasta el 70, federal, quería decir: hombre sin ideas políticas fijas, poco respetuoso de la ley, enemigo de la clase más rica o más instruida y amigo de las clases populares, inclinado al militarismo y a los cambios frecuentes de leyes y gobiernos”.

 

 

Visto esto serían unos cabales liberales –observando a lo actual– los gobiernos venezolanos entre 1999 y 2023, pues para éstos han sido conservadores y oligárquicos los gobiernos democráticos que cubre el tiempo del Pacto de Puntofijo (1959-1999). Ello, a pesar de que quienes los encabezaron, todos a uno, fueron ajenos a la élite mantuana, de clara extracción popular e ideas apropiadamente liberales.

 

 

Casualmente, es ahora y en este tiempo, en curso de cumplirse las dos centurias del nacimiento de la república, cuando se insiste en demonizar al general José Antonio Páez, un lancero de los llanos y primer presidente de la república de 1830, tachándole como reo de traición al Padre Libertador, Simón Bolívar; éste, heredero de familia criolla rica y extracción monárquica, formante de la aristocracia caraqueña, a saber, la misma que prosterna y entra en querella, por sus dudosos orígenes sociales al padre del Precursor, Francisco de Miranda.

 

Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

La Venezuela germinal

Posted on: septiembre 25th, 2023 by Lina Romero No Comments

 

A un año del 19 de abril de 1810, fecha que fijará la emancipación política de Venezuela, la Gaceta de Caracas muestra la nómina de los 74 vecinos del Departamento de la Ciudad de Caracas a la que se suman el comandante, oficiales y sargentos del Batallón de Veteranos, quienes hacen donativos con motivo de la “Invasión intentada por Miranda” para frenarla. Asimismo, para atender las urgencias del Estado en Europa. Se trataba, en el último caso, de auxiliar a los hermanos españoles enfrascados en la guerra de independencia llamada “la francesada”, respuesta coaligada de España y el Reino Unido ante la invasión napoleónica a partir de 1808.

 

 

Entre los que se suman a la causa de rechazar que Napoleón Bonaparte impusiese el reinado de su hermano José I en defecto de Carlos IV y su hijo Fernando VII y a la par conjurar el intento precursor libertario mirandino, cuentan el Conde de S. Xavier, Juan Javier Mijares de Solórzano y Pacheco; el Conde de la Granja, Vicente Melo de Portugal y Heredia; y el Conde de Tovar, Martín de Tovar y Blanco, cabezas de la nobleza caraqueña. El último, cuñado del Conde de S. Xavier, en yunta con su suegro Juan Nicolás de Ponte y Mijares de Solórzano, a la sazón son quienes lapidan socialmente a Santiago de Miranda, padre de Francisco, acusándole de “mulato, encausado, mercader, aventurero, indigno”, como lo cuenta Arístides Rojas.

 

 

Lo que importa saber es que a la semana de instalada la Suprema Junta que vino a gobernar a Venezuela con el título de Alteza y de la que es miembro el hijo del Conde de Tovar, Martín Tovar Ponte, tal “cuerpo depositario provisional de la Soberanía” recibe ofertas dinerarias de hacendados y ganaderos libres de prosapia. Otro es el tiempo. Allí están los Malpica, los Santana, los Cabrera, los Ugarte, los Martínez. Hasta un Juan Álvarez, sin precisar límites, ofrece “su persona, y todo cuanto tiene” para que llegue a buen puerto la experiencia emancipadora.

 

 

Ese proceso, animado celosamente por la idea de la libertad –a la que después se negará el Libertador Simón Bolívar desde Cartagena, en 1812, por considerar que no estábamos preparados para tanto bien– tuvo conceptos precisos. Encuentran parentela con el pensamiento de Miranda, ya que rechaza toda posibilidad de jacobinismo a propósito de la brega por la Independencia que le sigue.

 

 

¿A qué libertad se aspiraba y cómo se la entiende?

 

 

“Cuando las sociedades adquieren la libertad civil que las constituye tal es cuando la opinión pública recobra su imperio y los periódicos que son el órgano de ella adquieren la influencia que deben tener en lo interior y en los demás países donde son unos mensajeros mudos, pero veraces y enérgicos, que dan y mantienen la correspondencia recíproca necesaria para auxiliarse unos pueblos a otros”, se lee en la Gaceta de Caracas de 27 de abril de 1810.

 

 

Los redactores de esta precisan, aquí sí, que estarán “lejos de nosotros aquellos talentos desgraciados y turbulentos que nacieron para el mal de la sociedad”. ¿A quiénes se refiere?

 

 

La Venezuela de 1810 es una Venezuela esencialmente reformista, ajena a la ambición desmedida pero no de quietud, pues cree que “una tranquilidad completa y una sangre fría inalterable” son los síntomas de esa indiferencia moral que sólo puede producir “un frenesí revolucionario”. Y es cuando los pueblos, lo señala dicha narrativa, “cae en un letargo y se duerme bajo el sable del despotismo militar”.

 

 

De modo que, claras nociones para rehacer a una sociedad que aspira a su madurez y entiende llegado el instante propicio, las hubo, como la mencionada “libertad de imprenta”, como se la titulaba y a la que antecede otra cuyo génesis cristaliza durante el alzamiento caraqueño contra la monopólica Compañía Guipuzcoana que lidera el comerciante canario Juan Francisco de León en 1748. Se le castigará severamente y su casa sita en La Candelaria es derrumbada y su suelo sembrado de sal, situándose allí el poste de la ignominia.

 

 

Aspiran los repúblicos de 1810 a “que los primitivos propietarios de nuestro suelo –los indígenas– gozasen antes que nadie de las ventajas de nuestra regeneración civil”. Son cuidadosos al advertir –lo dice la proclama de la Junta dirigida a “las provincias unidas de Venezuela” invitadas a sumarse a la causa, a las que se les pide más que unidad espíritu de “fraternidad”– que pocos han asumido el poder por “la urgencia y precipitación propias de estos instantes” y para la seguridad común, pero convencidos de que sostenerla sería una “usurpación insultante”. Por lo que proponen, en lo inmediato, apelar a un mecanismo representativo que les someta a “la obediencia debida a las decisiones del pueblo” y “con proporción al mayor o menor número de individuos de cada provincia”.

 

 

Por encima de todo, lo que ata como ideario al movimiento germinal de la Venezuela emancipada, condicionante del resto es, justamente, el reconocer y reclamar como derechos sagrados los de la humana naturaleza, a fin de “disponer de nuestra sujeción civil” y forjar una común “autoridad legítima”.

 

 

La enseñanza no se hace esperar. Es pertinente a lo actual venezolano. La predicada fatalidad del gendarme necesario o del césar democrático que enraiza en nuestro subconsciente con la prédica de Laureano Vallenilla Lanz, plagio de la literatura francesa bonapartista, es ajena a nuestro ser y orígenes. La instalan Bolívar y su relato, obra de las circunstancias sin lugar a duda y la inevitable guerra fratricida cuyo saldo ominoso explica a su tío, Esteban Palacios, desde el Cuzco, en 1825: “Usted se preguntará a sí mismo ¿dónde están mis padres?, ¿dónde mis hermanos?, ¿dónde mis sobrinos? Los más felices fueron sepultados dentro del asilo de sus mansiones domésticas; y los más desgraciados han cubierto los campos de Venezuela con sus huesos; después de haberlos regado con su sangre…”, reza su Elegía. Y la razona arguyendo la justicia, no la libertad.

 

 

 Asdrúbal Aguia

correoaustral@gmail.com

Detrás del Esequibo, la ciudad de oro

Posted on: septiembre 18th, 2023 by Lina Romero No Comments

 

Los apellidos Schomburgk y Mallet-Prevost permanecerán atados a la historia del despojo territorial –“mar de selvas” entre el río Esequibo al este y las bocas del Orinoco al oeste– que sufren los venezolanos a manos de los ingleses y en colusión con el Imperio ruso. El Laudo Arbitral de París de 1899 marcó el hito que vino a cerrar un largo ciclo de proezas y de mitos que motivaran a poetas, historiadores, cronistas, juglares y plumarios de todo género en el crepúsculo de la edad isabelina.

 

 

Concluido el siglo XVI se publicaba Venus y Adonis en honor de la reina, cuyas máscaras consideraba Shakespeare como el “símbolo de lo evanescente”. Así nos lo explica Enrique Bernardo Núñez, integrante, junto a Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorry, Antonio Arráiz, Fernando Paz Castillo, Augusto Mijares, Andrés Eloy Blanco y otros, de nuestra luminosa generación posmodernista de 1920.  Es el autor del acabado e insuperable ensayo Tres momentos en la controversia de límites de Guayana (1947) y del texto Orinoco (Manoa, la Golden City) que motiva estas notas.

 

 

Desde el siglo mencionado, en efecto, prende el propósito de la penetración británica en tierras españolas tras las informaciones que reciben sobre ciudades más opulentas que las del Perú, situadas en Guayana.  Hablan de la sede imperial Manoa o la ciudad de oro sobre el lago Parima, que el imaginario sitúa entre los ríos Orinoco y Amazonas. Las crónicas de los expedicionarios refieren a la “ciudad coronada de torres” que podía verse ascendiendo al Roraima y en el punto más alto de las montañas de Paracaima.

 

 

En el mapa que traza Sir Walter Raleigh o Guaterral como le llaman los españoles –refiere Núñez– se hace referencia a esas torres de oro frente a un lago salado de doscientas leguas, semejante al mar Caspio, pero que el descubridor inglés no logra alcanzar. Es El Dorado que se destaca en la serie de mapas elaborados en Europa a partir de 1538 (Mercator) y 1598 (Ortellius), recopilados por la Comisión que en el tardío año de 1896 designa el presidente de Estados Unidos a pedido de Venezuela, para precisar sus derechos soberanos frente a Inglaterra.

 

 

Raleigh se empeña en la proeza. Llegar a Manoa le obsesiona. La inicia en 1595, encontrando previas noticias sobre El Dorado con un enviado suyo que antes visita a las Canarias y al llegar a Trinidad hace preso a su gobernador, Antonio de Berrío. Quema la ciudad. Los caciques de la isla le visitan y le hacen ver los tormentos que sufren a manos de los españoles y de los que este se aprovecha.

 

 

Berrío le habría comentado sobre las expediciones españolas de Pedro de Ursúa llegado desde Perú, Diego de Ordaz, Jerónimo de Ortal, entre otros, y le habla de los Guayanas, de las estatuas que construían y sus armaduras de oro y plata, advirtiéndole, no obstante, sobre las miserias que le esperaban.

 

 

“El imperio de Guayana” está destinado para la nación inglesa, se dice Raleigh. Y en eso trabaja y por ello muere. Su razonamiento es que, si la pobre monarquía española se convirtió en gran potencia, Inglaterra podría hallar mayores recursos en Guayana, por poseer más oro que el resto del Nuevo Mundo.

 

 

Se le acusará de complicidad con España y hasta se le condena a muerte, pero se le suspende, permitiéndosele organizar otra expedición en 1617. Insiste en llegar a esas áreas vírgenes de las que supo cuando recaló en el Puerto de los Españoles o Puerto España. Y después de un oneroso esfuerzo para trasvasar las venas del delta del grande Orinoco recala allí donde divisa “una montaña de color oro y otra de cristal parecida a una torre perdida en las nubes y de la que se desprende un río con terrible clamor, como si mil campanas tocasen a un tiempo”, escribe en su relación. Vio, efectivamente el Salto del Ángel y acaso el de la Llovizna: “río de aguas rojas del cual se puede beber agua a mediodía” y saltos que caen con tanta furia que “el agua forma como una columna de humo”. Allí se encontró – cree – con pueblos Ewaipanoma que llevan “ojos en los hombros, entre los cuales les nacen cabellos, y la boca en medio del pecho”.

 

 

Encontró a Topaiari, rey de Aromaia, que frisaba 110 años y quien le entrega su hijo, llevado a Londres. Antes le pide “indicarle los pasajes más fáciles para entrar en las áureas tierras de Guayana”. Le halaga su poder para diferenciarse de los españoles. Pero aquél le exige olvidar a su país, para que le evite males mayores.

 

 

Es el trecho que, pasados los siglos quiso culminar Schomburgk, quien inventando sobre sus mapas linderos que trasvasan hacia las profundidades de la actual Venezuela, descubre en 1837 una flor que llama Victoria Regis en el río Berbice. Será el símbolo inaugural del largo reinado victoriano.

 

 

Los sabios del pasado siglo, según lo refiere Núñez, hablaban de ese Dorado o Manoa como disparate geográfico. “La república también proscribe los mitos”, afirma. Sin embargo, en el Almirantazgo Británico es lo que pesa y lo que le anima desde cuando se inicia el litigio arbitral, apoyados en el romántico viaje de Raleigh.

 

 

Mallet-Prevost, abogado de la causa venezolana en el equipo de Estados Unidos que nos defendiera en París, cuyo memorándum póstumo hizo posible reactivar la reclamación tras el infamante Laudo, recuerda el peso que tuvo ese mito, el de El Dorado o Manoa, durante las sesiones del tribunal. El abogado británico, frustrado, no lograba ver sobre el mapa de Visscher a la vieja ciudad.

 

 

Entretanto, el general Guzmán Blanco busca cerrarle el paso a la delirante ambición británica. Le entrega antes al norteamericano Cyrenius Fitzgerald una gran extensión entre el Delta y el Esequibo que luego traspasa, extrañamente, a un inglés, a George Turnbull.

 

 

 

 

 Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

El teatro de la democracia

Posted on: septiembre 11th, 2023 by Lina Romero No Comments

Esperanza Guisán (2000), intelectual española, quizás observando la tendencia hacia la politización –en nombre de la antipolítica– de todos los actores sociales, y prosternando ella el argumento clásico de la división del trabajo que obliga a la representación de lo político, reclama la falta de reflexión por parte de la ética y la filosofía más allá de los ámbitos en que los individuos llevan a cabo sus metas, libremente.

 

Señala, en tal orden, el mal funcionamiento de la democracia que conocemos, por prudencial y por propiciar una existencia mediocre en ausencia de los sueños de perfección y utopía propios a lo humano; reclamando, en su defecto, de una práctica democrática moral profunda. No por azar, Francisco Plaza (2011), a la luz de los temas o problemas enunciados propone “recobrar el sentido integral de la democracia”, más allá de sus formas. Sin embargo, transcurridas las dos primeras décadas del siglo XXI, quienes se convencen de la inviabilidad contemporánea del Estado asistencialista –tal como lo entiende en su momento el Estado social y democrático de Derecho– y de los trastornos que sufre el Estado territorial a manos de la deslocalización digital, optan por una suerte de relativización de la democracia.

 

 

La inflación de derechos -derechos humanos al detal y al capricho– y la fragmentación social ocurren de modo manifiesto, es verdad, en los ámbitos constitucionales de quienes, como resurrectos del despotismo o socialismo real, auspician las tendencias neoautoritarias abroquelados con las tesis de Naciones Unidas, a cuyo tenor es más importante para la población su bienestar que la libertad.

 

 

La breve experiencia transcurrida –si miramos el recorrido de la historia de los hombres y de los pueblos– y constante en lo que va del siglo demuestra que se trata de un antimodelo o modelo posdemocrático de corte fascista. Por una parte, diluye el entramado institucional y lo pone al servicio de hombres o líderes providenciales quienes establecen una relación directa y paternal con el pueblo, auxiliados por el mismo tejido mediático de la globalización y, por la otra, éstos se sostienen bajo las formas mínimas de la democracia.

 

 

Aún más, en modo de hacer viables sus comportamientos antidemocráticos desmantelan las leyes conocidas –garantistas de los derechos– y las sustituyen, según lo dicho, por un bosque o selva normativa tupida e impenetrable, imaginariamente prometedora y simbólicamente reivindicadora, dentro del que pierden certeza los proyectos de vida o el claro entendimiento de lo jurídico, base de la convivencia.

 

 

Se le hace decir a la ley lo que no dice dentro en una práctica sistemática de la mentira, legalizada, para proteger a aliados incluso y sus crímenes e ilícitos, y para proscribir a los cultores de la democracia representativa, cuyos comportamientos sean constitucionalmente ortodoxos. Lo cierto es, a todas estas, que ambas perspectivas –la del Estado liberal y relativista como la versión autoritaria de la “democracia participativa y protagónica” de la que tanto se ufana el progresismo destructor de culturas y memorias– se desmoronan al término ya pasada una generación, desde el instante en que ha lugar al llamado “final de la historia” o la “muerte de las ideologías» hacia 1989.

 

 

Lo anterior es así, justamente, por cuanto ambas perspectivas, con sus diferencias netas han hecho del relativismo –de lo “políticamente correcto”– un dogma de la democracia o la fuente en la que se afirma el neopopulismo y su tráfico de ilusiones. Bajo propulsión de la maleabilidad de la ética y la deconstrucción de lo social dominante, ambas perspectivas hacen aguas.

 

 

La democracia liberal, además, cede bajo el tsunami de corrientes migratorias de vocación fundamentalista aceleradas por la misma globalización o sin ánimos de mixturarse dentro de los cánones de aquella y que, por lo mismo, contradiciéndose, se ve obligada a la formulación de un “derecho penal del enemigo” para defenderse, como ocurre en las Américas. Bien lo previene, no se olvide, Hannah Arendt, al sostener que la democracia no se sostiene ni reinventa sino de cara y ante la presencia de su opuesto, el totalitarismo, cuyo riesgo ha de tenerse siempre presente; pues si las minorías han de participar con la libertad necesaria para hacerse mayorías en la democracia, nada garantiza que éstas, al término, se decidan por el final de la democracia, como parece ocurrir en España.

 

 

La matizada y señalada “democracia participativa”, así las cosas, defendida por el oxímoron del Socialismo del siglo XXI, que muta en progresismo transcurridos treinta años y que son, uno y otro, de neta factura marxista y autoritaria, fenece en la actualidad como víctima de sus contradicciones: La unidad y encarnación del Estado en sus gendarmes de nuevo cuño no alcanza efectividad autoritaria más que por la violencia; lo que es inadmisible para quienes apuestan a la simulación de la democracia. Y se demuestra inviable, además, en contextos de severo relativismo y fragmentación social como los animados por quienes predican la inflación de derechos (ambientalistas, de género, de raza u origen, tribus urbanas,  y párese de contar, etc.).

 

 

El totalitarismo, en suma, como antimodelo de la democracia implica la negación del conflicto mediante la imposición de un dogma legitimador y “las sociedades democráticas [subsisten] en la medida que se fundamentan en un cuestionamiento institucionalizado de sí mismas”, renunciando a cualquier tipo de unidad, por débil que fuera.

 

 

De modo que, junto a la previsión válida de Arendt cabe la de Laurence Whitehead, a saber, entender que la democracia –para ser tal– ha de verse en el teatro trágico o dramático. Y la descripción no sugiere que la obra democratizadora haya de ser orfebrería de utileros; de esos que apenas se ocupan de vestir a los actores, mover los andamios, preparar la escena para la representación, y luego cobrar por sus servicios. Habla del teatro democrático, pues es la imagen metafórica que mejor describe la lucha pendiente por la democracia y la libertad en un continuo sin ataduras y de final abierto.

 

 Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

La patria, una mula cerril

Posted on: septiembre 5th, 2023 by Lina Romero No Comments

 

La experiencia muestra que el país sufre de regresiones y mutaciones profundas a lo largo de su corta historia republicana, cada tres décadas, desde el momento inaugural de la Venezuela independiente tras la conspiración de Gual y España de 1797. Se toma unos 30 años el proceso emancipador que suma a las guerras por la independencia, luego de lo cual se instala, en 1830, la mal llamada y vituperada república conservadora, esencialmente liberal y tributaria de los constituyentes de 1811. La regenta el general José Antonio Páez, quien separa a los militares independentistas del ejercicio del poder, encomendándole el dibujo de lo nuestro al grupo de ilustrados civiles que forman la Sociedad Económica de Amigos del País. Sobre el pensamiento de estos escribe Elías Pino Iturrieta en Las ideas de los primeros venezolanos (2009).

 

Tras las divisiones que suscita el comportamiento de Páez, también por cuestiones muy propias de nuestra estirpe común, que es generosa hasta en los odios desde las horas previas a la Emancipación –he allí el trato excluyente y discriminatorio sufrido por Sebastián de Miranda de parte de los de Ponte y de Tovar Blanco, que relata Arístides Rojas– reencarna en los soldados seguidores del Libertador el espíritu del encono. Es la saña cainita que tanto agobia a Rómulo Betancourt hacia 1959.

 

 

Se declararán liberales sin serlo los bolivarianos, acompañados por el panfletario Antonio Leocadio Guzmán; luego de lo cual sobreviene la Guerra Federal o guerra larga hacia 1959. Ella culmina con el Tratado de Coche y se abren de tal modo otras tres décadas hasta finales del siglo XIX, dominadas por el general Antonio Guzmán Blanco, cuyo mencionado padre, a la sazón es el apologeta del pensamiento constitucional de su pariente, Simón Bolívar: centralista, militarista, de poderes presidenciales vitalicios, y de neta factura tutelar. Es la imagen que cautiva a nuestros positivistas de inicios del siglo XX, encabezados por Laureano Vallenilla Lanz, autor de Cesarismo Democrático, editado en 1919, cuyo término es de factura napoleónica como lo revela De Coquille en su obra Du Cesarisme, en 1872.

 

 

Treinta años y algo más, hasta 1935, durará la larga dictadura del castro-gomecismo, la de la zaga andina que clausura el tiempo de la Venezuela de los muchos jefes, para rearmar a la nación bajo la horma de los cuarteles. Es la de la revitalización del cesarismo, hijo de la escribanía citada, que le sirve al poder autoritario para justificarlo. Y es contra esa realidad fatal que emergerán los sueños de la generación universitaria de 1928. Es el tiempo de la crisis económica norteamericana y mundial de los años treinta.

 

 

Los estudiantes de entonces, encabezados por Jóvito Villalba y Betancourt –se les separa al principio y suma más tarde el católico Rafael Caldera, de la generación de 1936– cristalizarán sus sueños de civilidad luego de una compleja transición civil-militar o militar-civil a partir de 1959, con la instalación de la república civil de partidos. Estados Unidos, ya recuperado, ahora viaja a la Luna.

 

 

Pasados otros treinta años, en 1989 llega a su término este ensayo de república democrática civil y de partidos bajo el orden constitucional de mayor duración en Venezuela, el de 1961. Le sirvió de soporte el Pacto de Puntofijo, agotado una vez como se sucede el derrumbe soviético y como intersticio entre despotismos varios, al término del último gobierno de partido, el del socialdemócrata Jaime Lusinchi.

 

 

Así sobreviene, es lo que interesa destacar, la transición más compleja por corresponderse la inflexión venezolana de 1989 –tras la violenta insurgencia popular, que deja a la vera a centenares de muertos y heridos, en Caracas– y coincidiendo con el momento de fractura de lo histórico global y la declinación de la civilización occidental. En lo interno se manifestará como repulsa social a los partidos históricos venezolanos, y sus políticos. Cubrirán ese tiempo nuestro las segundas administraciones de Carlos Andrés Pérez –mediando el interregno de Ramón J. Velásquez– y de Rafael Caldera, hasta concluido el siglo.

 

 

El fenómeno antipartido, cabe anotarlo, no es original y tampoco propio o local. En 1992, tras el derrocamiento del Muro de Berlín, los grandes titanes de la Italia de la posguerra, el partido socialista y el demócrata cristiano (DC) hacen aguas. Se les persigue por corrupción. Sus grandes líderes, Bettino Craxi y Giulio Andreotti, conversaban distraídos sobre las líneas del tren de la historia, sin apercibirse de su paso a velocidad. Así me lo relata este, en Roma, el mismo año.

 

 

Llegado el año 2019, el de la emergencia de la pandemia universal y. sucesivamente, el de la guerra contra Ucrania en las puertas que dividen al Oriente de las luces del Occidente de las leyes, se cierra el arco de tiempo en Venezuela, cuando a su término y desde los inicios del siglo en marcha implosionan la república y la nación, bajo el liderazgo de Chávez y su causahabiente.

 

 

Del Chávez que a lo largo de esos treinta años anteriores transita desde lo bolivariano hasta los predios del marxismo de estirpe cubana, a los que se somete volviéndose prohombre del Foro de São Paulo; del Maduro que asume ser socialista del siglo XXI mientras administra las redes narcoterroristas heredadas, pero cuyos aliados se declaran progresistas y capitalistas salvajes en nombre de la participación popular llegado 2019, bajo el abrigo del Grupo de Puebla; y, luego de un período de inenarrable postración de los pueblos afectados por la experiencia de la deconstrucción a manos de los huérfanos de la URSS, nada resta en pie. Sobreviven en Occidente y en Venezuela los remedos republicanos y democráticos. Y la virtualidad tecnológica los ayuda.

 

 

Mirando al conjunto, como lo diría José Rafael Pocaterra (1889-1955) desde su pretérito y en su Patria, la mestiza acerca del venezolano: “¡Él se iba, con los hombres, para donde estaba la Patria, para donde estaba aquél que sujetaba una mula cerril por las orejas!

 

 

 

 Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

Chávez, ¿el último gran guerrero?

Posted on: agosto 28th, 2023 by Lina Romero No Comments

 

Volver a su principio, a 1999 y luego ver su final a partir de 2012 resulta desdoroso para todo venezolano que no olvide la experiencia seminal del chavismo bolivariano. Es la matriz o el boceto de lo actual, no nos engañemos. Algunos preferirán que la deriva digital los vuelva amnésicos, pues desmemoriados como seguimos siendo la gran mayoría, la lógica de la instantaneidad y la deslocalización les permite ver como fugaz a la maldad absoluta. Pero cabe despertar.

 

 

Vayamos a lo vertebral, a lo que puede ser una síntesis del recorrido bajo Hugo Chávez Frías.

 

 

El cambio constitucional de 1999 y sus simulaciones democráticas, ocultó cuestiones más graves y vertebrales que se muestran apenas incipientes desde la inauguración de su mandato. Mientras avanzaba la constituyente, creyéndose libre de toda contención, llegado el mes de agosto autoriza un Punto de Cuenta para ordenar las relaciones de su gobierno con las FARC colombianas, de espaldas al Palacio de Nariño que ocupa Andrés Pastrana.

 

 

El gobierno venezolano se comprometió a facilitarles cooperación económica, financiera, petrolera y sanitaria. Les prometió crear bancos de los pobres, ¿para lavar los dineros ensangrentados?, y entregarles insumos químicos ¿para la producción de cocaína? Les permitió el uso del territorio de Venezuela como aliviadero y donde permanecen, bajo el compromiso de no usarlo para entrenamientos sin mediar autorización del Palacio de Miraflores.

 

 

Sólo reaccionó entonces el director de la policía política (Disip), comandante Urdaneta Hernández, uno de los jefes del 4F, renunciándole a Chávez con un disgusto memorable. Éste buscará enlodarlo luego.

 

 

Más tarde, en curso la transición política que provocan los sucesos del 11 de abril de 2002 – ya contando Chávez con el auxilio electoral de Castro, a cuyo gobierno le entrega el sistema de identificación venezolano – y una vez superado el referéndum revocatorio que entonces amenazaba su estabilidad, acordó con La Habana su enlace a través de fibra óptica. El cableado partiría desde la isla de Margarita. Y así, teniendo a mano tal garantía para el sostenimiento de una simulación democrática electoral puertas afuera, sucesivamente dogmatiza el sistema de votación electrónica supervisado por los cubanos. El conocimiento de los códigos fuentes del andamiaje digital se los reservará el Poder Electoral, bajo control del gobierno y su partido oficial, el PSUV.

 

 

Era este, por cierto, el otro eslabón importante para la instalación dictatorial a perpetuidad y propósito definido por el Foro de São Paulo, como se advierte en las entrelíneas de sus documentos: “En este marco resaltan los fraudes y mecanismos electorales irregulares … Asimismo debemos resaltar que en diversos países se han diseñado estructuras políticas en las que los que son electos tienen su capacidad de mandato recortada, pues se superponen instituciones no elegidas a las instancias electivas, limitándoles la capacidad de acción para modificar las políticas neoliberales ya impuestas y transformar dichas realidades”.

 

 

Así las cosas, luego de fallecer Chávez y realizadas las elecciones presidenciales de 2013 que hacen de Maduro el causahabiente, de forma inconstitucional el Tribunal Supremo de Justicia previamente purifica su candidatura y después protege los resultados a su favor, sentenciando lo que sigue: “En el caso de los procesos electorales automatizados, es bien sabido que el conteo de los votos no se realiza de modo manual, sino que por el contrario dicha operación aritmética es totalmente computarizada, es decir, al final de la votación se imprime un comprobante que arroja los resultados conformando al instante el contenido del acta de escrutinio automatizada, de allí que quepa concluir que en dicha totalización no cabe el error humano que si pudiese ocurrir en un sistema de totalización manual de escrutinios”.

 

 

Ese mismo año, como realidad que se ha impuesto, el ministro del Interior de Francia, Manuel Valls, declara que “nunca se había encontrado tanta cocaína junta en la capital francesa”. Una tonelada procedente del Aeropuerto Internacional de Maiquetía llega a París en un vuelo regular de Air France. Fueron castigados militares subalternos.

 

 

En cuanto a lo primero, la cuestión del narcotráfico, el mismo Foro de São Paulo había puesto sus barbas en remojo desde 1990. Hizo ver a sus miembros que los perseguirían ¿fabricándoseles? vínculos con el narcotráfico para atajarlos en sus recomposiciones y avances tras la caída del Muro de Berlín.

 

 

No por azar, pasados treinta años, el Grupo de Puebla, mascarón «progresista» del Foro paulista, acuña la tesis del Lawfare, para denunciar el uso de procesos legales artificialmente montados para inmovilizar políticamente a sus miembros o destituir a los que ocupan cargos públicos. Le preocupaban, en 2019, los casos de Rafael Correa, Cristina Kirchner y el de Lula da Silva. Y lo cierto es que tal Lawfare tiene su origen en el Instituto del mismo nombre que integran juristas y constitucionalistas norteamericanos, dedicados al seguimiento y obstaculización de las leyes que dicta Donald Trump para frenar el ingreso de terroristas a su territorio.

 

 

El saldo estadístico de la experiencia venezolana bajo la égida del traficante de ilusiones que fuese Chávez, quien desbordará al excéntrico de Cipriano Castro, El Cabito, es, en resumidas cuentas, de corte trágico. Su comparación con el Capitán Tricófero, denuesto que se le dirige al Castro nuestro por sus adversarios a inicios del siglo XX, es, sin embargo, pedagógica. Permite una ajustada relectura de la Venezuela que agobia y tanto nos duele, donde la libertad es quimera o instante fugaz. Es territorio o cuero seco en el que dominan las amnesias colectivas, se cultiva la generosidad hasta para los odios, y donde germinan las complicidades de sus élites con los redentores de la patria,

 

 

Picón Salas, en su obra sobre el personaje –Los días de Cipriano Castro (1953)– le dibuja desde sus adentros: “Figura violenta, contradictoria, alternativamente libertina y heroica … marca una hora de crisis de Venezuela. Es el último gran guerrero brotado de la fuerza del monte y con una retórica que tiene, asimismo, la proliferación de nuestros bejucos tropicales”.

 

 

 Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

En Venezuela, nada resta en pie

Posted on: agosto 21st, 2023 by Lina Romero No Comments

Sobre los hechos y el contexto que caracterizan a la dictadura chavista y su actual causahabiente, me refiero con amplitud en mis libros Historia Inconstitucional de Venezuela (2012) y El problema de Venezuela (2016).

 

 

Lo palmario, sin embargo, es que los repetidos golpes de Estado «constitucionalizados» por la Justicia Suprema bajo control de aquella desde 1999 y ejecutados por Chávez hasta 2012, forjaron un caos social, diluyeron a la república, y acrecentaron el poder de su despotismo mesiánico; tal como ocurriese, en menor grado, bajo el fascismo italiano, que consagra un régimen de la mentira, de fraude al Estado de Derecho, de inmediatez entre el líder y el pueblo, con apoyo militar y el carácter sirviente de las instituciones.

 

 

En 1995, sin perspectiva alguna de coronar su camino hacia la presidencia de Venezuela, asesorado por Norberto Ceresole, neofascista argentino, descubre Chávez que las señales del tiempo nuevo –me refiero a las del siglo XXI– abrían la posibilidad de avanzar hacia esa fórmula triangular, la del líder-pueblo-fuerza armada. Entonces la titula Ceresole como posdemocracia, expresión que se consagra bajo significados mejor elaborados –refiriéndola a la pobre salud de la democracia– con el ensayo Coping with Post-Democracy del sociólogo Colin Crouch, en 2000.

 

 

Sorprende, sí, que no mediase resistencia en las élites, primeras beneficiarias de la experiencia fenecida en 1998. Antes bien, aceleraron y cooperaron con la tendencia hacia la ruptura. La precedía una severa y previa campaña de demonización de la democracia de partidos que nace en 1958 y exacerbada por Chávez. No quedaba memoria social, nadie la alimentaba. Poco decía, a su término, la modernización alcanzada en ese largo tramo cuando el promedio de vida de los venezolanos pasa de 53 años a 73 años. Venezuela dejó de ser una «república de letrinas» y el agua pura llegaba a todos los hogares, a la vez que se canalizaban las aguas servidas, y la educación como la salud se universalizaban.

 

 

La mendaz tesis del fracaso democrático o de la mala salud de la democracia nuestra encontró paradójico eco en Estados Unidos y su Centro Carter. Y es que no resistieron ni el congreso plural electo en 1998 sin mayoría del chavismo, ni la antigua Corte Suprema de Justicia, que se autodisuelve al aceptar que la misma constituyente interviniese al Poder Judicial destituyendo, sin fórmulas de juicio, a la mayoría de los jueces de la república. Era el primer y más importante paso para la simulación democrática. Los jueces le harían decir a la Constitución lo que no dice, purificando los atentados contra ella.

 

 

Casualmente, la realidad muestra que el país ha sufrido de regresiones y mutaciones profundas a lo largo de su historia republicana, cada tres décadas. Se toma 30 años el proceso emancipador y de independencia, luego de lo cual se instala, en 1830, la república mal llamada conservadora, esencialmente liberal y tributaria de los constituyentes de 1811. La regenta el general José Antonio Páez, quien separa a los militares del ejercicio del poder total, encomendándole el dibujo de lo nuestro al grupo de ilustrados civiles que forman la Sociedad Económica de Amigos del País.

 

 

Tras los enconos que ello suscita sobreviene la Guerra Federal hacia 1959, que culmina con el Tratado de Coche. Se abren otras tres décadas hasta finales del siglo XIX, dominadas por el general Antonio Guzmán Blanco, cuyo padre, Antonio Leocadio Guzmán, es el apologeta del pensamiento constitucional de su pariente, Simón Bolívar: centralista, militarista, de poderes presidenciales vitalicios, de neta factura tutelar.

 

 

Treinta años y algo más, hasta 1935, dura la larga dictadura del castro-gomecismo, que clausura el tiempo de los muchos jefes para rearmar a la nación bajo la horma de los cuarteles. Es la de la revitalización del cesarismo democrático bolivariano, cultivado por el positivismo de inicios del siglo XX. Y contra esa realidad fatal emergen los sueños de la generación universitaria de 1928.

 

 

Los estudiantes, encabezados por Jóvito Villalba y Rómulo Betancourt –se les separará más tarde el católico Rafael Caldera, de la generación de 1936– beberán de las fuentes del marxismo, evolucionando hacia los predios del «socialismo criollo». Sus sueños de civilidad cristalizan treinta años después, a partir de 1959, con el nacimiento de una verdadera república civil de partidos, incluso acaudillados.

 

 

En 1989 llega a su término este ensayo de democracia civil no tutelar bajo el orden constitucional de mayor duración en Venezuela, el de 1961. Es su soporte el Pacto de Puntofijo, agotado tras el derrumbe soviético. Y así sobreviene una transición más compleja por corresponderse con el momento de la fractura de lo histórico global y en el plano de lo civilizatorio occidental. En lo interno se manifestará como una contradicción abierta con los partidos históricos venezolanos, cuyos líderes optan por predicar el fin de las ideologías y celebrar el advenimiento de la Aldea Humana.

 

 

Cubren este tiempo las segundas administraciones de Carlos Andrés Pérez –mediando el interregno de Ramón J. Velásquez– y de Rafael Caldera, y en el año 2019, con la pandemia y la llegada de la guerra contra Ucrania, se cierra bajo Chávez y Maduro, que han hecho implosionar a la república y la nación.

 

 

Pero del Chávez que transita desde lo bolivariano hasta los predios del marxismo de estirpe cubana, a los que se somete volviéndose prohombre del Foro de São Paulo; del Maduro que asume ser socialista del siglo XXI, cuyos aliados se declaran progresistas en 2019, bajo abrigo del Grupo de Puebla; y, luego de un período de inenarrable postración de los pueblos afectados por la experiencia de la deconstrucción a manos de los huérfanos de la URSS, nada resta en pie. Sobreviven los remedos republicanos y democráticos. Es llegada la hora del capitalismo de vigilancia y la de los algoritmos que acaban progresivamente con la civilización de la razón, para conjugar la experiencia humana a partir de los sentidos.

 

 

 Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

El desprecio al Estado de Derecho

Posted on: agosto 7th, 2023 by Lina Romero No Comments

 

A raíz del derrumbe del comunismo en 1989 ingresa Occidente al quiebre epocal o Era de la gobernanza digital y de la inteligencia artificial, destacando la horadación o prosternación del Estado constitucional de Derecho.

 

 

En el Foro de Sao Paulo (1990-1991) y sus textos se precisan como propósitos de los causahabientes del marxismo el acceder al poder democráticamente, pero con fines de perpetuación; tanto como advierten que se verán judicializados por lo anterior sus miembros, forjándoseles vínculos con el narcotráfico y el terrorismo.

 

 

Ha lugar, así, a las rupturas constitucionales que conocen Venezuela (1999), Bolivia (2007) y Ecuador (2008), bajo experiencias constituyentes que repite, en 2022 y sin éxito inmediato, el Chile de Boric. El molde deconstructivo transita por la inflación de derechos humanos al detal, imposibles de ser tutelados eficazmente, ser dispersores de la unidad nacional, propiciadores de enconos, mientras se incrementa la actividad electoral para banalizarla. Es utilería de teatro.

 

 

Llegado el COVID-19, los causahabientes del marxismo dejan de calificarse como socialistas del siglo XXI. Abandonan los nichos históricos que recrearan para sustituir al Estado y a la nación (bolivarianos, martinianos, sandinistas) –los tachan ahora como desviaciones fascistas– y se asumen de progresistas. Forjan el Grupo de Puebla y endosan los objetivos deconstructivos del Programa de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas (Agenda 2030), y otra vez denuncian, en 2019, que, por defenderlos están siendo judicializados sus líderes. Hablan de Law Fare o guerra judicial, y he aquí lo central.

 

 

El Law Fare amalgama como nombre al grupo de juristas y constitucionalistas que sirven bajo las administraciones de Bush y Obama, y le hacen seguimiento a las decisiones de la administración Trump, en lo particular para frenar por vía judicial su Orden Ejecutiva 13.769 de 2017 sobre Protección de la Nación contra la Entrada de Terroristas Extranjeros en Estados Unidos. Esta la detiene un Tribunal de Apelaciones en sentencia que celebra el Grupo y no es ocioso hacer presente, al efecto, que el presidente español J. L. Rodríguez Zapatero –miembro del Grupo de Puebla, junto a Ernesto Samper (judicializado por la Suprema Corte a raíz del Proceso 8000, 1995)– impulsa en 2005 la Alianza de Civilizaciones, justamente para frenar el castigo de terroristas por Estados Unidos a raíz del derrumbe de las Torres Gemelas.

 

 

A lo largo de este tiempo se hacen máximas de la experiencia la destitución de jueces sin fórmula de juicio y su sustitución, por abogados próximos al “autoritarismo electivo” de turno. Así pasó en Venezuela, en 1999, cuando Chávez controla para sus fines al Tribunal Supremo de Justicia, desde donde se decide siempre, en toda causa, a favor de los objetivos revolucionarios y deconstructivos. Antes, a partir de 1997, bajo el gobierno del presidente Fujimori en el Perú, ocurre la destitución de los magistrados del Tribunal Constitucional que buscaban impedirle su reelección. Y tal como luego lo hace Nicolás Maduro, Fujimori denuncia la Convención Americana de Derechos Humanos, para evadir sus controles.

 

 

La perpetuación en el poder usando con fraude y mendacidad al Estado constitucional de Derecho, que toma cuerpo luego en la misma Venezuela (2007, 2013), en Honduras (2016), en Bolivia (2018), en El Salvador (2021), fue denunciada, sin eco, por la Comisión de Venecia (2018) y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, buscando salvar el principio de la alternabilidad democrática (2021).

 

 

No es azar, entonces, el actual desconocimiento del orden constitucional y de las decisiones del Tribunal Supremo por los líderes catalanes independentistas en España, queriendo fracturar la unidad nacional; el choque del presidente argentino con la Corte Suprema de Justicia, por la condena de su vicepresidenta; la inestabilidad endémica en el Perú, que afecta la neutralidad e imparcialidad de la Justicia; los empeños “destituyentes” en el Ecuador, animados por otro condenado, Rafael Correa; el despotismo iletrado de Nicaragua, donde hay absoluta ausencia de Estado de Derecho; las prisiones políticas en Bolivia, y en Venezuela, donde igualmente fracasa la Transición constitucional hacia la Democracia, mientras la comunidad internacional se neutraliza respecto de esta cuestión y exige que la legalidad se transe con la ilegalidad.

 

 

En fin, como el absurdo no falta, la Colombia de Santos sustituye la regla contra la impunidad de los crímenes de lesa humanidad para abrirle espacios a una «justicia transicional» que los perdona –y le gana el Premio Nobel– o la Colombia de Petro, quien predica que la criminalidad se acaba derogando delitos en el código penal, al igual que pugna abiertamente contra la Fiscalía y la Corte Suprema.

 

 

He allí, pues, la abierta judicialización de la política en Estados Unidos, morigerada u oculta tras los extremismos de su opinión pública, o el caso de Nayib Bukele en El Salvador, que divide voluntades. Dice haber acabado con la criminalidad destituyendo con su “mayoría parlamentaria” a la Justicia Constitucional, pues controlaba sus actos. Ha establecido verdaderos campos de concentración que muestra con orgullo, para encerrar delincuentes a los que detiene indiscriminadamente con ausencia de revisiones judiciales autónomas. Y ahora, como lo hiciera Chávez en Venezuela, instruye directamente al Ministerio Público y ordena a los jueces despojar de sus patrimonios a los adversarios de su causa. Por si fuese poco, en México, el gobierno de Andrés M. López Obrador avanza una reforma constitucional para manejar la ingeniería electoral y modificar los patrones de la representación política, buscando perpetuar su dominio.

 

 

Lo preocupante, a todas estas, es que la agenda del Foro de Sao Paulo, la del Grupo de Puebla y la de la ONU 2030, no hablan de la democracia –que no sea para deconstruirla desde adentro, apuntando hacia un estadio de posdemocracia– y menos le dan importancia al Estado de Derecho. No cuenta para ellas. Acaso lo reducen a las ideas de paz, de justicia, y el tener instituciones «fuertes». A la Justicia independiente la ven de elitista y prescindible, por no abonar a la deconstrucción cultural ni someterse al dictado de las mayorías y el populismo.

 

 

 

 Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

El desprecio del Estado de derecho

Posted on: agosto 4th, 2023 by Lina Romero No Comments

 

 

La Colombia de Santos sustituye la regla contra la impunidad de los crímenes de lesa humanidad para abrirle espacios a una «justicia transicional»

 

 

A raíz del derrumbe del comunismo en 1989 ingresa Occidente al quiebre epocal o Era de la gobernanza digital y de la inteligencia artificial, destacando la horadación o prosternación del Estado constitucional de Derecho.

 

 

En el Foro de Sao Paulo (1990-1991) y sus textos se precisan como propósitos de los causahabientes del marxismo el acceder al poder democráticamente, pero con fines de perpetuación; tanto como advierten que se verán judicializados por lo anterior sus miembros, forjándoseles vínculos con el narcotráfico y el terrorismo.

 

 

Ha lugar, así, a las rupturas constitucionales que conocen Venezuela (1999), Bolivia (2007) y Ecuador (2008), bajo experiencias constituyentes que repite, en 2022 y sin éxito inmediato, el Chile de Boric. El molde deconstructivo transita por la inflación de derechos humanos al detal, imposibles de ser tutelados eficazmente, ser dispersores de la unidad nacional, propiciadores de enconos, mientras se incrementa la actividad electoral para banalizarla. Es utilería de teatro.

 

 

Llegado el COVID-19, los causahabientes del marxismo dejan de calificarse como socialistas del siglo XXI. Abandonan los nichos históricos que recrearan para sustituir al Estado y a la Nación (bolivarianos, martinianos, sandinistas) – los tachan ahora como desviaciones fascistas – y se asumen de progresistas. Forjan el Grupo de Puebla y endosan los objetivos deconstructivos del Programa de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas (Agenda 2030), y otra vez denuncian, en 2019, que, por defenderlos están siendo judicializados sus líderes. Hablan de LawFare o guerra judicial, y he aquí lo central.

 

 

El LawFare amalgama como nombre al grupo de juristas y constitucionalistas que sirven bajo las administraciones de Bush y Obama, y le hacen seguimiento a las decisiones de la administración Trump, en lo particular para frenar por vía judicial su Orden Ejecutiva 13.769 de 2017 sobre Protección de la Nación contra la Entrada de Terroristas Extranjeros en Estados Unidos. Esta la detiene un Tribunal de Apelaciones en sentencia que celebra el Grupo y no es ocioso hacer presente, al efecto, que el presidente español J.L. Rodríguez Zapatero – miembro del Grupo de Puebla, junto a Ernesto Samper (judicializado por la Suprema Corte a raíz del Proceso 8000, 1995) – impulsa en 2005 la Alianza de Civilizaciones, justamente para frenar el castigo de terroristas por USA a raíz del derrumbe de las Torres Gemelas.

 

 

A lo largo de este tiempo se hacen máximas de la experiencia la destitución de jueces sin fórmula de juicio y su sustitución, por abogados próximos al “autoritarismo electivo” de turno. Así pasó en Venezuela, en 1999, cuando Chávez controla para sus fines al Tribunal Supremo de Justicia, desde donde se decide siempre, en toda causa, a favor de los objetivos revolucionarios y deconstructivos. Antes, a partir de 1997, bajo el gobierno del presidente Fujimori en el Perú, ocurre la destitución de los magistrados del Tribunal Constitucional que buscaban impedirle su reelección. Y tal como luego lo hace Nicolás Maduro, Fujimori denuncia la Convención Americana de Derechos Humanos, para evadir sus controles.

 

 

La perpetuación en el poder usando con fraude y mendacidad al Estado constitucional de Derecho, que toma cuerpo luego en la misma Venezuela (2007, 2013), en Honduras (2016), en Bolivia (2018), en El Salvador (2021), fue denunciada, sin eco, por la Comisión de Venecia (2018) y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, buscando salvar el principio de la alternabilidad democrática (2021).

 

 

No es azar, entonces, el actual desconocimiento del orden constitucional y de las decisiones del Tribunal Supremo por los líderes catalanes independentistas en España, queriendo fracturar la unidad nacional; el choque del presidente argentino con la Corte Suprema de Justicia, por la condena de su vicepresidenta; la inestabilidad endémica en el Perú, que afecta la neutralidad e imparcialidad de la Justicia; los empeños “destituyentes” en el Ecuador, animados por otro condenado, Rafael Correa; el despotismo iletrado de Nicaragua, donde hay absoluta ausencia de Estado de Derecho; las prisiones políticas en Bolivia, y en Venezuela, donde igualmente fracasa la Transición constitucional hacia la Democracia, mientras la comunidad internacional se neutraliza respecto de esta cuestión y exige que la legalidad se transe con la ilegalidad.

 

 

En fin, como el absurdo no falta, la Colombia de Santos sustituye la regla contra la impunidad de los crímenes de lesa humanidad para abrirle espacios a una «justicia transicional» que los perdona – y le gana el Premio Nobel – o la Colombia de Petro, quien predica que la criminalidad se acaba derogando delitos en el código penal, al igual que pugna abiertamente contra la Fiscalía y la Corte Suprema.

 

 

He allí, pues, la abierta judicialización de la política en Estados Unidos, morigerada u oculta tras los extremismos de su opinión pública, o el caso de Nayib Bukele en El Salvador, que divide voluntades. Dice haber acabado con la criminalidad destituyendo con su “mayoría parlamentaria” a la Justicia Constitucional, pues controlaba sus actos. Ha establecido verdaderos campos de concentración que muestra con orgullo, para encerrar delincuentes a los que detiene indiscriminadamente con ausencia de revisiones judiciales autónomas. Y ahora, como lo hiciera Chávez en Venezuela, instruye directamente al Ministerio Público y ordena a los jueces despojar de sus patrimonios a los adversarios de su causa. Por si fuese poco, en México, el gobierno de Andrés M. López Obrador avanza una reforma constitucional para manejar la ingeniería electoral y modificar los patrones de la representación política, buscando perpetuar su dominio.

 

 

Lo preocupante, a todas estas, es que la agenda del Foro de Sao Paulo, la del Grupo de Puebla, y la de la ONU 2030, no hablan de la democracia – que no sea para deconstruirla desde adentro, apuntando hacia un estadio de posdemocracia – y menos le dan importancia al Estado de Derecho. No cuenta para ellas. Acaso lo reducen a las ideas de paz, de justicia, y el tener instituciones «fuertes». A la Justicia independiente la ven de elitista y prescindible, por no abonar a la deconstrucción cultural ni someterse al dictado de las mayorías y el populismo.

 

 

Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

UE-Celac, monumento a la hipocresía

Posted on: julio 24th, 2023 by Lina Romero No Comments

 

 

Ha concluido en Bruselas la reunión de una parte de los países de Occidente que comparten raíces comunes judeocristianas, denostadas por la mayoría, ajenas al Caribe angloparlante y afectados casi todos por un severo complejo adánico.

 

 

Pasaron ya ocho años desde el último encuentro de la Cumbre Unión Europea-Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe, foro político y diplomático inaugurado hace más de 20 años. La han convocado, para su III edición, el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, y el primer ministro de las islas San Vicente y Granadinas, Ralph Gonsalves, aliado de las izquierdas integrantes del ALBA y coincidiendo aquella con el proceso electoral que avanza en la llamada Madre Patria, donde el partido del primero ha sufrido derrotas severas en los gobiernos locales.

 

 

Se trata de una asamblea de diálogo informal sin carácter vinculante, es verdad, que apenas permite tomarle el pulso al rompecabezas ideológico en que se han transformado sus representaciones –acaso para incidir, como lo creerán sus convocantes– en el destino próximo de uno de estos, Sánchez, y para acopiarle el respaldo de sus más próximos, como la Venezuela de Nicolás Maduro.

 

 

En el discurso compartido de los presidentes de las asambleas parlamentarias de ambos bloques, salvo por llevar a la mesa los temas de la transición verde y digital, para que sea justa e inclusiva, se repiten los clichés del tercermundismo en tiempos de la Guerra Fría: multilateralismo, paz y seguridad internacionales, soberanía e integridad territorial, y el “evitar” –no se habla de prohibir, como lo hace la Carta de la ONU– el recurso a la amenaza o al uso de la fuerza. Destaca, sí, lo novedoso, no por nuevo sino por olvidado: “El compromiso enérgico para proteger la democracia representativa, el respeto del Estado de Derecho, la división e independencia de poderes, así como –casi al margen– la defensa y protección de los derechos humanos”.

 

Nada se dice sobre el principio de alternabilidad en el ejercicio del poder, estándar sagrado para toda democracia no fingida ni teatralizada. Se le da relieve a la agenda cultural y políticamente deconstructiva, incidiendo, como si fuese la esencia de la experiencia de la democracia, en la perspectiva de género, la cuestión del cambio climático, la situación de las personas LGBTIQ, la despenalización de la homosexualidad, el aborto, y la eutanasia; todo ello, en consistencia con la Agenda 2030 de la ONU, ajena a la tríada democracia-Estado de Derecho-derechos humanos.

 

 

Acaso puedan esos ítems mencionados derivar en consideraciones acerca de si hacen o no parte del núcleo duro de los derechos humanos –pretenden ser universales, siendo que son pretensiones o derechos al detal dentro de sociedades desmembradas–. Pero, repito, es una cuestión diversa, que una vez como sea resuelta –que no lo ha sido– podría incidir en la valoración de la mayor o menor calidad de nuestras democracias.

 

 

La cuestión es que, los jefes de Estado y de Gobierno participantes de la Cumbre de Sánchez, endosan una declaración que, por una parte, reafirma en su introducción que son “valores compartidos los de la señalada tríada, “incluidas las elecciones libres y limpias, integradoras, transparentes y creíbles”, junto a la “libertad de prensa”, mientras se cargan a diario los elementos esenciales y los componentes fundamentales de la democracia, que hoy es derecho humano transversal que han de asegurar los gobiernos.

 

 

Al cabo, con esa salvedad introductoria, la declaración sale en defensa de Cuba; apoya el diálogo de paz en Colombia, en el que media el dictador venezolano; y se limita a “alentar un diálogo constructivo entre las partes en las negociaciones dirigidas por Venezuela en Ciudad de México”. De donde huelgan las preguntas. ¿Diálogo sobre qué? ¿Sobre la inhabilitación forjada de la opositora María Corina Machado? ¿Sobre la liberación de los presos políticos? ¿Sobre dejar de perseguir a los miembros del régimen señalados de atroces crímenes de lesa humanidad en la Corte Penal de La Haya? O, como lo anuncia el mismo Maduro, ¿que se le levanten las sanciones económicas, a su régimen y al de La Habana?

 

 

La III Cumbre, no se refiere, siquiera tangencialmente, a esas cuestiones. Eso sí, carga sus tintas contra Haití para decir que allí se ha deteriorado la seguridad pública y la situación humanitaria. Escrutan su crisis compleja y urgen cooperación para resolverla. Mas, acaso, ¿no es lo mismo que pasa en Venezuela? ¿Por qué sólo Haití? Carece, justamente, de dolientes y nada le aporta al militantismo de Sánchez o al progresismo globalista de los occidentales, destructor de nuestros sólidos, de nuestro patrimonio intelectual e histórico.

 

 

Lula da Silva, en su taimada perorata saluda los valores compartidos con Europa y con sus tradiciones democratizadoras, venidas desde la Segunda Gran Guerra. Ninguna de estas – salvo excepciones– las sostienen las dictaduras del siglo XXI latinoamericanas, apoyadas por su Foro de São Paulo; que, como cabe recordarlo y a la luz de sus declaraciones, decidieron abandonar las armas sus asociados e ir a través de los votos hacia el poder, a partir de 1989, para quedarse en el poder una vez como desmontasen los sistemas electorales. De modo que, para el presidente de Brasil sólo hay democracia allí donde se aboga por la agenda identitaria y deconstructiva. Lo ha dicho, con la elegancia propia a los discursos redactados por Itamaraty.

 

 

La declaración de la Cumbre se ocupa de cubrirle las espaldas a los gobernantes represores, es lo relevante, al demandar “la eliminación del doble rasero y la politización” de los derechos humanos; pues a Cuba y Venezuela, es lo que se sugiere, se las estaría cercando y acusando por ello, por ser de izquierdas y heterodoxas en materia democrática.

 

 

A China no se la menciona. Y es que junto a Rusia declaró sentirse orgullosa de sus tradiciones milenarias, llamada a conducir la globalización y en un contexto en el que la democracia quede como cuestión particular de cada Estado. El encuentro fue, por lo visto, un monumento a la hipocresía.

 

 

 

 Asdrúbal Aguiar 

correoaustral@gmail.com

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