A quienes salen en masa a marchar, con sus atuendos de campaña, no los mueve la alegría o el entusiasmo, sino el dolor y el luto. La sensibilidad está de un solo lado: de los que viven para que la vida recupere algún sentido
Un gran pensador de origen cubano que hizo su vida académica en Venezuela, Rafael López Pedraza (1920-2011), en sus años mozos discípulo de Jung y a la larga experto en simbología y psicoterapia, cuando se detenía a analizar la psique colectiva venezolana, notaba cierta aprensión ante la condición trágica. Para el gran analista, la palabra preferida del venezolano cuando se le pregunta Cómo estás es decir casi siempre Chévere. Y el Chévere, por supuesto, puede esconder cualquier anomalía. De allí que el cheverismo haya sido su neologismo de predilección para hacernos entender que sin tragedia, esto es sin dolor, la psique colectiva no madura. Esta reflexión, en su momento más que pertinente, quizás haya envejecido de cara a un presente esencialmente trágico. Si antes el dolor se obviaba, ahora está sentado en el corazón de nuestra cotidianidad, forjando un temple cívico que no veíamos desde hace unas cuantas décadas. El dolor se alimenta de los seres perdidos, de los hijos extraviados, de los hogares rotos, de los parientes enfermos, de los prójimos que mueren de hambruna, de los estudiantes alcanzados por una bala, de los jóvenes que emigran para siempre. El país es un gran desangre y todos nos abocamos a cerrar esas heridas, intuyendo que ya es un poco tarde, sabiendo que el mal ya está hecho y además sembrado. Nadie piensa en el pasado, a pesar de que hay trozos completos de nuestra historia que tuvieron honda significación, sino sobre todo en el futuro. El peso de las ideas muertas, fosilizadas, es un fardo que condiciona hasta la mesa en la que se come, hasta la cama en la que se duerme.
Los narradores que buscan historias están sepultados por todo tipo de referentes: no hay cómo absorber y menos procesar los hechos criminales, las muertes impunes, los cadáveres anónimos, el saqueo al tesoro público, la corrosión de todas las instituciones. Toda tentativa de hacer ficción se queda corta frente al abrazo oceánico de una especie de detritus que todo lo abarca. Y que esencialmente ahoga cualquier sentido de esperanza bajo una marea paralizante. Por eso a quienes hoy salen en masa a marchar, con sus atuendos de campaña, sus banderines amarrados al cuello, sus rodilleras o coderas, sus máscaras antigases, no los mueve la alegría o el entusiasmo, sino esencialmente el dolor, el luto. En cada caminante hay una tragedia, una épica mínima, un relato de intimidad. Con ellos marchan los otros, sus otros, los que ya no pueden marchar porque han muerto, han enfermado o se han ido. Esa resquebrajadura, que cada quien lleva, es la que se ve en las imágenes que dan la vuelta al mundo. Son rostros recios, de marcas profundas porque ya no hay llanto, desmedidos, expectantes, temerarios. Caminan porque detrás ya no queda nada, caminan porque ya han salido del abismo y hacia adelante no puede haber nada peor, caminan porque ya no les preocupa no retornar.
En cada caminante hay una tragedia, una épica mínima, un relato de intimidad
La afabilidad del pasado se ha convertido en la reciedumbre del presente porque la vida de hoy se ha vuelto esencialmente trágica. Y si el nuevo país sólo se construye con sacrificio, pues sacrificio tendremos a lo largo de los días, semanas o meses. No es una cantaleta o un credo; es una manera de vivir o de asentir ante el rigor con que el destino se nos presenta. Y esa actitud es reconocible hasta en los más desposeídos, aquellos que con razón abrazaron una causa que los emancipaba para sentirse defraudados a la larga, para sentirse hoy como eslabones de una cadena que, literalmente, esperan pacientes a que les tiren los mendrugos en el ruedo. Los sueños y promesas en torno a un futuro mejor terminaron en la gran estafa de hoy, cuando un cónclave se enrosca en el poder para resguardar sus negocios y pillerías, amparados siempre por unas fuerzas armadas convertidas en ciegos guardaespaldas.
Los sueños y promesas en torno a un futuro mejor terminaron en la gran estafa de hoy
La marcha del pasado 19 de abril, día que conmemora la declaración de independencia de Venezuela, ha sido la más grande de todos los tiempos. Es difícil enumerar cada una de las actitudes, intenciones, propósitos o historias que se reunieron allí, pero sí podrían destacarse los sentimientos dominantes, todos ligados a la valentía, la determinación y la conciencia de por qué marchar ese día, de por qué no faltar, de por qué ser parte del todo. Ese día, desde temprano, en todas las grandes capitales del país, cada quien cumplió con su propio e íntimo ritual: qué ropa llevar, qué reservas de agua o galletas, qué pancartas exhibir, qué precauciones tomar para los gases o perdigones. Todos inspirados, todos decididos. Unos desayunaban antes de partir, otros leían, otros más rezaban, unos últimos se despedían de sus padres. Supe de una estudiante de escritura creativa que, para mostrar su fervor y sus fuentes de inspiración, le envió a su profesor, minutos antes de partir, este fragmento de diario de Alejandra Pizarnik: “Ya es de día; desnúdate de tu cuerpo de ángel perfumado. Ya es de día; vístete con cáscaras de tortugas asesinadas, cúbrete de pelos polvorosos y de residuos de sangre. Arrástrate por las paredes en busca de alimentos, bebe donde orinan los muertos. Levántate, desconocida con alas de arpillería; vuela cargada de tierra por las piedras silenciosas. Sacrifica tu sueño y cúbrelo de cenizas. Incorpórate, es de día y los justos ya trabajan. Reintégrate a la grasa, al sudor y al polvo. Confiesa hoy también que aún estás viva. Levántate y anda, pobre bestia, y sin llorar”.
Desde entonces no encuentro una definición mejor de lo que significa marchar hoy en Venezuela: “Reintégrate a la grasa, al sudor y al polvo”.
Antonio López Ortega es escritor y editor. Ha publicado hace poco La sombra inmóvil (PreTextos).