El sistema de traslado público en la zona metropolitana del estado se parece más al maltrato que al buen servicio. En Anzoátegui hay déficit de 27.56% de unidades de transporte
El colector de la unidad de color azul y rayas blancas con un letrerito de ruta Tronconal III, hace su trabajo. Ronda los 25 años, lleva blue jean ajustado y deshilachado a nivel de rodillas, franela azul eléctrico, cinturón de tela blanco, zapatos deportivos anaranjados y gorra ‘hiphoppera’ con tono fuerte. Invita a los usuarios a abordar en sentido Barcelona – Puerto La Cruz en plena avenida Municipal. La promoción es un fraude. No hay puestos libres. Hay que ir parados, sujetados a lo que se pueda: el tubo de arriba está muy alto, toca agarrarse de los espaldares de los desvencijados asientos.
“Colaborando hacia el final del pasillo, por favor”, grita de nuevo el colector, como si con el “por favor” se abrieran espacios. No hay para dónde moverse. Unas 15 personas rozan sus cuerpos, algunos están sudados, a otros les dura poco el aroma de la ducha mañanera, El olor a combustible gana la batalla.
“Uno no ha terminado de salir de su casa cuando ya está bañado en sudor y lo peor es que me toca pasar el día así en mi trabajo. Es que estos buses están todos ‘esperolados’ y los dueños no les meten la mano para repararlos, pero para cobrar sí son unos linces”, comenta en voz alta Gladys González, mientras se delinea con una pintura marrón el borde de los labios.
Afuera, en un supermercado que solía ofrecer variedad de productos al consumidor, hay una enorme cola; el sol los golpea mientras esperan por su turno para comprar lo que haya. El autobús aminora su paso. El paisaje de afuera y el de adentro hacen un todo poco confortable.
La gente que va en el pasillo queda más apretada cuando sube a la unidad una joven con varias bolsas y dos niños. El más grande, quien aparenta entre seis y ocho años, se vale por su cuenta y colabora con su progenitora al llevar una carga de dos kilos de arroz. Ella hace malabares para ganarse su espacio en el caos que hay en el pasillo de menos de un metro de ancho y repleto de pasajeros. Con el brazo derecho carga al segundo de sus chamos, de aproximadamente 2 años. El pequeño va con moco en las fosas nasales y las mejillas cubiertas de brozas amarillas de “pepito”.
La madre carga tres bolsas plásticas: dos paquetes de harina, dos litros de aceite y dos pollos. Nadie le cede el asiento, y ella, como si nada, como acostumbrada a la descortesía, sigue en lo suyo: ubica la compra detrás del asiento del chofer, recuesta su cuerpo en un tubo para sostenerse, al mismo tiempo que el mayor de sus hijos la abraza por la cintura en busca de equilibrio. Dice: “En Bicentenario están vendiendo por el terminal de la cédula, hoy le toca al 3 y al 4”. Saca, de entre su pronunciado busto, un telefonito blanco con rojo, modelo Vergatario: “¿Qué pasó, Rosa? Ya salí de Bicentenario, voy pa’ la casa y me regreso pa’ Makro que están vendiendo papel tualé. ¿Pudiste sacar pañal de Limpiatodo?”. El mensaje suena más fuerte que la música que coloca el chofer y la bulla de los pasajeros.
Digan amén
El colector insiste: “¡Derechito hasta Guaraguao. Vente que va vaciao!’”. Un grupo de estudiantes universitarios se baja en la parada de Pozuelos y el autobús se despeja un poco. Con disgusto, el cobrador les recibe los tickets del pasaje estudiantil, los guarda en un envase plástico de arroz chino y exclama: “Nooojo, este piazo e’ papel… dentro de tres meses, cuando el gobierno pague eso, no alcanzará ni pa’ comprar un refresco”.
El transporte espera a dos pasajeros que apresuran el paso para abordar. El sol parece cobrar más vida en el autobús; varios buscan escapar de sus aguijoneantes dardos, ayudados por carteras y bolsos en función de “tapasoles” y hasta de cuadernos y carpetas como abanicos. Entre el repetitivo “va vaciao” y el astro rey resplandeciente sigue la carrera de múltiples frenadas y estaciones.
Junto a los dos nuevos usuarios aborda un ¿cómo llamarlo? “comerciante informal”. “Buenos días, gente trabajadora, quienes creen en nuestro Señor dicen amén. ¿Amén?”. Algunos responden casi en susurro al saludo y el vendedor retoma su discurso. “No me vean feo, yo sé que para ustedes esto podría resultar incómodo pero, como ustedes, soy padre de familia y algo tengo que hacer para ganarme la vida, recíbanme estos bocadillos de plátano que hoy están en promoción a tres por 15 bolos”… Algunos pasajeros rechazan el producto. Cumplido el objetivo, el vendedor abandona la unidad en la próxima parada.
“Todo el día es lo mismo, en un viaje de Barcelona al centro de Puerto La Cruz se montan más de 10 tipos a vender o pedir dinero; si yo pudiera, no los dejara subir … pero es que algunos son medio malandros. Deberían ir a pedirle trabajo al gobernador y dejar tanta vagabundería”, refunfuña el conductor.
Luto por tu amor
“¿Miranda? ¿Sucre? ¿Bolívar? ¿Bomberos? ¿Central?”, pregunta de manera apresurada el colector, colgado de la puerta del autobús, a quienes aguardan en las aceras por el transporte. Su voz es opacada por una bachata. Romeo Santos llora a todo volumen a través de unas chillonas cornetas diseminadas por el interior del vehículo.
Más fuerte que el exvocalista de Aventura intentan gritar los pasajeros para que el chofer los deje en sus respectivas paradas. El conductor pasa de largo, y cuando logra escuchar la petición, resuelve con el freno en plena vía. “Desde hace rato vengo diciéndote que me dejes en Central (uno de los supermercados en la avenida Municipal de Puerto La Cruz) pero si no le bajas volumen a esa vaina, ¡¿qué carajo vas a estar escuchando?!”. El reclamo no afecta al chofer, quien continúa atravesado en la avenida a la espera de cuatro nuevos clientes. Detrás de su vehículo se forma una cola de quejas al aire: “Muévete animal”.
“Arrancaaa peazo e’ viejo”. “Por eso es que el país está como está”… El chofer demora más de lo debido, como para acentuar la molestia. “Mi corazoncito está de luto por tu amor…”, nada detiene a Romeo en su plegaria musical.
Para un entierro
Dos hombres corren desde el Central y suben al bus. Uno es delgado y de piel morena. Viste de jean, “chemise” morada y gorra. En las manos lleva una paca de billetes de dos y cinco bolívares. El otro es el vocero, y pide al conductor que baje el volumen de la música. Inicia el discurso: “Bueno, mi gente, saquen sus carteras y presten atención, nada de billeticos de dos, ni moneditas porque nosotros no somos cochinitos. Nosotros podríamos pedirles sus cosas de valor pero no venimos a robarlos sino a solicitarles una colaboración. Ayer nos mataron a un compañero y tenemos que aportar para su entierro. Una mano ayuda a la otra, así que mi compañero va a pasar por sus puestos buscando ese apoyo que amablemente nos van a prestar”.
Aunque el episodio no es nuevo para los asiduos usuarios del transporte público, el temor manda en los rostros. La mayoría “colabora”.
“¿BCO? ¿Tiempo Nuevo? ¿Chuparín?”, pregunta nuevamente el cobrador a los potenciales clientes. Sudores mezclados con olor a gasolina siguen como sombras a quienes se bajan en la acera paralela al elevado de Puerto La Cruz, frente a una chamuscada edificación que alguna vez fue un bingo. La jornada está en sus primeras horas para el chofer, los pasajeros y la ciudad. Son las 8:30 am. El trayecto en carro particular dura la mitad de tiempo que lo que tarda regularmente el bus.
Media hora de retraso para entrar al trabajo. Tres bocadillos de plátano van en una cartera de donde salieron 10 bolívares que fueron ”donados” para un entierro incomprobable.
Romeo perdura: “Yo soy el poeta de mil penas y tú eres mi condena”. Las palabras resuenan aún horas después: “¡Vente que va vaciao!”. “Saquen sus carteras”. “No somos cochinitos”. “Quienes creen en nuestro Señor dicen Amén”.
Fuente: El Tiempo.com.ve
Por Vanessa Sá