No hay malabarismos retóricos que valgan. En Egipto la crisis política y económica desembocó en un golpe militar luego de violentas protestas populares en las calles contra el régimen de Mohamed Mursi, que incumplió sus promesas de prosperidad y convivencia tras la revolución contra el régimen despótico de Hosni Mubarak.
El depuesto presidente Mursi no honró el compromiso de pluralismo y mejor calidad de vida que, en junio de 2012, le mereció los votos de poco más de la mitad del electorado.
Mursi tuvo la oportunidad de hacer realidad la aspiración de cambio que los egipcios expresaron con sus votos e impulsar la transformación de Egipto.
Su desafío como presidente de la transición era muy grande: una economía por recuperar, un viejo entramado institucional corrupto y uno nuevo por construir, una vida política por asumir desde la pluralidad y, especialmente, mucha confianza y acuerdos por cultivar dentro y fuera de su país. El balance de un año y tres meses es desolador.
La economía no ha superado el desplome del crecimiento que padece desde 2008, acompañada por la caída de las inversiones, reservas internacionales en baja y endeudamiento en alza, una tasa de desempleo en aumento así como la escasez de energía y de alimentos que debe importar una insostenible economía de subsidios.
Más grave es el panorama político. Mursi copó los espacios de poder con sus socios políticos, los Hermanos Musulmanes. En medio de la transitoriedad, mediante decisiones “definitivas e inapelables por cualquier método o ante cualquier órgano”, se impuso sobre el Poder Judicial para así asegurarse, entre nombramientos de afines e investigaciones a opositores, el decisivo peso de los suyos en el Gobierno y sobre el proceso constituyente.
La nueva Constitución, de fuerte sesgo islamista, fue aprobada en diciembre de 2012 por un Parlamento disminuido y por menos de un tercio de los ciudadanos inscritos en el padrón electoral.
Lo más grave para la sociedad egipcia, y para el propio presidente, fue la pretensión de olvidarse de ese 48,3% de los egipcios que no votaron por él, proporción que creció a medida que se desnudó el proyecto de un régimen sordo y ciego ante una sociedad diversa, agobiada por graves problemas, que dejó de sentirse representada y así lo demostró en las calles desde hace meses.
Mursi y sus Hermanos Musulmanes no supieron comprender ni quisieron intentar algo que recordaba John Carlin en un escrito publicado en el diario El País: “Los grandes estadistas, los que pasan a la historia, como Mandela y Abraham Lincoln, son los que aspiran a unificar sus pueblos”.
No es difícil coincidir con el autor en que es eso lo que deberían hacer presidentes como Erdogan en Turquía, Maduro en Venezuela, Cristina Kirchner en Argentina, entre otros, en países que viven “las consecuencias de la ceguera ideológica, la división social o un pasado reciente complicado, con heridas aún por cicatrizar”.
Editorial El Nacional