Marta estaba cansada de partirse el lomo trabajando en una carnicería donde era cajera. Ya eran años y años que era empleada de ese establecimiento ubicado en un famoso centro comercial de la ciudad de Valencia, estado Carabobo. Con eso había levantado a sus dos hijos, se había comprado un carrito usado y había arreglado la casita que le dejó al morir su madre en el barrio Parcelas del Socorro.
Tenía 30 años, pero parecía que tuviera 50, dado el aplastante peso de las responsabilidades que llevaba sobre sus hombros. Era padre y madre, era ama de casa, era trabajadora y en sus ratos libres, vendía productos de belleza, comida o lo que fuera que le reportara algún dinerito extra para la manutención de su familia.
Pero Marta no era soltera. Su marido Yonaiker, era un sujeto de panza cervecera y jugador enfermizo de Parley, de loterías, piragua, rojo y de cuanto juego de envite y azar se le cruzara en el camino al muy sinvergüenza.
Hacía años que lo habían botado de su trabajo en una importante compañía ensambladora de vehículos y el dinero de la liquidación se lo comió y bebió en unos pocos meses. Desde entonces, había estado chuleando a su mujer sin contemplación alguna. A veces organizaba fiestas en la casa con sus panas y se “borraban de la pea”. Marta tenía que llegar del trabajo atendiendo a los niños, cocinando y limpiando el desastre de la juerga.
En eso de la comida, Yonaiker era muy exigente. No freía ni un huevo, pero sin importarle un cuerno que Marta estuviera trabajando o no, él tenía que meterse las tres papas diarias en una generosa mesa bien servida, si no, armaba la de Troya y el incendio de Roma juntos.
Yonaiker había abusado tanto de Marta, que su mamá, sus hermanos y sus amigas, le decían que lo mandara al carajo. Que ese tipo no valía la pena y que no se merecía una mujer tan echada pa´ lante como ella. Por alguna razón inexplicable para los estudiosos de la mente humana, Marta le toleraba todos los abusos sin chistar.
Un día como cualquier otro, Marta llegó a la casa muy cansada e iba pensando qué iba a cocinar para la cena, pues Yonaiker le había advertido que no le fuera a repetir la ración de pabellón que le había dado el día anterior, porque él quería comer algo diferente. Sumisa y obediente, Marta le iba a preparar la cena, pero algo en su cerebro estalló repentinamente. La mujer aguantadora, la que se calaba que el tipo la insultara, la abusara y hasta la golpeaba de vez en cuando, finalmente explotó. Pero explotó por una causa tan nimia como ridícula.
Al asomarse a la nevera donde ella había guardado un heladito de ron con pasas que se había comprado para disfrutarlo en la noche, se dio cuenta que no estaba. Al preguntarle a Yonaiker, éste después de insultarla, le dijo que él se lo había tragado y que si no le gustaba le avisara porque la tenía en salsa.
Marta, como una autómata, se metió al cuarto donde dormía con el abusivo sujeto y sacó de debajo de la cama un rolo ´e machete afiladísimo. Fue hasta la sala donde estaba echado Yonaiker viendo televisión y tomando cerveza. Se le paró enfrente y antes que el sorprendido sujeto pudiera articular palabra… ¡zuasssss! le cortó la cabeza sin contemplaciones.
Ojos en la sopa
La cabeza de Yonaiker, arrancada de cuajo, rodó por el mueble y cayó en medio de la sala, aún con los ojos abiertos y una clara mueca de dolor y gran sorpresa. La escena era dantesca; sangre del cuello cercenado salía a borbotones, chorreando las paredes y el mueble, yendo a caer como un río carmesí al suelo, formando un pequeño lago alrededor de la cabeza que quedó como una isla.
El cuerpo gordo quedó sentado en el sofá, con la mano derecha atenazando fuertemente la última lata de cerveza de su vida. Sumida en su mundo de brumas, la mujer arrastró el cadáver hasta cerca de la batea y lo picó con el machete. Los cortes eran precisos, como le habían enseñado los carniceros se hacía con las reses.
Los brazos, manos y piernas fueron seccionados y parte de ellos, fueron metidos en una gran olla sancochera. Por varias horas, la carne humana llevó candela y al final, estuvo lista la macabra sopa de color rojo y grandes presas. Como una zombi, Marta sirvió varios platos de “la sopa de huesos y carne humana” y los puso a la mesa. Por al menos dos días, estuvo sentada a la mesa, sin hablar, sin llorar, sin pensar; solo ahí, viendo enfriarse la sopa de marido.
Una comadre que estaba extrañada por no saber nada de Marta ni del vago de Yonaiker, llegó a la casa y tocó con insistencia. Finalmente, llamó a la policía porque todo era muy extraño. Cuando llegaron al sitio los agentes para casos especiales del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas, Carlos Salinas y Mario Pinto, ordenaron al equipo que forzara la puerta.
Un susurro mortal, un vahó siniestro y pestilente escapó de la casa al abrir la puerta. Era como si se hubiera escapado la compresión en un siseo reptilesco. Los agentes avanzaron cuidadosamente en la oscura vivienda, protegiéndose las espaldas los unos a los otros de cualquier hipotética sorpresa o ataque.
Al llegar al comedor, vieron la escena más espantosa que pudiera grabarse en sus retinas. La mujer sentada a la mesa, estaba desmelenada, con la mirada fija en los platos frente a ella. Estaba como muerta, pero aún respiraba. Ni se enteró que los agentes habían entrado a la estancia, ya no pertenecía a este mundo. Su mente vagaba quizás en las regiones inhóspitas de la locura.
Cuando uno de los agentes tomó una cucharilla y revolvió uno de los tazones de sopa, emergieron flotantes unos ojos humanos del fondo que clavaron su mirada muerta en él. Aquello era demasiado escalofriante como para soportarlo y el funcionario se fue en vómitos. En la nevera consiguieron el resto del cadáver. Envueltos en papel de aluminio o metidos en tazas plásticas con su respectiva tapa, estaban los riñones, pulmones, hígado y otros órganos que habían sido cuidadosamente cortados como para su posterior consumo.
Se tomaron muestras y se determinó que Marta había asesinado a su marido. Los agentes especiales intentaron hablar con ella para que regresara del mundo intangible de donde se había marchado, pero no lo consiguieron. Los forenses determinaron que la presunta caníbal no consumió nada de carne humana. Mientras que los expertos en psiquiatría, trataron inútilmente de determinar en qué momento Marta se había convertido en una asesina.
Sencillamente determinaron que la mujer se había vuelto loca y que toda la ira contenida durante tantos años, había salido a flote por una causa trivial. Su bestia subyacente tomó venganza de su abusador marido, pero su mente se anuló a sí misma por la magnitud de la monstruosidad cometida.
“Si nuestra mente se ve dominada por el enojo, desperdiciaremos la mejor parte del cerebro humano: la sabiduría, la capacidad de discernir y decidir lo que está bien o mal”; citó uno de los psiquiatras al Dalai Lama, tratando de buscar explicación lógica al accionar tan frío y brutal de Marta.
Marta nunca se recuperó. Su locura muda la destrozó a tal punto que luego de ser llevada a un psiquiátrico, su corazón se paralizó, muriendo de manera irremediable sin que hubiera una causa médica aparente.
Los agentes del Cicpc le dieron por llamar al caso, “el asesinato de la sopa de marido”. El hecho apenas sí se conoció. Pues la barbarie que implicaba, rebasaba todos los límites de la humanidad y la lógica que ninguna película de Hollywood podría superar por más desequilibrado que estuviera su productor o director. Caso resuelto.
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