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Si hubiese un ranking de leyes cuya realidad es la del puro adorno, posiblemente el denominado Reglamento Parcial de la Ley de Transporte Terrestre sobre el Uso y Circulación de Motocicletas en la Red Vial Nacional y el Transporte Público de Personas en la Modalidad Individual de Moto Taxis, aprobado en octubre de 2011, bien podría encabezar la lista: su largo y pomposo nombre se corresponde con su extendida inutilidad, con su reconocida y manifiesta impotencia.

 

Como tema de debate del estado de la violencia en las ciudades venezolanas, la cuestión de los motorizados es emblemática porque en ella confluyen múltiples factores que hacen del caso una realidad cada vez más compleja: la moto es instrumento de honrados trabajadores, pero también, cada vez más, de bandas de delincuentes; el servicio motorizado tiene un valor inapreciable como transporte público y de distribución de mercancías y correspondencias, pero también es causante de congestionamiento en las vías y de peligrosas situaciones de agresión verbal y física hacia los conductores de automóviles. Tener una moto se ha tornado acuciante para los delincuentes, que acaban con las vidas de trabajadores motorizados, para robarles el instrumento de trabajo.

 

Pero el eco de este problema va todavía mucho más allá: la imagen de uno o varios motorizados aproximándose ha adquirido el estatuto de lo terrorífico. El miedo al motorizado es un padecimiento que sigue creciendo entre peatones y conductores. Y ese miedo está directamente asociado a la cuestión de la impunidad: nadie en sus cabales podría negar que el motorizado se desenvuelve con una lógica más allá de la ley y más allá de la convivencia. Como si el motorizado, por el sólo hecho de serlo, gozara de un fuero que le permitiera desconocer y, todavía más, desafiar normas y leyes, y también a las autoridades encargadas de aplicarlas.

 

Salvo los delincuentes motorizados, nadie hoy en Venezuela apuesta al fracaso del ministro Rodríguez Torres. La sociedad entera está a la espera de una gestión que restituya el derecho a la vida y devuelva a todos los ciudadanos venezolanos las garantías básicas de circulación. La expectativa no se limita a que se cumpla con lo establecido en la ley de pomposo nombre. Hace falta superar la polarización y trazar estrategias y prácticas que surjan del diálogo y no de la imposición, entre los distintos cuerpos policiales.

 

Es urgente que las autoridades den inicio a un programa de encuentros con las comunidades, especialmente en las ciudades donde la muerte causada por delincuentes motorizados está en ascenso, para educarlas en la prevención. Y es imprescindible que todas las instituciones venezolanas, tanto del Estado como del sector privado, dialoguen con los trabajadores motorizados, y les persuadan de los enormes beneficios que tendrá para la convivencia el que se produzca un cambio real en la conducta del motorizado en las calles y avenidas de todo el país.

 

Editorial de El Nacional

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