Por ya conocido, no deja de ser llamativo y preocupante el silencio de nuestro vecindario ante la cada vez más derruida democracia venezolana. En días pasados estuvo por Caracas el presidente de Uruguay, José Mujica, en un ambiente aún cargado por los desórdenes alentados por el discurso presidencial y en las horas en las que se completaban las oscuras maniobras políticas y jurídicas para que la Asamblea Nacional cediera más poderes al presidente Nicolás Maduro y sus asesores.
Desde Montevideo dijo Mujica que extrañaba a Chávez y, antes de venir a Caracas, estuvo en Brasilia para reunirse privadamente con Dilma Rousseff. Atribulados como andamos los venezolanos bajo grandes y graves presiones a nuestras libertades y calidad de vida, es inevitable que nos preguntemos si en ese encuentro no se dijo o propuso nada en cuanto a Venezuela; si no se habló de ponerle algún freno desde el Mercosur, quizá por eso indispuesto a seguir como si nada el rumbo de su reunión de diciembre en Caracas; si Mujica no trajo algún mensaje a Maduro, tal vez implícito en su remembranza de Chávez, advirtiéndole sobre lo que pueden traer los demonios que está invocando. Pero no, a partir de lo que ya conocemos nada de eso es verosímil.
Lo que trascendió públicamente en Caracas fue lo de siempre: más trueques de bienes y deudas. En ese aspecto justo es decir, si cabe lo de justicia en este caso, que Mujica no ha sido el único visitante en busca de ajustes en los saldos.
Por Caracas han estado desfilando desde hace al menos un par de años presidentes, expresidentes, cancilleres y otros ministros, bien para cobrar deudas pendientes con empresas y exportadores de sus países, bien para no perder los beneficios del régimen que ha utilizado el petróleo como recurso político y para hacer negocios con los gobiernos que le ofrezcan respaldo incondicional o sepan callar oportunamente. Unos en mora con los otros, en relaciones en las que crece la deuda de unos y otros con los venezolanos.
Si no razones de principios, quizá motivos prácticos, los de su propia seguridad, deberían haber movido al vecindario a considerar con seriedad el derrumbe institucional de Venezuela. Quizá la memoria del sufrimiento propio tendría que haberlos conmovido al constatar en informes o solo por la prensa las noticias que revelan la ofensiva contra los derechos humanos y la militarización del régimen.Pero tampoco.
Se ha impuesto la inercia, el acompañamiento activo o pasivo en el desmantelamiento de los compromisos regionales y hemisféricos con la democracia, los derechos humanos, la franca cooperación económica y de seguridad. Así ingresó Venezuela al Mercosur, violentando normas y dando la espalda a la voz del Parlamento paraguayo. Voces que también se escuchan –aunque no lo suficiente– en organizaciones, medios y sociedades del vecindario.
Otros tiempos vendrán como fruto de la persistencia democrática de los propios venezolanos y habrá de contarse toda esta historia, ojalá que para aprender de ella.
Editorial de El Nacional