«Piden ser reconocidos como rohingya, pero nunca ha existido semejante grupo étnico en Birmania. El asunto bengalí es un problema nacional y debemos unirnos para que se sepa la verdad». El comentario, colgado en su muro de Facebook, define la determinación del general Min Aung Hlaing, comandante en jefe del Tatmadaw (Ejército), jefe del Estado Mayor birmano y máximo responsable de la represión contra los rohingya de acabar con un problema que a su juicio no debería existir en Birmania. Como tampoco existe, a sus ojos, el colectivo sometido a una campaña de limpieza étnica según la ONU: sólo son un puñado de inmigrantes.
Mientras el mundo critica a la dirigente y premio Nobel Aung San Suu Kyi, el verdadero responsable de la campaña antirohingya, el general Hlaing, de 61 años, pasa desapercibido en el exterior mientras aúna apoyos en el interior del país abogando por la unidad nacional contra el colectivo musulmán. Los derechos humanos de esta minoría étnica, que carece de nacionalidad (no está incluida entre las 135 etnias nacionales) y es tachada de inmigración ilegal bengalí, nunca han figurado en la agenda de los activistas birmanos, y son negados sistemáticamente por asociaciones budistas xenófobas como Ma Ba Tha, que consideran que los derechos universales merman los derechos de los budistas y defienden ardientemente la mano dura militar.
El general Hleing, con fama de hombre reservado y despiadado, lleva seis años a cargo de los uniformados. Su carrera se ha caracterizado por una continua demostración de fidelidad a la Junta a base de mano dura. La impunidad, las exacciones y el más absoluto desprecio hacia los Derechos Humanos siempre caracterizó al Tatmadaw y el general representa bien esa tendencia.
Hlaing fue uno de los defensores de la brutal represión de la Revolución de Azafrán, las movilizaciones multitudinarias encabezadas por monjes budistas en 2007 para exigir una bajada de precios que abaratase el coste de la vida y minimizase la ingente pobreza en Birmania: fueron respondidas con tiros y detenciones. Cientos murieron, y cientos acabaron en prisión. La crueldad de Hlaing (en 2009, dirigió una operación militar contra el Ejército Alianza Democrática Nacional de Birmania en la región de Kokang caracterizada, una vez más, por los abusos, los crímenes y el saqueo, 37.000 refugiados huyeron entonces a China) le ganó sucesivos ascensos, hasta que en 2011 reemplazó al general Than Shwe como responsable del Estado Mayor.
Las tácticas empleadas hoy en Rakhine son habituales para sus tropas, sin que el general haya lamentado o cuestionado nunca su comportamiento. Hlaing se refirió a la persecución contra los rohingya el 1 de septiembre, en la capital birmana, Naipyidó, cuando tachó la «operación de limpieza» de «asunto inacabado» desde la Segunda Guerra Mundial y describió ante diplomáticos y militares la persecución de los musulmanes como una obligación patriótica de sus tropas para preservar las fronteras nacionales e impedir que los rohingya se hagan con su propio territorio en el norte del Estado de Rakhine.
«No dejaremos que suceda de nuevo»
La alusión histórica se refería a una de las grandes heridas abiertas entre ambas comunidades: en 1942, los rohingyas -aliados con los colonialistas británicos- se enfrentaron con los budistas en Arakan, afines a los ocupantes japoneses, en choques armados que se cobraron decenas de miles de muertos. «No dejaremos que semejante terrible acontecimiento suceda de nuevo», se justificó el general.
La diferencia es que el Ejército de Salvación Rohingya de Arakan -facción responsable de los ataques que dieron pie a la actual ofensiva- no puede equipararse, ni de lejos, con el Tatmadaw: sus combatientes son paupérrimos aldeanos, y entre sus armas se cuentan más cuchillos, tirachinas y dardos caseros que fusiles: los pocos que tienen se los han robado a los guardas de frontera en la ofensiva que desencadenó la barbárica respuesta militar contra la población civil.
La invocación del enemigo religioso funciona en una sociedad donde el budismo es parte de la identidad nacional, como explican algunos analistas. «Ésta puede ser la razón por la que la violencia se ha intensificado desde el final del Gobierno militar: la democratización, a ojos de muchos, corre el riesgo de nivelar el campo político y otorgar a los rohingyas una plataforma desde la cual erosionar la posición social del budismo y, de esa forma, una identidad nacional entrelazada con la fe», escribía Francis Wade, autor de ‘El Enemigo Interno de Birmania’. «Como decía recientemente un miembro del grupo ultranacionalista Ma Ba Tha, ‘no queremos que los musulmanes devoren nuestro país, porque entonces este país se transformaría en musulmán y la tierra heredada de nuestras generaciones anteriores se perdería en nuestra era'».
«Los bengalíes de Rakhine no son ciudadanos de Birmania»
El pasado 27 de marzo, el general Hleing ya defendió la brutal represión contra los rohingya que derivó en un millar de muertos (entre ellos niños y bebés), cientos de violaciones y miles de detenciones: unos 80.000 civiles rohingyas huyeron a Bangladesh tras aquella operación «antiterrorista» del Ejército. La explicación del general fue sorprendente. «Ya hemos explicado al mundo que no tenemos rohingya en nuestro país. Los bengalíes de Rakhine no son ciudadanos de Birmania: son sólo gente que ha venido a quedarse. Tenemos la obligación de hacer lo que debamos, según la ley, y también de proteger nuestra soberanía cuando se ve amenazada por problemas políticos, religiosos o raciales», dijo en el Día de las Fuerzas Armadas. Esa retórica es combatida por los rohingyas, que aseguran que su presencia data de muchas generaciones, y también contrasta con textos académicos que datan presencia rohingya en el siglo XVIII e incluso con declaraciones del primer dirigente de Birmania tras la independencia británica, U Nu, quien ya se refirió a los rohingyas como una de las comunidades étnicas de su país.
En Rakhine, los uniformados son budistas, como en el resto del país, y también ellos se sienten amenazados por los musulmanes en consonancia con su máximo responsable, símbolo de la línea dura que ha caracterizado a los militares durante los 50 años controlaron el poder mediante una Junta y que, en cierta forma, los siguen haciendo. Aung San Suu Kyi, que se ha caracterizado por su desprecio hacia los musulmanes desde que accedió al poder, en 2015, no tiene competencias en materia de Seguridad, como apenas tiene poder sobre la res pública: su Gobierno es prisionero de los militares.
«Según la Constitución birmana diseñada por los militares, Suu Kyi no tiene el control del Ejército, que es independiente del Gobierno civil. El Ejército controla la policía, los servicios de seguridad, las prisiones, las fronteras y casi todo el funcionariado, y además elije al 25% de los miembros del Parlamento. Dado que es necesario que el apoyo del 75% de los diputados para cualquier cambio constitucional, Min Aung Hlaing tiene de facto derecho a veto. Él lidera un segundo Gobierno en Birmania, un [Gobierno] armado», escribía sobre él Mark Farmener, director de Campaña para Birmania-Gran Bretaña.
Algunos analistas no descartan que el general Hlaing esté provocando el desgaste de la dirigente civil birmana para promover de forma indirecta su dimisión y reforzarse así en el poder.
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