La eficiencia del mercado de valores es uno de los ámbitos de las finanzas aplicadas que más atención ha recibido en el último medio siglo. Sin duda alguna, el economista estadounidense Eugene Fama es el principal investigador en este campo desde que publicó en 1965 su Hipótesis del mercado eficiente, que definía como un «juego equitativo» donde los precios de las acciones incorporan toda la información disponible, siendo éstos los precios de equilibrio que se corresponderían con el valor teórico o intrínseco de los títulos. En otras palabras, si se cumplen los supuestos de competencia en los mercados en términos operativos, es decir, un número suficiente de agentes participantes, unos costes óptimos de transacción, y un determinado nivel de profundidad y liquidez del mercado, cada vez que se disponga de nueva información respecto a una sociedad cotizada, el mercado operará los mecanismos necesarios para incorporarla de manera inmediata al precio, ajustando la cotización a una nueva posición de equilibrio que reflejará en ese momento el nuevo valor fundamental de la compañía respectiva.
Si bien la eficiencia se puede entender como condición necesaria desde una perspectiva operacional del mercado, ésta no es suficiente porque requiere de la dimensión informativa para lograr su máximo alcance, y por ello los desarrollos posteriores de la hipótesis de Fama profundizaron en el análisis del grado de disponibilidad y naturaleza de dicha información, a través de los denominados tres niveles de eficiencia, débil, semifuerte y fuerte, que alcanzaron contrastaciones empíricas con éxito, fundamentalmente en los dos primeros casos.
No obstante, hay un aspecto crítico al que los estudios no han prestado la suficiente atención y que tiene que ver no tanto con el grado de disponibilidad de la información, sino con la relevancia de esta para el inversor, así como con la frecuencia y modo de comunicar responsabilidad, que en las sociedades cotizadas recae en la función de relaciones con inversores.
Conviene recordar que en los años sesenta del pasado siglo, cuando el análisis de la eficiencia del mercado estaba en su apogeo, las relaciones con inversores apenas existían como función corporativa en las sociedades cotizadas, y en todo caso, se entendían en un plano de actividad de «relaciones públicas». Hoy, esta disciplina ha alcanzado una mayor consideración estratégica, cuya principal misión constituye el diseño y ejecución del denominado programa de relaciones con inversores, para comunicar de manera sistemática el conjunto de acciones estratégicas, operativas, organizativas y financieras a todos los grupos de interés, empleando cualquier medio, documental, presencial o digital, y preservando los principios de no discriminación y simultaneidad, de tal forma que ninguna audiencia obtenga una ventaja comparativa en el acceso a la información relevante de la compañía, y así contribuir a la formación del precio «justo» de la acción, al que se refería Fama.
Hoy, las relaciones con inversores condicionan la toma de decisiones de los inversores racionales, así como la calidad del trabajo de los analistas de inversión. No es posible, por tanto, disociar la disciplina de relaciones con inversores del concepto de eficiencia de mercado, porque la primera es parte esencial para la consecución de lo que se entiende por un mercado de valores eficiente. En este sentido, conviene subrayar que no es condición suficiente que la información divulgada por la compañía esté simplemente disponible y en igualdad de condiciones de acceso, sino que, además, debe ser completa, actual y con frecuencia regular, y lo que es más importante, tener toda la relevancia necesaria. La pregunta, entonces, es si contamos en nuestro mercado con un estándar de práctica homogénea y avanzada en términos de relaciones con inversores por parte de las empresas cotizadas, que nos permita hablar de eficiencia de mercado en sentido global, o más bien de mercados eficientes a nivel particular por compañías. La respuesta a esta pregunta, quizás, pueda hallarse dando un paseo aleatorio, no por Wall Street —como dice Burton Malkiel— sino por los sitios webs corporativos para inferir la dispersión existente en el grado de calidad de la políticas de comunicación con inversores y analistas, que probablemente tenga su correspondencia con el grado de liquidez y profundidad de los valores respectivos en el mercado.
En un momento en que se anuncian nuevas salidas a Bolsa, conviene recordar que en nuestro país disponemos de un mercado de valores organizado que garantiza la eficiencia operativa, y una regulación de los mercados que vela por crear las condiciones óptimas para la toma de decisiones de los inversores. En este contexto, las sociedades cotizadas deben tomar conciencia de que su papel en el proceso de formación de precios de equilibrio no debe relegarse a la inercia de su mera presencia en el mercado, ni a que las expectativas sobre el valor se deriven exclusivamente de terceras fuentes.
Todo lo contrario, debe existir un diálogo bidireccional con la comunidad de analistas e inversores, objetivo y sin sesgo, entre otras razones para facilitar a los analistas su labor de emitir opiniones independientes. El reto para las relaciones con inversores está, en definitiva, en generar confianza a los inversores, y minimizar las probabilidades de que éstos tomen decisiones irracionales o guiadas por factores psicológicos, que al final conduzcan a las burbujas que Robert Shiller definía en la Exuberancia Irracional como «bucles de retroalimentación positiva», alejándonos de la idea de mercado eficiente de Fama.
El País