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Manifestación y represión

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Manifestación y represión

Como consecuencia del llamado de presidente Guaidó, la dictadura ha desatado una represión que convoca a una alarma sin reservas. El capítulo de la vida venezolana que se está iniciando requiere, para su caracterización, una referencia a cómo los detentadores de la fuerza quieren detener  mediante la crueldad y la sangre  la clamorosa respuesta que ha dado la sociedad a la convocatoria de la autoridad legítima.

 

 

Todos lo hemos visto, o hemos estado involucrados como ciudadanos: una mayoría apabullante de la sociedad se ha echado a la calle, atenta a la dirección del único jefe de estado que reconoce y desesperada por la terrible crisis que la asfixia. En Caracas y en las capitales de todos los estados, en las poblaciones medianas, en las aldeas y en los campos, las concentraciones masivas han manifestado una voluntad de cambio que no permite dudas, que demuestra que hay una sola decisión tomada en materia  política: la salida del usurpador.

 

 

Pero también hemos visto la soledad del sujeto que pretende aferrarse al poder. Las manifestaciones que convoca son de una pobreza que raya en la insignificancia. Escuálidas agrupaciones de personas, alejadas del entusiasmo y sin convicción por lo que están haciendo, o por lo que les obligan a hacer, son la flaca compañía de un régimen cada vez más abandonado por la ciudadanía, cada vez más alejado del sentir popular, cada vez más arrinconado en una desierta parcela.

 

 

Basta un vistazo de lo que pretenden los voceros de la usurpación asomar como apoyo en los medios de comunicación que controlan, generalmente amañado, abultado por trucos sobre las imágenes con el propósito de engordarlas, para comprobar el  abrumador desbalance que existe si se observa la clamorosa participación de la colectividad opositora en los actos de calle ocurridos en los dos últimos días: millones de venezolanos con Guaidó, apenas unos miles con el usurpador. Ante este contraste y frente a la imposibilidad de cambiarlo, porque no existe manera razonable de provocar una mudanza efectiva de las posiciones colectivas que ya se han decantado, el usurpador apela a la violencia.

 

 

No es una situación nueva, ya hemos padecido la inclinación del usurpador por la agresión de la sociedad, ya sabemos que no tiene otra fórmula para mantenerse en Miraflores, pero conviene recalcarla porque estamos transitando un nuevo capítulo de la lucha por su desplazamiento, que puede llegar a situaciones de crueldad mayores que las de antes. En su despeñadero, el usurpador no tiene otra manera de evitar una caída cada vez más cercana y amenazante. La represión que ya han sufrido los manifestantes puede palidecer, si imaginamos la que puede poner en marcha una bestia acorralada y desesperada que solo cuenta con la complicidad de los individuos de su entorno.

 

 

Tal vez no haya nada que buscar en los sentimientos de la gente que rodea al usurpador para pedirles raciocinio ante el desafío que enfrentan, mucho menos el solicitarles muestras de piedad ante un pueblo desesperado, pero quizá no resulte baldío un llamado a las fuerzas armadas. No solo porque algo de republicanismo aprendieron en las aulas de sus academias, que los lleve a una reflexión sobre el horror que ya estamos padeciendo y lamentando, sino también por el hecho de que la sangre que ha comenzado a correr ha sido derramada por la acción de elementos paramilitares. Militares y facinerosos no pueden congeniar, se supone. De allí que el contraste sobre el cual se ha escrito ahora deba considerarse con especial atención por los señores del Alto Mando y por todo uniformado que no quiera relacionarse con la inhumanidad del madurismo.

 

 
 Editorial de El Nacional

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