Es emblemática la improductividad minuciosa del socialismo, la forma implacable como destruye las estructuras productivas de los países, y al final, los deja sin alimentos, medicinas, bienes y servicios, ni las divisas para importarlos.
El resultado es un país al borde de la ruina, cuyos habitantes viven para esperar en largas colas que, a alguna hora del día o de la noche, lleguen la harina de trigo o maíz, el arroz, la carne, el pollo, la leche y la pasta para retirarse a sus casas a medio dormir. y al otro día, volver al ritual de esperar, hacer colas y retirarse con algo.
Son pueblos a las puertas de la hambruna, o transitando por ella, y con un monstruoso aparato represivo encima, listo para golpear, torturar, detener, exilar o liquidar a quienes no les gusta tal “paraíso”.
En Venezuela, sin embargo, el castrochavismo -siempre tan creativo- ha inventado una variante, como es tolerar una parte de la empresa privada, permitirle, por ejemplo, producir alimentos, pero ¡eso si!, con una condición: quien los reparte y lleva la comida a los hambrientos, es el gobierno.
En otras palabras: que el esfuerzo de invertir, sembrar, abonar, cuidar los cultivos, y al final, cosecharlos, es del empresariado privado, mientras el gobierno los recoge y lleva a los centros de consumo al grito de: “Viva el socialismo y muera el capitalismo que le roba la comida a los pobres, pero nosotros, por inspiración de “presidente eterno”, Chávez, se los devolvemos”.
Habrá quien lo crea, y hasta lo celebre, pero en lo que si no hay dudas, es que se trata de una argucia para extender a los empresarios la esclavitud que ya sufren los pobres, pues, si los obligas a producir y, además, les robas los productos, eso se llama reducirlos a la esclavitud.
Y quien sabe si hasta con el aplauso de países capitalistas y democráticos que dicen que en Venezuela se respetan los derechos humanos, y en especial, el derecho a la propiedad.
Manuel Malaver
@MMalaverM