En marzo de 2016 ocurrió un hecho que ha resultado de gran significación para la sociedad rumana: fue abierto al público el palacio de 14.000 metros cuadrados, donde el dictador comunista Nicolae Ceaucescu y su esposa Elena vivieron por 26 años. Ubicado en Bucarest, tiene, entre otras menudencias, 80 habitaciones, una sala de cine, un baño de 90 metros cuadrados para uso exclusivo de la pareja, pisos de mármol, plazas, jardines interiores, lámparas y alfombras que, en la opinión de los expertos, superan por su calidad y por su valor a las del Palacio de Golestán, en el casco histórico de Teherán.
Un caso muy destacado entre los dictadores comunistas es el de Mao: llegó a disponer de 52 mansiones distribuidas en la geografía de China. Una de las características que destaca en la mayoría es el tamaño de sus habitaciones, donde podían encontrarse varias camas y sofás. Cada mansión contaba con su respectiva red de concubinas, con las que Mao pasaba las tardes. También era común que las invitara a disfrutar de un lujo que estaba prohibido para el resto de los chinos: ver películas norteamericanas en las salas de cine que eran habituales en estos palacetes siempre custodiados.
La casa de veraneo –una dacha– que Stalin ordenó construir en un bosque de Georgia, frente al lago Ritsa, en 1947, contaba con una sala de billar, una inmensa biblioteca, pisos de madera, alfombras y paredes cubiertas de lujosas cortinas, así como edificios anexos donde vivían y montaban guardia más de 300 funcionarios que se ocupaban de su seguridad. Como esta, Stalin tenía otras 4 casas de veraneo. Como vivía bajo el temor de ser asesinado, no informaba nunca a cuál de ellas viajaría. Las cinco dachas tenían en común dificultades de acceso, extremas medidas de seguridad y la imposibilidad de llegar a ellas si no se conocía la geografía de los lugares donde habían sido construidas.
Estos tres ejemplos no son excepcionales: en la historia del comunismo ha sido característico que los dictadores y los miembros del partido y el gobierno se enriquezcan, lleven vidas de reyezuelos y escenifiquen sus fantasías, tal como ocurre con los narcotraficantes. Si se piensa bien, que Evo Morales haya ordenado construir un enorme museo en homenaje a sí mismo recuerda las fantasías de Pablo Escobar volcadas en su finca La Mayoría, ahora convertida en un parque temático. Fidel Castro es otro caso emblemático: la isla Cayo Piedra, donde vivía a menudo, era el lugar para una vida de whisky y champán, langostas, corderos asados, piscina, jacuzzi, casa de huéspedes, chefs, mayordomos, guardaespaldas, vinos de 1.000 dólares por botella y el famoso yate Aquarama II, donde organizaba fiestas interminables con los capitostes de su dictadura.
En todos los casos –en los que habría que sumar el grotesco desbordamiento de propiedades y opulencia en la corte de los Ortega en Nicaragua– esta riqueza exacerbada, que siempre ha permeado hacia las familias y los principales jefes de esos regímenes, ha contrastado con la pobreza extendida y crónica de sus respectivos países. Se trata del modelo de fondo de las revoluciones comunistas, que se ha reproducido, de modo inexorable, desde hace más de un siglo: se convierte a las sociedades en sociedades de hambre, para que el pequeño grupo que detenta el poder mantenga un nivel de vida de abundancia y placeres crecientes.
Pero todos estos casos aquí recordados apenas nos sirven como referencia para describir el fenómeno de los trillonarios de la revolución bolivariana. Su utilidad es escasa, no solo con respecto al tamaño de las riquezas, sino también por las prácticas con las que se construyeron las inmensas fortunas del chavismo-madurismo. Veamos.
La operación del chavismo-madurismo consistió en un asalto masivo y organizado a un país que producía más de 3 millones de barriles de petróleo al día, durante los años en que el precio osciló entre los 120 y los 150 dólares por barril. Economistas que han debatido la cuestión señalan que la cifra aportada por Jorge Giordani y Héctor Navarro, de 300 millardos de dólares, debe ser todavía mayor, entre 70% y 80% superior, es decir, que lo robado supera la cifra de 500 millardos de dólares, obtenidos a través de mecanismos como sobreprecios, compras ficticias, comisiones de porcentajes insólitos, chantajes a empresarios, contrabando de gasolina, de oro y otros metales, robo y venta de cargamentos petroleros, venta de pasaportes, pagos recibidos por la protección de terroristas en territorio venezolano y un sinfín de métodos delictivos, cuyo culmen no es otro que la asociación de civiles y militares a la actividad de narcotráfico, que ha convertido a Venezuela en el puerto de salida hacia el mundo de droga que se produce en Perú, Ecuador y Colombia.
Esta es la realidad sobre la que cierta izquierda hace silencio –el partido Podemos, por ejemplo–, porque se han beneficiado del dispendio de los dólares petroleros. Ningún antecedente pudo anunciar que un número tan extendido de poderosos, familias, ministros, directivos de empresas estatales, militares de alto rango y muchos otros funcionarios, pudieran hacerse de fortunas cuyo rango está entre las decenas y los miles de millones de dólares. Esto hay que repetirlo una y otra vez: la más oligárquica y enriquecida casta del planeta, la más devota de monedas como el dólar y el euro, la más inescrupulosa, es la de los trillonarios del chavismo y del madurismo.
Y como si aplicara el principio de lo inversamente proporcional, en ninguna otra parte del mundo el empobrecimiento, en dos décadas, ha sido tan acelerado y extremo. En ninguna otra economía la brecha entre ricos y pobres ha alcanzado desproporciones semejantes. No hay país donde una banda de delincuentes haya diseñado y ejecutado un saqueo tan ilimitado a sus bienes y riquezas, con el apoyo de una parte de los poderes públicos y el concurso activo del Alto Mando Militar de las fuerzas armadas.
Editorial de El Nacional