Como hemos afirmado aquí en otras ocasiones, la Iglesia Católica viene desempeñando un papel de sobresaliente protagonismo en la política de la actualidad. Cambió su silencio del pasado por una asidua participación en los asuntos fundamentales de la sociedad. Dejó la prudencia de ayer para meterse de lleno en la propuesta de soluciones sobre los problemas que nos agobian. A través de la Conferencia Episcopal Venezolana y del trabajo en las parroquias, ha ofrecido testimonios de compromiso de los que no hizo gala en otros tiempos. Quien busque las razones del vínculo de los pastores con las urgencias de la sociedad, y del regocijo que ha producido en la ciudadanía, topa con una beligerancia excepcional que, necesariamente, coloca a las mitras en primer plano.
Del seno de la Iglesia ha brotado esa solidaridad, ese interés por el arreglo de los asuntos terrenales, pero también hay un factor alrededor del cual gira el crecimiento de la influencia del culto mayoritario de los venezolanos y la multiplicación del respeto que se han ganado los obispos y los sacerdotes: la situación de calamidad que, por desdicha, distingue a la realidad venezolana. Hablamos de penurias pocas veces vistas, de padecimientos que no han sucedido como suceden ahora, de vicisitudes realmente espantosas que forman parte de un teatro sobre cuyos detalles no se tiene memoria. ¿Cuál es su relación con el lugar principal que ahora ocupa la Iglesia, independientemente de la conducta asumida por sus prelados?
Desde la antigüedad, cuando las sociedades se enfrentan a situaciones calamitosas que no pueden resolver por ellas mismas, o que sienten que no está en sus manos la salida, o que advierten la lejanía y la indiferencia de sus gobernantes, las víctimas miran al cielo para clamar por ayuda divina. Sienten que lo que no se arregla en la Tierra depende de desenlaces metafísicos. Están seguros de que el divino manto los protegerá, mientras los señorones de los gobiernos exhiben su indiferencia y su desidia. Por eso acuden a los oficios del templo, abarrotan las procesiones, besan las reliquias de los bienaventurados, hacen penitencias públicas y multiplican las devociones en los hogares. Dios dará lo que escamotean los poderosos, la Providencia sustituirá a los malos gobiernos.
Se dirá que acudimos ahora a imágenes medievales, a exageraciones que no ocurrirán hoy entre nosotros, pero conviene recordar las reacciones de los pueblos de la actualidad frente a los desastres naturales y frente a otros infortunios de naturaleza masiva, para ver cómo se aferran a sus relicarios y a su fe en la misericordia del Creador. ¿No estamos, aquí en Venezuela, sumidos en una catástrofe de naturaleza humanitaria que nos retrocede a los tiempos de centenares de colectividades huérfanas de auxilio terrenal a las cuales solo les quedaba el remedio de rezar por la salvación de sus vidas? ¿No miramos cada vez más hacia arreglos que jamás ofrecerá el gobierno, ni tampoco la política de todos los días, que nos llevan a los rezos como única tabla de salvación?
La Iglesia se ha ganado el lugar prominente que ahora la distingue, como dijimos al principio, pero ahora debe administrar el nuevo clamor que la reclama, antes de que el demonio de una dictadura impía se lleve a quienes se ponen de rodillas ante los altares para sobrevivir. A esas situaciones, que parecían remotas, nos ha llevado el socialismo del siglo XXI. Con esos nuevos desafíos topa la fe mayoritaria de los venezolanos, en su nuevo papel de guía de la sociedad.