Transparencia Internacional decidió tomar como referencia para su Índices de Percepción de la Corrupción la gestión que han hecho los países para enfrentar la pandemia del covid-19. Por supuesto que Venezuela salió raspada, porque los recursos que se suponen iban destinados a fortalecer el sistema de salud y atender a los enfermos los ha manejado el régimen sin ningún control.
Hay que estar claros, los países que encabezan la lista en Latinoamérica como “menos corruptos” no es que no la padezcan, sino que tienen controles institucionales que posiblemente le pongan freno. Pero Venezuela es un país sin ley desde hace más de 20 años, así que no debe extrañar que aparezca en el puesto 15 este año (se evalúa de 0 a 100, siendo el mayor número la mejor posición en la lista).
De acuerdo con el informe de Transparencia Internacional, Venezuela repite entre los peores de la lista, desde hace años ni siquiera da un pasito adelante para luchar contra este flagelo. Pero lo más grave es que mientras más se vive en un ambiente corrupto, pareciera que la población lo percibe como normal.
El régimen es corrupto desde sus inicios, desde aquellos millones que se perdieron con el primer Plan Bolívar 2000 que ya nadie recuerda. Los controles cambiarios impuestos por los rojitos hacen que Recadi sea un cuento de hadas y de allí han salido miles de dólares que ahora duermen felizmente en bancos suizos.
Pero más allá de las grandes sumas de dinero que se han embolsillado los rojitos, la corrupción está hasta en las pequeñas acciones porque la impunidad reina a cualquier nivel. Desde el vigilante de un despacho público al que hay que darle propina hasta el funcionario que pide que le paguen en divisas por debajo de cuerda. Ya se trata de un problema endémico que el que se decida a encabezar un equipo para recuperar al país debe enfrentar como lo que es, una plaga que se ha instalado hasta en las bases de la población.
Y la única arma para acabar con este flagelo por el que desgraciadamente el país encabeza una lista tan lamentable es la educación. No se puede enfrentar de otra manera si realmente se quiere acabar con esta práctica. Lo otro, fortalecer las instituciones que deben encargarse de la contraloría a nivel local, estadal y nacional. Nada de poner amigos o militantes de partido en frente de estos organismos sino a personas de probada honestidad. Además, asegurar que por este delito no haya más impunidad.
El remedio está claro, el problema es quién le pone el cascabel al gato.
Editorial de El Nacional