Hacerlo sentaría un precedente para las futuras crisis sanitarias que, casi con seguridad, enfrentaremos.
La decisión de los Estados Unidos a favor de liberar las patentes de las vacunas contra el COVID-19 es un paso importante para acabar con la enorme desigualdad de acceso, aunque no va a solucionar la escasez mundial, al menos no en el corto plazo. Mientras la pandemia sigue haciendo estragos, la discusión sobre las patentes pone de presente el problema que supone el monopolio de las empresas farmacéuticas en tiempos de crisis y la necesidad de considerar las vacunas como un bien público mundial.
Desde el año pasado, India y Sudáfrica lideran una propuesta ante la Organización Mundial del Comercio (OMC) para suspender temporalmente las patentes de las vacunas y otras tecnologías contra el coronavirus. Si esta exención se adoptara, compañías y Estados alrededor del mundo podrían fabricar estas vacunas libremente sin temor a enfrentar demandas y sanciones.
Estados Unidos tiene una larga tradición de castigar a los países que violan las patentes de empresas farmacéuticas. Por eso la decisión de Biden ha sido aplaudida por instituciones públicas, organizaciones humanitarias y expertos de salud pública, y tiene el potencial de sentar un precedente para futuras crisis sanitarias que, casi con seguridad, enfrentaremos.
Con todo, existen varios obstáculos para la liberación de las patentes. Por una parte, la OMC funciona por consenso entre sus 164 miembros y aunque más de 100 países, sobre todo emergentes, apoyan la medida, habría que sortear la oposición de grandes economías como Reino Unido, Japón y la Unión Europea. La nueva postura de la administración Biden puede ejercer presión y convencer a otros países a ceder para llegar a un acuerdo, pero son negociaciones que podrían tardar meses, en medio de una tragedia que no da espera.
Además, liberar las patentes sería solo el primer paso. Las tecnologías con que se fabrican las vacunas son tan importantes como su fórmula, y la OMC no tiene el poder para obligar a las farmacéuticas a compartir este conocimiento, aunque los países sí pueden hacerlo cuando negocian con ellas. Finalmente, se necesitarían enormes inversiones para aumentar la capacidad mundial de manufactura de vacunas, especialmente las que usan nuevas tecnologías, pues durante el último año los problemas y retrasos en la cadena de producción han sido la norma.
Como era de esperarse, a las farmacéuticas no les hizo ninguna gracia el anuncio de la administración Biden y tampoco tienen la intención de compartir patentes que les representarán billones de dólares en ganancias en los próximos años. También señalaron, con razón, que parte de la culpa por la escasez es de los países ricos que están acaparando vacunas, en lugar de compartirlas de manera más equitativa con las naciones en desarrollo.
Luego están los argumentos, bastante cuestionables, de que las protecciones a la propiedad intelectual son cruciales para promover la innovación científica y que la ausencia de lucro desincentivaría el desarrollo de nuevos fármacos, pero olvidan mencionar que la inversión pública fue determinante para el desarrollo de las vacunas contra el coronavirus. La de AstraZeneca recibió al menos un 97 % de financiación estatal y humanitaria, y la tecnología en la que se basan las vacunas de Pfizer y Moderna también fue financiada durante décadas con dineros públicos antes de ser adoptada por las empresas farmacéuticas.
Por eso, como bien dijo la representante comercial de Estados Unidos, Katherine Tai, “las circunstancias extraordinarias de la pandemia de COVID-19 exigen medidas extraordinarias”.
Editorial de El Espectador