No le faltó razón al gobernador de Miranda, Henrique Capriles, cuando afirmó ante los medios nacionales e internacionales que el señor Maduro y su camarilla de civiles y militares están dispuestos a cometer «cualquier cantidad de locuras en las próximas horas, antes de que se cumpla el último requisito para activar el revocatorio».
Basta con recordar que lo que está a la vista no necesita anteojos, como bien lo repetían con asidua certeza nuestros abuelos. Lo que Venezuela está mirando en estos momentos es una ola represiva de tal magnitud y ferocidad que, por ingenuidad, creíamos desterrada para siempre de nuestras vidas cotidianas. No era difícil predecir que esa estrecha unión de admiradores del comunismo cubano con un grupo de militares ambiciosos y sedientos de poder terminaría, por desgracia, apelando al uso de la fuerza y de las armas para afianzarse indefinidamente en el poder.
Pero a tan desgarrador horizonte siempre se le oponía la condición institucional y respetuosa de la ley exhibida por la mayoría de nuestros soldados y oficiales que, luego de los violentos años de la década de los sesenta, reflexionaron profunda y moralmente y establecieron una franja que claramente delimitaba la represión política como un área civil y, como era lógico, apartaba ese menester vil y degradante de la función enaltecedora de nuestra Fuerza Armada Bolivariana, garante de la soberanía y de la integridad total de nuestro territorio.
En ese aspecto, la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela resultante de la Asamblea Constituyente, cuyos integrantes fueron escogidos por el voto popular, no dejaron espacio en blanco donde pudieran habitar las dudas sobre el papel de la Fuerza Armada y de su integración pacífica y no violenta a la nueva sociedad que se proponía en la carta magna. De manera que utilizarla como arma represiva y opresiva traiciona el espíritu originario que los constituyentes imaginaron, discutieron y postularon en el transcurso hacia la redacción final y definitiva de la Constitución.
Pero, como bien han alertado los sectores opositores y los chavistas no fanatizados, lo que ocurre hoy es una destrucción sistemática del espíritu originario de la famosa «bicha», tan alabada por el jefe supremo del movimiento bolivariano. No se necesita ser muy perspicaz para llegar a la conclusión de que la corriente madurista, por demás inepta, inescrupulosa y violenta, persigue no solo acorralar a los sectores opositores y amputarle sin anestesia sus derechos constitucionales, sino que, paralelamente a sus arremetidas, va borrando lo que queda vivo y actual de su dilecto comandante supremo para suplantarlo con una apresurada copia, llena de defectos de fábrica, a quien sí pueden presionar y manipular a sus anchas, hasta convertirlo en cabeza de turco de los males que padecemos.
Lamentablemente, sin querer ser pájaro de mal agüero, lo que expresó ayer Henrique Capriles tiene mucho que ver y está en la misma línea de lo que viene ocurriendo en Miraflores. Esa conducta emocionalmente errática y políticamente represiva debe ser rechazada por todos los venezolanos, opositores, oficialistas e independientes. Estamos ante el abismo, es hora de frenar tanta irresponsabilidad.
Editorial de El Nacional