Mientras la canciller Rodríguez proclama en la OEA una visión idílica de Venezuela, los más altos jerarcas de la Iglesia católica se preocupan porque, si aquí no vivimos en el infierno, por lo menos somos flagelados por las candelas del purgatorio.
Uno de los papas anteriores, creemos que fue Benedicto XVI, dijo que lo del purgatorio era un invento, o por lo menos una fabulación sin fundamento, pero las cabezas que hoy mandan en la Santa Sede consideran, sin meterse con las opiniones infalibles del pontífice emérito, que se puede hacer una excepción con el caso venezolano. Por no hablar de infiernos desde el púlpito, claro está, aunque sobran las evidencias para proclamar su terrenal existencia entre nosotros.
Ya la Conferencia Episcopal ha manifestado su preocupación por la situación de injusticia e inseguridad que se vive en el país. A través de documentos estudiados con la debida pausa y divulgados en nombre de la grey, los pastores se han negado a callar. Es habitual que los obispos no participen en política, o por lo menos ha sido así a través de la historia, con alguna excepción notable.
De allí que el hecho de que en nuestros días se manifiesten mediante piezas documentales de cuyo contenido se desprende una legítima preocupación por el camino torcido que nos imponen los rojos-rojitos, es de indiscutible trascendencia.
Si la Conferencia Episcopal ocupa los primeros rangos de aprecio y de credibilidad que se aprecian en las encuestas, se debe a estas manifestaciones de solidaridad con la desdicha de una población mayoritariamente católica.
En Roma deben haber leído con cuidado los documentos de los obispos, y deben compartir su contenido. El hecho de que el papa Francisco haga un alto en su ocupada agenda para enviar una carta a Nicolás Maduro, confirma esa apreciación. El pontífice caracterizado por sus posiciones de avanzada y por su indiscutible dolor ante el destino de los pobres, le envía al mandatario venezolano una misiva privada que no deben ser de felicitación, sino todo lo contrario. Su contenido no se ha hecho público, el destinatario de la correspondencia prefiere guardarla en la gaveta del hermetismo, pero las letras apostólicas probablemente vinieron acompañadas por zarzas.
Y ahora le ha tocado el turno al secretario de Estado del Vaticano, cardenal Parolín, quien plantea la necesidad de convocar una mesa de negociación que se dedique al remiendo de nuestros entuertos. Es una petición pública, que ha obviado el canal de la nunciatura y el sigilo de los sobres lacrados para que todo el mundo se entere. La hizo sin remilgos, sin ocultamiento, como consecuencia de la preocupación de la cabeza de la Iglesia católica por la crisis que ha provocado el régimen.
No es un secreto de confesión, sino todo lo contrario. Nicolás Maduro –el destinatario de semejantes angustias que han provocado la preocupación de un papa que vino a renovar el papel y las palabras del catolicismo y las declaraciones del segundo hombre en el Vaticano–, ¿seguirá sin cambiar de conducta? ¿se atreverá a dejar sin respuesta las trascendentales advertencias? Quién sabe. Tal vez hable de nuevo de una conspiración internacional.
Editorial de El Nacional