Ya se ha hecho costumbre que a aquellos que detentan el poder, ya sea por la fortuna de un asalto aventurero o por la vía «democrática» de la manipulación de los votos, se dirijan a sus gobernados como si estos fueran un atajo de imbéciles que solo se merecen un discurso tan soso y falso que resulta imposible tragárselo si primero no se cuenta con una buena dosis de inexplicable fanatismo.
Ya hemos visto cómo el señor Maduro barre el piso con la Constitución Nacional sin que le importe en lo más mínimo las voces críticas que surgen desde su propio partido y, por supuesto, desde la oposición. Maduro ni siquiera se aproxima a pensar que esa carta magna que él usa como escoba para apartar la basura es, nada menos ni nada más, que la misma que fue propuesta, redactada y discutida por representantes de todos los sectores sociales y, finalmente, votada y aprobada de buena fe y de manera libre y soberana por los venezolanos.
Si al señor Maduro se le olvida este hecho público, histórico y notorio no debería estar en el cargo que hoy ocupa, pues, como bien sabemos los mayores de edad y de este domicilio, quien está en la Presidencia de la República se obliga, sin excepción alguna, a cumplir con la Constitución desde el primer día de asumir tan alta investidura.
Y aunque el señor Maduro se sienta tan prepotente y desprecie a la mayoría de los venezolanos porque es arrogante y apoyado por una camarilla militar y por un partido cuya principal línea ideológica consiste en asaltar el tesoro público, no debería nunca olvidar que en esa Constitución que está siendo mancillada está guardada la esencia del pensamiento de su guía y mentor, Hugo Chávez.
De manera que al despreciar a los venezolanos y a la carta magna que los ciudadanos aprobaron democráticamente con sus votos, está de igual manera ensuciando la memoria de su jefe y guía ideológico, quien, como tantas veces se lo hemos recordado al señor Maduro, ponderó en numerosas y muy a menudo largas disertaciones las bondades del texto constitucional, cuya lectura y consulta recomendó con énfasis ciertamente exagerado.
Chávez, de seguro, ya vislumbraba que quien le heredara la silla presidencial iba a tratar de torcerle el pescuezo ala Constitución, pues si alguien conocía los defectos de sus seguidores y las ambiciones rastreras que almacenaban era sin duda alguna el comandante eterno. Al señor Maduro, cuando era canciller, lo increpó en reunión ministerial diciéndole, y no precisamente en términos cordiales, que se acordara de que su capital político era cero y que si tenía alguno era porque él como comandante se lo había dado.
No se equivocaba el jefe de Nicolás al advertir en su joven ayudante la tendencia a invocar la Constituciónbolivariana, pero sin respetarla ni mucho menos fortalecerla con sus actos. Al contrario, la esgrime hoy como chaleco antibalas, como bastón inútil para mantener el equilibrio mientras se tambalea. Con la Constitución en la mano el señor Maduro pretende que el país acepte resignado que la carta magna es un vulgar espantapájaros, una amenaza tiránica y un arma lista para ser usada contra la libertad y la democracia.
Editorial de El Nacional