Una de las banderas más trajinadas por el comandante Chávez fue la del indigenismo. Solo le faltó ponerse el guayuco para exhibirse como representante genuino de la autoctonía. Se hacía acompañar por unas señoras ataviadas con batas guajiras y en ocasiones engalanaba su cabeza con plumas multicolores, para aparecer como cacique redivivo de las tribus que por fin encontraban redención. Desde los tiempos del padre de las Casas no se habían escuchado sermones tan sonoros contra los conquistadores del siglo XVI, resucitados por los expoliadores del futuro y condenados a la desaparición por obra del socialismo del siglo XXI. Era como si la historia se hubiera detenido en los tiempos de Diego de Losada, en las tropelías del Tirano Aguirre o en las depredaciones de los Welser que debieron esperar la llegada de la militarada bolivariana para desaparecer de la faz de la tierra.
El símbolo de la decisión de proteger a los indígenas fue el encono puesto contra la estatua de Cristóbal Colón, como si el almirante hubiera tenido idea cabal de los hombres con quienes topó por casualidad en unas tierras que no supo identificar, o como si hubiera traído en sus carabelas toda la maldad del imperialismo para baldón de la historia universal. Ordenó Chávez la desaparición de todas las representaciones colombinas, empezando por su estatuaria y terminando con el hundimiento de una réplica de las carabelas que estaba en el Parque del Este, para cambiarla por un traste más revolucionario y atrevido aunque lo dirigiera en los océanos el venezolano de entonces más parecido a un burgués europeo.
Al desmantelamiento siguió el cambio, en este caso la sustitución de la imagen de don Cristóbal por un Guaicaipuro tan atlético que parecía salido del gimnasio, por unas guapas doncellas aborígenes de las cuales apenas se tenía noticia y por la cacería de los leones que habían representado a Caracas a través de una heráldica fabricada en tiempos de ignominia. El safari salvador llegó a la apoteosis con la orientación que oficialmente dio a la conmemoración del 12 de octubre, que dejó de ser el Día de la Raza, o la memoria de un hecho que cambió la historia del mundo moderno, para ser únicamente el Día de la Resistencia Indígena. Ana Karina rote blablablá, periplo continuado por Nicolás Maduro, cacique sucesor que no se ha puesto guayuco para no exhibir las adiposidades de su abdomen, pero que ha mantenido las letanías de la raza originaria.
De acuerdo con las informaciones de un autorizado representante de la etnia pemón, es decir, de una de las especies del género humano a la cual ha anunciado atenciones y reivindicaciones proverbiales el discurso de la “revolución”, las fuerzas del régimen entraron a saco en Santa Elena de Uairén y en sus aledaños el pasado 23 de febrero, bañando en sangre la comarca. El cacique Romel Guzamana, diputado a la Asamblea Nacional y representante genuino de la comunidad por cuyos derechos habla, describió la dantesca arremetida llevada a cabo por fuerzas paramilitares enviadas por el usurpador contra la comunidad indígena que defiende su tierra ante la expoliación perpetrada por los conquistadores del siglo XXI, por los coraceros inhumanos de la actualidad. Disfrazados de guardias nacionales y provistos de armas largas, unos delincuentes sacados de las cárceles de El Dorado y Vista Hermosa atacaron alevosamente a los indígenas para dejar un saldo de media docena de cadáveres y cerca de un centenar de heridos, todos de la etnia pemón. Los atacados se defendieron con arcos y flechas, como en el siglo XVI, pero no tuvieron la fortuna que merecían debido a las ventajas de los ofensores.
De tanto mentarla y manipularla, la resistencia indígena se hizo presente en Santa Elena de Uairén. No solo para defender su histórica jurisdicción y unos fueros anteriores a la llegada de los europeos, no solo para rendir la vida ante enemigos despiadados, sino también para desmontar la falacia del discurso proindigenista que ha querido vender la quincalla anacrónica del chavismo.
Editorial de El Nacional