En un planeta globalizado, donde ya no existen sociedades aisladas y todas figuran en la vidriera del mismo mercado, la corrupción es un denominador común del que no se salva ningún país, aunque lo variable es la magnitud de esos vicios y abusos de conducta que abarcan desde la clase dirigente hasta la degradación del comportamiento privado, incluyendo a la política y las finanzas en un primer plano.
Allí puede contabilizarse el escándalo nacional que significaron para Italia las revelaciones del operativo Mani Pulite, la caída de siete ministros del gabinete brasileño en los últimos años, la millonaria estafa del tesorero del partido de gobierno español, las imputaciones por enriquecimiento ilícito que pesan sobre el actual presidente interino de Argentina, sin olvidar el maquillaje de los presupuestos estatales como desencadenante del derrumbe de Grecia o la explosión de la burbuja hipotecaria en el sistema bancario de Estados Unidos.
En ese panorama se inscribe otro caso clamoroso donde bailan los miles de millones de euros, el que fue destapado por la Operación Malaya, encargada de investigar enormes irregularidades inmobiliarias en torno a Marbella, ese balneario de empinada cotización en la Costa del Sol española.
Hace unos días el asunto volvió a ocupar los titulares porque se dictó sentencia contra los mayores responsables de la estafa, a la cabeza de los cuales se ubica la figura del empresario Juan Antonio Roca, un hombre que en quince años amasó un patrimonio estimado en 2.400 millones de euros a partir de la nada. El individuo figura como cabecilla del grupo de especuladores que actuó en Marbella durante la última década, en el que se destacaron asimismo dos alcaldes de la ciudad, Jesús Gil y Julián Muñoz, sucesivamente.
Esa gente, ocupando cargos públicos o funciones de asesoramiento, supo dedicarse a maniobras de urbanización ilegales, un delito nada raro en el mundo, aunque la singularidad del caso consistió en el monto colosal de los negocios y en el desparpajo de sus métodos, que durante largo tiempo permanecieron impunes.
Ahora Roca acaba de ser condenado a una pena de cárcel y al pago de 240 millones de euros por concepto de multa. Otras penas fueron reducidas considerablemente a cambio de la confesión de algunos acusados, mientras la mujer y la hija de Roca quedaban absueltas.
Entre otros rasgos pintorescos del proceso, cabe aludir a las obras de arte y antigüedades por valor de 200 millones de euros que Roca compró desde comienzos de este siglo, y que probablemente saldrán a remate si lo afecta la iliquidez para responder a las obligaciones del fallo judicial.
La prensa española afirma que el Caso Malaya es la mayor estafa registrada en la historia del país, y no debe extrañar que en la lista de acusaciones el magistrado haya desplegado todo el abanico de irregularidades en esa materia, desde el cohecho (soborno a un funcionario público) o el fraude (acto que elude disposiciones legales), hasta el blanqueo de capitales, la prevaricación (dictar resoluciones injustas para obtener provecho) o el peculado (hurto de caudales o bienes públicos).
La gran estafa, es decir, la apropiación de cosas de valor mediante engaño, prosperó mientras en España se desmoronaba el mercado laboral, se desplomaba el negocio inmobiliario y la suerte del país quedaba horriblemente comprometida.
Lo temible en todo caso es que episodios como el señalado ya no dejan a casi nadie con la boca abierta, porque van haciéndose más frecuentes, más abultados y más previsibles a medida que pasa el tiempo, se debilitan gradualmente las escalas de valores, se hace más falsa la invocación de principios de ética y se barajan ilícitamente las montañas de millones como si se tratara de pequeñas cantidades.
No hay nada más anestésico que un hábito adquirido, a partir del punto en que las cosas inauditas se reciben y se asimilan como cosas corrientes. La opinión pública italiana, por ejemplo, se ha familiarizado con el monto descomunal de los negocios sucios de las organizaciones mafiosas, hasta el extremo de convivir con ellos como parte inseparable del funcionamiento económico del país.
Esa es la esquina peligrosa, la que se dobla dejando atrás el asombro y la indignación para ingresar en un estado de resignada costumbre. En Marbella acaba de agregarse otra ficha a un triste tablero que poco a poco se globaliza.
Editorial El País de Uruguay
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