No pocas veces la historia se repite pero, en nuestras tierras americanas, no se repite sino que se vomita, como las de un borracho que se pasa de tragos y termina haciendo de su gracia o desgracia, el recuerdo de la fiesta de fin de curso o fin de año.
Lo mismo pasa ¡Ay! con las matanzas, masacres o, exterminios sistemáticos de los pueblos que adquieren la desgracia geográfica de ocupar desde tiempos inmemoriales tierras pródigas en oro, diamantes o cualquier otro espejismo de riqueza que causaban -y causan- en los recién llegados una mezcla inexplicable de codicia y crueldad.
La fiebre del oro, por nombrar la más común, ha sido víctima y temblor de la literatura, el cine y, desde luego, de la televisión y sus múltiples y sorprendentes derivados -¿hay que decirlo?- infinitos de predecir. Pero estas ficciones, cada vez más refinadas y nítidas a la hora de representar la realidad, han terminado por unirse y combatir entre sí por llevarse el trofeo de cual es en verdad la verdadera realidad.
Veamos por ejemplo lo ocurrido en la comunidad indígena pemón de Ikabaru, donde Provea ha denunciado un ataque de un grupo armado que, según las versiones de prensa, hizo presencia en esa pacífica comunidad con la intención de ajustar cuentas con una banda rival y, desde luego, apoderarse de la zona y desplazar a sus rivales.
Para afirmar y reafirmar sus intenciones sintieron la necesidad de ir más allá de hacer presencia, acobardar a la comunidad y someterla a una inevitable sensación de miedo que reinaría sobre la población incluso cuando ellos, los malhechores, hubieran abandonado los alrededores. Bastaba con que el campo de batalla pudiera mostrar (o mejor, escenificar lo pasado y el porvenir) para que se supiera quién mandaba allí.
Mejor imposible, o más bien peor imposible. Tantos canallas, malhechores, bandidos de todo color y calaña pululan por las tierras de la fiebre del oro. Y lo peor es que este paraíso de la maldad está entre «protegido y desprotegido», a partes iguales por el poder militar hegemónico y, la mayor de las veces, más desprotegido que cuidado y vigilado por las armas que les entrega la república.
Si alguien se preguntara por aquel grito hipócrita de la resistencia indígena proclamada por Hugo Chávez, la respuesta no sería precisamente entusiasta. La resistencia indígena habría que buscarla hoy en estos pequeños pueblos desprotegidos de cualquier esperanza de paz y justicia, así como también de estos conglomerados donde conviven no solo los pueblos originarios, sino también aquellos que llegaron a buscar paz y terruño, sin ánimos de enriquecerse.
Nada de eso es posible hoy en aquellas tierras anteriores y hermosamente solitarias inmersas en sus sueños y sus costumbres. Nada pueden los pueblos originarios contra los poderes armados y crueles tanto del gobierno actual como de sus aliados y socios. Están siendo arrasados por la presencia ya no del hombre blanco, sino de sus socios que levantan banderas socialistas, de hombres de negocios de lejanos imperios rusos o chinos, de guerrilleros abandonados por la historia y reconvertidos en bandas que someten y exterminan a los pemones y sus hermanos.
Y todo bajo la vigilancia cómplice del aparato del Estado de un socialismo oscurantista, mafioso y policial. Para esta gente que tiene poder (el sustantivo gente le queda grande) la necesidad de enriquecerse los ciega de tal manera que destruir uno de los territorios más hermosos no de Venezuela sino del mundo entero, como es Canaima, les parece algo tan normal como montar una discoteca en el Panteón Nacional, y bailar sobre los huesos de Bolívar. Y de paso sobre ocho muertos más, como los de Ikabarú.
Editorial de El Nacional