Desde la presidencia de Hugo Chávez, el oficialismo se propuso el establecimiento de una “hegemonía comunicacional” que ha logrado el propósito de fabricar un estrecho camino para las informaciones que deben llegar a la opinión pública.
No se trata de la opresión que distinguió a dictaduras anteriores, de golpes siniestros y contra el trabajo de los periodistas, sino un mecanismo más sutil que permite creer en la existencia de una relativa libertad para informar. Es la máscara tras la que se ha ocultado el secuestro de las noticias en Venezuela.
¿Hay ahora censura de prensa, como la que hubo, por ejemplo, durante el gomecismo y el perezjimenismo? No hay burócratas de lápiz rojo que señalan lo que debe salir y lo que conviene ocultar. Las amenazas no se aprecian en el interior de las salas de redacción, sino en ocasiones insólitas. Nadie del régimen dicta las pautas que se deben observar de manera obligatoria.
Sin embargo, la dictadura ha logrado su anhelo de evitar la circulación de sucesos que lo perjudiquen. En consecuencia, no estamos ante un fenómeno de censura descarada, sino ante formas sofisticadas de asfixiar la libertad de expresión mediante la adquisición de periódicos de circulación nacional cuya única misión es difundir “la verdad de la dictadura”.
También apelan a la compra de canales de televisión y de emisoras de radio para convertirlos en eco de los intereses de la dictadura del PSUV. Así se llega al establecimiento de un exclusivo camino para el conocimiento de los hechos que conciernen a la ciudadanía, sin necesidad de aplicar el alicate de una censura sin disimulo.
Los acontecimientos de esta semana ocurridos en El Junquito, con su lamentable saldo de muertos y heridos, fue una trágica demostración del despelote informativo que reina en la cúpula militar y política del oficialismo.
Resulta por demás preocupante que en lugar de informar con precisión sobre lo que estaba ocurriendo en El Junquito, los jefes militares y policiales se enredaron en una serie de contradicciones y mentiras entre ellos mismos que, al poco tiempo, los hundió y desautorizó como voceros confiables hasta para los propios militantes del PSUV. Daba pena el descontrol que reinaba en el comando oficialista que pretendía dominar el estallido de violencia en la zona y, a la vez, ocultar la verdadera naturaleza de su misión, es decir, masacrar a los rebeldes y sentar un precedente duro y atemorizante.
No fue así para desgracia de quienes pretendían hacer de esa tragedia sangrienta un mérito más en su hoja de servicios a la nación. Al contrario, el desorden privó en todo momento al punto de que boicotearon el discurso solemne mediante el cual el señor Maduro rendía cuentas ante la nación de su poco afortunada gestión al frente del gobierno socialista. Nunca antes un acto de rendición de cuentas tuvo tan pocos espectadores, para humillación del principal orador y de sus honorables invitados.
Lo que sí lograron fue informarle al país, con lujo de detalles, sobre el deshonroso contubernio entre las fuerzas policiales y militares con los llamados colectivos que, contra toda la legislación vigente, portaban armas de guerra provenientes de las fuerzas armadas.
Editorial de El Nacional