Todos vestidos con guayabera blanca —del rey Felipe VI para abajo, con la excepción del canciller brasileño y el mandatario boliviano—, jefes de Estado y de gobierno se han reencontrado en Santo Domingo en la XXVIII Cumbre Iberoamericana y del Caribe, tras la interrupción de la pandemia. Juntos por una Iberoamérica justa y sostenible: los lemas siempre son prometedores, deslumbrantes como ese sol caribeño que los hace a todos más iguales. Por lo menos en el vestir.
La Cumbre Iberoamericana, cuya primera reunión fue en 1991 en Guadalajara, México, congrega a 19 países americanos —17 continentales más Cuba y República Dominicana— y 3 europeos: España, Portugal y Andorra. Los une una historia compartida desde hace más de 500 años y un par de lenguas. Cuando se les escucha como en esta ocasión parecen separados por todo lo demás.
Notas periodísticas de la prensa regional e internacional comparten una mirada crítica sobre estos encuentros que han perdido relevancia y cuyas decisiones tienen escaso impacto en la vida diaria de las naciones que componen la organización. La ausencia del presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, y de México, Andrés Manuel López Obrador, alérgico a las reuniones de más de dos, es sintomática: son las naciones con más hablantes de una y otra lengua.
Gustavo Petro, que juega con un lápiz mientras da clase (interviene, perdón), retrató la retórica de estos eventos: «Hablamos más de lo que hacemos». Él, por ejemplo, se excedió de los 7 minutos estipulados para cada orador. No fue el único, de hecho hubo llamadas de atención al respecto.
La agenda de la XXVIII Cumbre Iberoamericana se centró en tres temas: seguridad alimentaria, cambio climático y derechos digitales. Asuntos en los cuales los países de este lado del océano están urgidos de políticas y, sobre todo, de resultados, porque el hambre apremia, la Amazonia se descuida y la brecha digital es más ancha que una calle.
Los buenos propósitos abundan entre los hombres de nuestra región —por cierto, una sola mandataria, Xiomara Castro de Honduras—; sin embargo, cada uno, con algunas excepciones, siguen aferrados a un discurso invariable, que ya no sorprende y que traza una zanja con el vecino: Gabriel Boric alerta sobre la «dictadura familiar» de Daniel Ortega y su esposa en Nicaragua y el cubano Miguel Díaz-Canel coloca a ese país, junto con Venezuela y Bolivia, como víctimas de Estados Unidos.
El presidente de Ecuador, Guillermo Lasso, cuya suerte pende de un hilo, denuncia la desestabilización de la que es víctima su gobierno y por lo cual mantiene un contencioso con el presidente de Argentina, Alberto Fernández (muy afín a Rafael Correa), y que, a su vez, le responde citando al papa Francisco: «Nadie se salva solo».
Luis Alberto Arce, el presidente de Bolivia, en un discurso estructurado en el que destacó los avances socieconómicos de su país, concluyó denunciando el ataque a las democracias populares, porque las otras, las democracias sin apellido, son un espejismo, una trampa de alguien en alguna parte.
Juntos por una Iberoamérica justa y sostenible. Ese es el lema. Esa es la aspiración. Pero aún sobrevive la brecha ideológica (esta del tamaño de una autopista) y la victimización. Lo dijo Luis Lacalle Pou, el de Uruguay: “Hay una tendencia, casi un reflejo automático, de buscar los responsables de nuestros males afuera de nosotros mismos”.
Editorial de El Nacional