Ningún venezolano debe poner en duda – sin mengua de la ocupación de facto por Guyana – que el territorio Esequibo le pertenece a la nación, al conjunto de los venezolanos. Es el asiento físico de la república y el basamento de nuestra identidad, en vías de disolución franca.
Títulos históricos irrefutables y el comportamiento consistente e invariable de los sucesivos gobiernos durante los siglos XIX y XX, prueban la solidez de nuestros derechos territoriales. No menguan con la adversidad del dictado de Laudo Arbitral de 1898, cuando se nos arrebatan 159.500 km2 formantes de la geografía nuestra como causahabientes de España.
Es máxima de la experiencia que una decisión corrompida, coludida, dio lugar al despropósito. Es lo que ahora se debate en La Haya. El testimonio dejado por uno de nuestros asesores de entonces, el jurista de origen mexicano Severo Mallet-Prevost, abrió el camino para revertir el entuerto a partir del Acuerdo de Ginebra de 1966. Es la base que soporta el conocimiento de nuestra controversia por la Corte Internacional de Justicia.
Ejercía entonces nuestra defensa ante el Tribunal Arbitral de París, actuando de manera proba y diligente – así moleste o hiera sensibilidades dentro de la revolución destructora que nos secuestró desde hace dos décadas – un expresidente norteamericano, Benjamín Harrison. Era un jurista egresado de la Universidad de Stanford, que acompañará al Agente de Venezuela J.M. de Rojas, por comprender las autoridades de la época que se trataba, al cabo, de un asunto en el que tenían intereses una potencia dominante que nos sojuzgaba, Inglaterra. El auxilio jurídico y arbitral norteamericano no respondía, en efecto, a una supuesta incompetencia de nuestras élites intelectuales y políticas para asumir por sí solos el desafío.
El juez ruso quien presidiera el colegiado y se aparta del Derecho y de las normas contenidas en el Tratado de Washington que regulaba la implementación del señalado medio de solución arbitral, Fiódor De Martens (1845-1909), de consuno al juez inglés resuelven sobre la cuestión venezolana transando otras diferencias de sus respectivos países en el Asía Central. De modo que Martens fue el vehículo para que los británicos se quedasen con nuestro territorio, haciendo valer una tesis que enseñaba dicho profesor de la Universidad de San Petersburgo para dibujar el contexto prevaleciente en el mundo.
Sostenía que, fatalmente, unos países deben crecer a costa de otros sin sus consentimientos y sus decrecimientos territoriales y poblacionales eran inevitables. Separaba a las naciones civilizadas de las inciviles, como la nuestra, según su criterio como en el del juez y los abogados ingleses; por lo que estos arguyen que al entregárseles el Esequibo salvarían a sus indígenas del carácter depredador de las revoluciones venezolanas en curso.
El presidente Harrison les desnuda: “La primera consideración que saco de esto, señor presidente, es que no puede permitirse a uno de los reclamantes en una disputa territorial aducir que, por razón de su mayor fuerza, riqueza, población, industria y espíritu de empresa, es más capaz que otra Nación para apropiarse y usar un territorio. En otras palabras, señor presidente, que una Nación que, gracias a Dios, no vive ahora en una atmósfera de revolución, sino que al través de muchos siglos ha llegado hasta su presente noble estado como una de las grandes naciones de la tierra, después de centurias de internas disensiones y guerras revolucionarias como la Gran Bretaña insinúa, según lo hizo el Procurador General en su último argumento, que Venezuela ha vivido en una atmósfera de revolución; estas consideraciones, señor presidente, esa tentativa de formar juicio sobre el mérito comparativo de leyes y administración de Rusia, Estados Unidos, o de la Gran Bretaña, o de Venezuela, están completamente fuera de toda observación que pueda dirigirse a la inteligencia de un jurado internacional como medio de arreglar una disputa de límites”, afirma ante el Tribunal.
El problema de actualidad, por ende, llegado como ha sido el momento por el que tanto luchara Venezuela a propósito de su reclamación Esequiba, vale decir, poder demostrar ante un tribunal internacional de Derecho la fuerza de sus títulos y en un clima distinto del que privase en el siglo XIX y comienzos del XX, el comportamiento oficial no puede mostrarse infantil y nutrido de arrestos populistas. Al negociar el Acuerdo de Ginebra, fuimos los primeros en abonar en favor de una solución judicial.
La adhesión del país y sus élites a la causa del Esequibo, que es cosa distinta, se muestra, sí, deprimida y eso es muy grave. La Corte, integrada por jueces de reconocida formación y ajenos a la algarabía militante, no podrá hacer por nosotros lo que nosotros mismos no sepamos hacer para que el gobierno, con eficacia, seriedad, y decoro, entienda que ha llegado, de modo inexorable, la hora de la verdad, trascurridas dos centurias de reclamos.
Francisco Antonio Zea (1821), José Rafael Revenga (1822), Manuel José Hurtado (1824), y Pedro Gual (1825), en nombre de Simón Bolívar y la Gran Colombia le hicieron saber a los ingleses, desde ese remoto tiempo, que la frontera venezolana en la Guayana alcanzaba hasta el río Esequibo. Pero como lo recordase Andrés E. Level, perspicaz ante la geofagia de estos, atina a decir que no buscaban “apropiarse de una porción de territorio nuestro, sino de una totuma de agua del Orinoco”.
En Bolivia la salida al mar es una cuestión existencial, como en Argentina la de las Malvinas. Hasta finales del siglo XX, para nosotros fue la defensa del Esequibo y del golfo de Venezuela, hasta que se inicia el remate de nuestros espacios y fronteras por órdenes cubanas y, en el caso, bajo el argumento chavista de que Guyana era una víctima del imperialismo. Razones, pues, sobran para enmendar el camino y La Haya sólo demanda de los Estados parte estar a la altura profesional y experta del compromiso que las ata. Resultará inútil desconocerlo.
Asdrúbal Aguiar
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Diario las Américas