Los alcaldes son los funcionarios más cercanos al pueblo. Hacen de gerentes, pero también de conserjes y de oficinistas, en la atención de la comunidad. Cuando la democracia desciende de las alturas para toparse con la ciudadanía, encuentra en los alcaldes puente y escalera. Por ello, la comunicación entre los vecinos y sus servidores más próximos es fundamental para el establecimiento de un nexo primordial entre lo que propone como valor fundamental del civismo y el civismo propiamente dicho.
Los alcaldes importan por esa relación esencial con las comunidades, pero también porque su autoridad proviene de la soberanía popular. Son producto del voto de los vecindarios y de sus anhelos. Son hijos legítimos y administradores indiscutibles de la comunidad, en los términos más cristalinos. Ha sido así desde tiempos coloniales, cuando los administradores de las ciudades, de las poblaciones y los caseríos más modestos fueron sembrando con su trabajo en los municipios la semilla de la autonomía frente al régimen español. Son la raíz de la república y del republicanismo, como han demostrado los historiadores.
La dictadura sabe que, para controlar a su antojo a la sociedad, debe derrumbar el puente que los alcaldes significan, debe tumbar la escalera que permite la intimidad de la democracia cuando suben por sus escaños los ciudadanos para plantear sus urgencias y para reclamar la atención de sus necesidades. Ese trato humano la incomoda. Ese vínculo entre el funcionario modesto y diligente conspira contra la autocracia que no admite reproches, ni permite familiaridades. Tal vez sean los alcaldes de oposición la piedra más dolorosa en los zapatos del dictador, la espina más urticante en la cabeza del PSUV, la piña más estorbosa en el sobaco de la militarada.
Cuando la dictadura, mediante los oficios de su sirviente más ágil y obsecuente, el TSJ, la emprende contra nueve alcaldes para sacarlos del juego, busca la manera de destrozar una relación fundamental entre el pueblo y sus representantes legítimos. Contra nueve alcaldes de oposición, por supuesto, porque los electos en las listas del PSUV no representan al pueblo sino solamente a Maduro. Jorge Rodríguez, por ejemplo, que tiene en total abandono a su jurisdicción porque únicamente se dedica a trabajar como cachifo del dictador. A Jorgito no se le toca ni con el pétalo de una rosa.
La guerra de la dictadura contra los alcaldes de oposición es una guerra contra los valores más caros de la ciudadanía, una batalla descarada contra la democracia y los usos esenciales del republicanismo. El desfile de unos servidores públicos electos por el pueblo por el banquillo de una justicia reprobable y parcial es el que más nos concierne en cuanto habitantes de una comunidad determinada, en cuanto dolientes de una manera de vivir que depende de nosotros mismos y que solo la arbitrariedad puede liquidar con sus malas artes.
El gorilismo avanza a paso de vencedores, ahora por los predios más cercanos a nuestras calles de todos los días, a las escuelas de nuestros hijos, a nuestros intereses más dignos de atención, hasta ahora defendidos por los alcaldes a quienes se persigue sin justificación alguna.
Editorial de El Nacional