Fue un símbolo pero puede llegar a ser un mito. Depende como sea evaluado en el futuro. Lo cierto es que, por lo menos en la historia de la izquierda latinoamericana, José Mujica, que en paz descanse, será un hito muy importante.
Porque la suya no solo fue su historia personal, también es la historia de muchos de quienes fueron (fuimos) parte de la izquierda latinoamericana y en ese punto, José Mujica, como pocos, representa a esos muchos de su generación (por eso fue un símbolo).
Mujica: un hombre de su tiempo.
Ser en el tiempo significa asumir las condiciones de ese tiempo. Hegel nos hablaba, en ese sentido, del espíritu del tiempo. El espíritu de cada tiempo nos impregna con sus palabras, con sus ideas, con sus creencias, las que pueden mantenerse como disolverse en el tiempo.
Ortega y Gasset en su libro Ideas y Creencias nos decía que en cada idea late la posibilidad de una creencia. Las ideas se convierten en creencias y esas creencias pueden ser la pared que impide el nacimiento de nuevas ideas aunque también podrían ser barandillas que nos permiten afirmarnos para seguir indagando con el pensamiento en busca de nuevas ideas. Quizás esta última tesis nos permite entender el curso del tiempo. Pero para hacerlo necesitamos pensar y para pensar, lo decía Hannah Arendt, tenemos que estar solos, aunque no solitarios.
Solo y no solitario como lo estuvo José Mujica en los duros, crueles días que vivió en prisión, donde para comunicarse con el mundo cada preso golpeaba con cucharas y platos en las paredes, según contaba Mujica. En esos inmundos calabozos, Mujica, solo consigo mismo, no tuvo más alternativa que pensar en su propio tiempo. El había sido, antes de caer en prisión, un testigo, un actor y también una víctima de ese tiempo. Había profesado, hasta las últimas consecuencias una militancia, siguiendo una lógica revolucionaria que imperaba en los ámbitos donde él se movía.
Mujica asumió, como muchos actores de nuestro tiempo, una postura extrema: la lógica de la lucha armada. Lógica que hoy nos parece una locura pero que, vista desde las condiciones del tiempo en que vivía Mujica, no carece de cierta racionalidad. De acuerdo con esa lógica, tomar el fusil era la consecuencia de una idea convertida en creencia, y esa era la creencia en la revolución.
No solo Mujica, diversas generaciones, desde los tiempos de los jacobinos franceses, pasando por los bolcheviques rusos, hasta llegar a las sierras latinoamericanas, fueron tributarios de la idea, convertida en creencia (o ideología) de que la historia avanza de acuerdo a revoluciones, y que las revoluciones para que sucedan hay que hacerlas. Mujica, como tantos otros, era tributario de una concepción progresiva de la historia, un encargado de acelerar un proceso posible y necesario, en busca de un mundo mejor al que llamábamos socialista o comunista.
“La revolución es la partera de la historia” había escrito Marx. Los revolucionarios, en consecuencia, deberían asumir el rol de comadronas, y si el parto no era natural, había que aplicar la cesárea. En prisión, víctima de una dictadura a la que los propios Tupamaros -hoy podemos decirlo sin problemas– habían ayudado a crear, Mujica debe haber pensado en todas esas cosas, tal como lo hizo Nelson Mandela en Sudáfrica, quien también fuera un partidario de la confrontación armada antes de caer en prisión. Con esto no queremos decir que caer en prisión sea una condición para rectificar el pensamiento.
Muchos rectificamos a tiempo sin haber sido arrojados, gracias a Dios, a ninguna cárcel. Pero para pensar necesitamos de la soledad y no hay ningún lugar aparte de los cementerios en donde impere tanta soledad como en una cárcel. Ahí tu te encuentras frente a dos posibilidades: o te vuelves loco, o piensas. Mujica confesó que estuvo a punto de volverse loco. Pero lo salvó su pensamiento. A otros no. O murieron, o se volvieron locos de verdad, o intentaron regresar al imposible pasado. No podemos condenarlos. Muchos no pudieron resistir el quiebre (incluso epistemológico) que anunciaba el aparecimiento de nuevos tiempos.
Habiendo salido de la prisión, de la externa y de la interna, y respirado por fin el aire puro de la libertad, Mujica, como muchos, comenzó a amar a esa libertad y a entender que sin ella no somos nada pues esa libertad es casi un don divino al que, para conservarlo, debemos sostener con instituciones y constituciones adecuadas.
En otros términos, la revolución no nos aguarda en una esquina de la historia, sino que late en el cada día, en cada acto que realizamos, en nuestras relaciones, en cada acontecimiento. Políticos de la talla de Mujica nos llevan a entender que la vida de cada uno no puede ni debe ser sacrificada ante el altar de un futuro que al ser futuro será siempre incierto y desconocido. En fin, a pensar que la vida se vive en presente y no en un ignoto más allá, por muy científicamente asegurado que aparezca. “La vida es bella, se gasta y se va”, dijo Muica poco antes de morir.
Mujica, podemos decirlo así, durante su larga prisión (1972-1985) se había liberado de sí mismo, del revolucionario que había sido, para dar nacimiento al político que hoy recordamos y, en cierto modo, añoramos. No fue el único. Entre quienes vivieron un proceso parecido es imposible olvidar al venezolano Teodoro Petkoff quien, al igual que Mujica, fue guerrillero, después prisionero, y pasó a ser, tanto vivo como muerto, un baluarte de la lucha democrática antichavista, defendiendo en cada edición del diario Tal Cual la confrontación democrática, la vía pacífica, constitucional y, sobre todo electoral, en contra de sus feroces enemigos de izquierda y de derecha.
La carrera verdaderamente política la comenzó Mujica en los tiempos post- comunistas, o sea después del derribamiento de los muros y de la ominosa Guerra Fría. Esa, debe haber pensado, fue una revolución. Una revolución sin armas, pero con mucho pueblo y con mucho voto. En el mismo periodo, las dictaduras militares del sur de América Latina comenzaron a declinar, entre ellas, la uruguaya. Tanto el vocabulario como la acción política indicaba que nos encontrábamos de pronto viviendo en un nuevo tiempo.
Mujica debe haber comprendido que el tiempo que comenzábamos a vivir no era para acciones violentas sino que para imponer la paz, tanto política como social. El partido que se fue formando a su alrededor (MPP), no fue un partido revolucionario sino, como el mismo lo definía, un partido reformista. Reformista, una palabra que para los Tupamaros y otras sectas revolucionarias de los sesenta y setenta era el peor de los insultos. Mujica fue uno de los primeros en reivindicar las reformas como una tarea primordial del ser de izquierda, no como una táctica, no como una estrategia, sino como “un fin en sí”.
La encrucijada
Mujica fue uno de los dirigentes políticos de izquierdas que, situado frente a una encrucijada, debió elegir un camino. O elegía, como tantos en el pasado, el camino ya reaccionario de la revolución, o elegía el camino de la democracia social; esa era la encrucijada. Sin dudarlo mucho eligió este último para llegar a convertirse después en uno de los líderes más democráticos de América Latina. No estaba escrito que debía ser así.
No pocos políticos insistieron en reivindicar el reciente pasado. Los cubanos, enquistados en el poder, seguían actuando como durante la Guerra Fría. En Venezuela, Hugo Chávez, sería uno de los líderes de la contrarrevolución antidemocrática de las izquierdas (no solo venezolanas). Su absurdo eslogan “Socialismo del Siglo XXl”, adoptado del politólogo alemán Heinz Dieterich, reivindicaba para sí la antidemocracia basada en una supuesta lucha de clases en contra de “las cúpulas podridas”. Evo Morales lo siguió, incorporando temas abiertamente racistas en contra de los no-indios de su país. Rafael Correa imaginaba un gobierno autocrático basado en la técnica y en la economía, algo muy parecido al ideal ultraderechista del hoy carcelero Bukele de El Salvador y, no por último, el ex guerrillero Daniel Ortega, la antípoda más extrema de José Mujica, construía un socialismo familiar- militar al estilo de Corea del Norte. En ese contexto, la democracia social, imaginada por la izquierda democrática de Lagos y Bachelet y después de Boric en Chile, por el obrerismo de Lula, por Tabaré Vásquez del Frente Amplio en el propio Uruguay, por Petkoff en Venezuela, y otros más, no siguió las pautas del líder Chávez y lentamente su gesta democrática comenzó a tomar perfiles propios. El proceso de diferenciación sería más bien lento.
Nueva izquierda, vieja izquierda
Al comienzo muchos pensaban que el reformismo y el (pseudo) revolucionarismo eran las dos alas de una sola izquierda.
Hoy podemos decir, esas dos izquierdas ya son antagónicas y uno de los líderes que más impulsó ese antagonismo fue precisamente José Mujica. En Uruguay como en otros países, comienza a haber una mayor cercanía entre las centro-izquierdas y las centro-derechas que entre la izquierda democrática con la antidemocrática. Se explica perfectamente; la contradicción mundial trazada por Joe Biden, la que separa a las autocracias de las democracias, estaba representada de modo local en casi todos los países del occidente político. La cantidad de fotografías en las que aparece Mujica compartiendo amablemente con ex presidentes como Julio María Sanguinetti y Luis Alberto Lacalle, muestran claramente que en Uruguay se dio una impresionante confluencia democrática. Gracias a líderes como Mujica, muchos supieron, además, que ser de centro no es estar en el medio, sino que estar situado en una realidad amenazada por un pasado que no volverá y un futuro desconocido. Allí, en ese centro, actuaba Mujica, centrado en la realidad de un modo radical, como siempre él lo fue.
Mujica no construyó el socialismo en Uruguay ni le interesó hacerlo. Lo que sí intentó fue adelantar el reloj de acuerdo a los minuteros de la modernidad política. No es casualidad que, aparte de las mejoras sociales (Uruguay bajo su gobierno alcanzó el lugar más bajo en los índices de pobreza) Mujica haya puesto interés en impulsar reformas energéticas, reformas socioculturales, entre ellas la legalización de la marihuana, la aceptación del matrimonio igualitario y la no penalización del aborto. Hoy se dice que Uruguay, a diferencia de otros países de la región, avanza a ritmo europeo y no a ritmo latinoamericano. Efectivamente es así. El “paisíto”, como lo llamaba Mujica, va a la cabeza de la modernidad latinoamericana gracias a presidencias democráticas entre las que se cuentan la suya (2010-2015)
Podríamos decir que, en nuestro continente, Uruguay ha liberado a la izquierda de sus traumas revolucionaristas poniendo fin a los bloqueos psicopolíticos que derivaban de las usurpaciones a que han sido sometidos los ideales de izquierda, por el marximo “científico” primero, por las dictadura soviética después, y en América Latina, por el castrismo. Acerca de la contínua usurpación de la antigua idea del socialismo democrático, recomiendo leer el magnífico libro de Simón García titulado La Rosa y la Hoz.
Contraviniendo la permanente usurpación de la izquierda social por la anti-democracia, hoy se puede ser, gracias a personas como Mujica, de izquierda y democrático a la vez, sin que esto signifique una contradicción.
La democracia, para la nueva-antigua izquierda, ya no tiene un carácter de clase. No es burguesa ni proletaria. No es de derecha ni de izquierda. La democracia es constitucional e institucional. Parodiando a Fidel Castro, para presidentes como Mujica, dentro de la Constitución vale todo, fuera de la Constitución nada vale. Eso no lo van a entender nunca los comunistas y castristas que aún penan en diferentes naciones. Tampoco lo pueden entender los anticomunistas.
Los anticomunistas, hijos putativos de los comunistas, necesitan de los comunistas para existir, y como ya no los pueden encontrar, han decidido convertir en comunistas a todos los que se encuentran a favor de la democracia constitucional. Hecho que alcanzó su paroxismo durante la campaña presidencial de Trump, cuando Obama, Harris, Biden, pasaron a ser designados por los trumpistas como comunistas. Para ultramontanos como J. D. Vance, por ejemplo, la mayoría de los países europeos donde no gobierna la ultraderecha fascista, son países socialistas.
Probablemente en el mundo de hoy los anticomunistas superan en número a los veteranos del comunismo, quienes viven un lento y penoso proceso de extinción. La ya no solo potencial alianza que se está concertando entre el gobierno de Trump y las ultraderechas putinistas europeas va dirigida, en nombre de la lucha antisocialista, en contra de la democracia social que prima en diversos países del “viejo continente”. En cierto modo, tienen razón: los antiguos comunistas han sido pasados a llevar por los partidos democráticos del centro político. En esa lucha en contra de lo que ellos llaman comunistas, han encontrado en Putin -un nacionalista ortodoxo, imperialista y reaccionario- un aliado ideal.
Ciertamente, la conversión del guerrillero en un un demócrata no fue el resultado de alguna revelación divina. Fue seguramente el producto de un largo proceso. Durante algún tiempo, Mujica, quizás creyendo que la izquierda era una sola, no fue demasiado crítico con las autocracias y dictaduras que en nombre de la izquierda infectan al continente sudamericano. Pero en los últimos años de su vida su distanciamiento frente a la izquierda dictatorial fue más que evidente, hasta el punto que sus opiniones fueron seguidas por su admirador número uno, el joven presidente de Chile Gabriel Boric. No tanto así por Lula o por Petro, quienes compartiendo los principios que llevan a una izquierda democrática, quizás para complacer a la clientela de ultraizquierda que anida en sus propios partidos, no han sido lo suficientemente rigurosos frente a las aberraciones que a diario cometen las dictaduras de Nicaragua y Venezuela.
De la misma manera, su pronunciamiento frente a la dictadura de Putin, con quien Lula gusta abrazarse, fue categórico. Usando su estilo radical llegó incluso a criticar a los gobiernos europeos por no comprometerse con mayor decisión en la defensa militar de Ucrania. Contra Ortega y Maduro ha sido implacable. Sobre Ortega: “Hace rato que se le fue la mano”. Sobre Maduro: “está más loco que una cabra”. Y después del conocido fraude del 2024: “Me revienta cuando juegan a la democracia y hacen elecciones. Y, según el resultado, lo altero, hago un fraude o me mando una cagada”
Humildad y modestia
José Mujica será recordado por su humildad en el vestir, por su modestia en el decir, por su prudencia en el actuar. Quien escribe estas líneas debe decir que en el comienzo no estaba de acuerdo con los atributos que Mujica otorgaba a su propia imagen, como tampoco me impresionan mucho los zapatos rotos del papa Francisco. Enemigo de toda ostentación, no me seducen demasiado las personas que ostentan su riqueza o que ostentan su pobreza. Pero escuchando atentamente al Mujica de sus últimos días, pude darme cuenta de que él no intentaba aparentar ni ostentar. Simplemente, él es así. Sabía llegar a la gente porque pensaba y hablaba siendo como era. Fue, sin duda, un hombre auténtico. Pero, además, un sujeto vitalmente político.
Sus supuestas exageraciones de humildad y modestia, incluso de pobreza, eran señales enviadas al mundo. Quizás con esa lucidez que solo da la presencia de la muerte, actuaba en contra de una ola que viene hoy desde los Estados Unidos, donde un millonario presidente, rodeado de millonarios ministros y multimillonarios consejeros, intenta enseñarnos que la política no existe, solo los negocios; que los países no son más que empresas financieras; que hay que rendirse frente al poder del más fuerte. Frente a esa nueva locura que avanza a lo largo y ancho del mundo, Mujica se nos aparece como una negación radical, siempre al lado de “su vieja”, tomando mate, maravillado frente a las verduras que el mismo ha sembrado. En cierto modo, en su vida, en su pensamiento, en su decir, fue, él, José Mujica, y sin que se lo propusiera, un anti-Trump. Lo seguirá siendo.
Fernando Mires
POLIS: Política y Cultura