Resulta difícil observar los eventos presentes con perspectiva histórica. No obstante, ello es indispensable para evitar juicios apresurados, que tienden a exagerar la dimensión de lo que vemos, o a disminuir de manera imprudente su posible impacto.
Si bien consideramos que la ignominiosa retirada de Washington y varios de sus aliados de Afganistán constituye un claro y humillante revés geopolítico, nos luce excesivo atribuirle de modo necesario un carácter decisivo en el plano estratégico global, y mucho menos decretar esos sucesos como el anuncio de la definitiva “decadencia del imperio”, para usar términos de uso común.
El tópico de la declinación de los imperios exige un análisis equilibrado, pues las trampas a lo largo del camino son múltiples. Conviene, para empezar, tomar en cuenta la dimensión temporal en que han transcurrido experiencias imperiales del pasado. Sabemos, por ejemplo, que el imperio romano duró siglos. El caso del imperio español es particularmente interesante, pues si bien se prolongó, digamos, desde el siglo XVI hasta mediados del siglo XIX, más de tres siglos, ya a finales del siglo XVI y sobre todo durante el siglo XVII, el tema de una presunta decadencia de la inmensa estructura construida a partir de la llegada de Colón a América, se popularizó dentro y fuera de España. A pesar de que las estructuras fundamentales del imperio español resistieron por buen tiempo a toda suerte de embates, retos y dificultades, su partida de defunción fue con frecuencia prematuramente emitida.
Otro caso relevante es el del imperio soviético, tanto por la relativa brevedad de su vida como por la naturaleza abrupta de su muerte, que sorprendió a la mayoría. Por supuesto, una vez ocurrida la caída levantaron sus voces los oráculos tardíos, que hacen vaticinios una vez que acontecen los hechos, presumiendo de visiones proféticas que, examinadas con cuidado, en verdad no existieron, o fueron lo suficientemente ambiguas para permitir cualquier conclusión. A pesar de que se conocían las grietas del opresor parapeto comunista, la asfixia de los que lo sufrían, y las crecientes dudas que invadían a las élites dirigentes en Moscú, Berlín, Praga y otras partes, para el momento de su derrumbe la Unión Soviética seguía siendo en general percibida como un gran poder, capaz de proseguir sus empeños de dominación sin experimentar un terremoto catastrófico.
¿Es la debacle en Afganistán el comienzo del fin de Estados Unidos como gran potencia mundial? Sería temerario afirmarlo o negarlo en forma tajante, y solo el paso del tiempo tiene en sus manos la respuesta. Sin embargo, lo que sí es válido aseverar es que este tipo de infortunio no tiene fatalmente que convertirse, parafraseando a Churchill, en el principio del fin, sino que puede ser el fin del principio. Un fracaso puede transformarse en semillero de cambios, que reviertan factores negativos y fortalezcan rumbos positivos, así como, a veces, un episodio de mala salud puede suscitar modificaciones de conducta que mejoren las expectativas de vida de una persona. El resultado eventual depende de la capacidad de las élites dirigentes para acoplar la brújula del Estado, con el apoyo de su pueblo.
Cabe en este orden de ideas recordar los ejemplos de los emperadores romanos Augusto y Adriano, quienes en distintos momentos y circunstancias decidieron detener la expansión, consolidar en lugar de continuar las incesantes y costosas conquistas, y robustecer los músculos y arterias vitales del cuerpo imperial, en vez de persistir sobre una ruta llena de incertidumbre.
La decadencia de los imperios es un asunto muy complejo y las causas de esos procesos son numerosas; ahora bien, la combinación de factores externos, de presiones desde afuera, unidas a procesos de descomposición interna, son sin excepción evidentes. Para volver al ejemplo soviético, está claro que a la crisis económica interna de la URSS y el mundo comunista europeo se sumó desde el exterior la energía proveniente de tres personalidades excepcionales: Ronald Reagan, Margaret Thatcher y el papa Juan Pablo II, que supieron entender el panorama geopolítico y las oportunidades que ofrecía, y tuvieron el coraje espiritual de comprometerse a fondo por la libertad de esos pueblos, sometidos al yugo marxista.
¿Qué efectos tendrá el caos afgano sobre la dirigencia en Washington, ahora y en los cercanos tiempos por venir? Sobre el papel, Estados Unidos posee inmensos recursos de toda índole, que conforman los trazos esenciales de un gran poder. Pero como ha ocurrido otras veces con imperios históricos, factores internos de naturaleza intelectual y moral, que tienen que ver con la lucidez estratégica y la fuerza espiritual de las élites, ejercen una influencia que se sobrepone a lo material y es capaz de hundir o revitalizar a un gran país. En ese plano, el de la claridad mental y entereza espiritual de las élites dirigentes, se decide el futuro.
La severa experiencia afgana debería conducir a los dirigentes en Washington, si es que preservan algún sentido de Estado más allá de las controversias político-ideológicas de la coyuntura, a llevar a cabo un reajuste estratégico, impidiendo que una grave derrota se transforme en una irreversible desgracia. En tal sentido, y tratando de ser objetivos, debemos admitir que nos cuesta trabajo esperar con algún optimismo el venidero curso de las cosas en Estados Unidos, tanto a nivel interno como en lo que concierne a su gravitación internacional. La confusión ideológica, las fracturas sociales y divisiones políticas en ese país son demasiado intensas, como para que podamos abrigar desmesuradas esperanzas acerca de su probable destino.
Editorial de El Nacional