Antes de contestar a la pregunta formulada en el titular de este artículo, debo apresurarme a explicar a qué llamo ‘fracturado’: me refiero a posibles rompimientos internos de suficiente envergadura -rompimientos de la unidad estructural del régimen-, que pudieran: Uno, derivar en una crisis o enfrentamiento que cuestione a Maduro como jefe del régimen; Dos, o que promueva modificaciones sustantivas en la actual estructura de poder: salida de actores claves e ingreso de nuevos factores, con ánimo de renovación; o Tres, que logre aglutinar suficiente influencia o capacidad de presión para obligar al núcleo conductor del régimen, a dar un cambio radical en las brutales políticas con que se mantiene en el poder.
Mi respuesta a la interrogante, en los términos en que está formulada aquí, es que el régimen no tiene fracturas internas de la envergadura necesaria o con fuerza para despojar a Maduro de su condición de mandamás absoluto, ni capacidad para modificar los componentes claves –y las cuotas que controlan– de la estructura civil-militar que tiene sometida a Venezuela, ni tampoco tiene la posibilidad de agrupar las influencias necesarias para convencer al Alto Mando Militar, a los agentes extranjeros con participación en el poder, y al coto familiar Maduro-Flores y compañía, de los posibles beneficios –para ellos y para la nación venezolana– de aliviar los sufrimientos que causan, minuto a minuto, a la sociedad venezolana.
Por supuesto que hay, y muy extendido, un malestar en el Partido Socialista Unido de Venezuela. También, que es innegable que en las fuerzas –fuerzas muy pequeñas, casi marginales, de los otros partidos que suscriben al régimen– predomina un tono crítico, de cuestionamiento constante de casi todas las decisiones del poder, entre otras razones, porque no se les consulta la opinión, ni se les informa, y en realidad se les trata, no como segundones –eso ya sería algo–, sino que simplemente se les usa como un molesto y barato cuerpo de títeres, a los que se les convoca para que hagan bulto, aplaudan cuando se les ordena, y para que contribuyan a simular el apoyo social que el régimen no tiene. Este modesto almacén de títeres incluye al Partido Comunista de Venezuela –habría obtenido 2,7% de los votos en el fraude del 6D–, cuyas diligencias ante el poder ruso para mejorar su estatuto en el reparto venezolano han sido por completo infructuosas.
A lo anterior hay que sumar el malestar que predomina en las fuerzas armadas, que es, a la vez, numeroso e impotente, por una confluencia de factores: Uno: en las fuerzas militares, como es obvio, se ha impuesto el pavor a la Dgcim y a las prácticas de tortura y de violación de los derechos humanos, mucho más cruentas que en el caso de los civiles. Los torturadores de la Dgcim son, en disputa con los del Sebin y los de otros cuerpos policiales y militares, el grupo gubernamental más temido. Dos: los cuarteles, salvo excepciones, son unidades desarmadas, incomunicadas, hambrientas y profundamente afectadas por las carestías, el desánimo, las enfermedades y los esfuerzos por sobrevivir. Tres: Capas enteras de la FANB están dedicadas a la corrupción, en múltiples modalidades: contrabandean y trapichean con los combustibles; integran bandas de atracadores; extorsionan en alcabalas, puntos de control y en las vías públicas; guisan en puertos, aeropuertos, acceso a hospitales, cárceles y más. No están unidas, sino lo contrario: en permanente disputa. Compiten por los negocios en los que participan. Cuatro: la FANB debe ser el colectivo más vigilado de la sociedad venezolana, incluso más allá de lo que los expertos en la materia alcanzan a imaginar. Parte sustantiva de la actividad que cubanos, rusos, chinos e iraníes realizan en Venezuela está dedicada a labores de inteligencia sobre la fuerza armada y los miembros del régimen. Más que la oposición, al régimen le preocupa mucho más la desafección de los suyos, la traición de los últimos aliados que le quedan.
¿Por qué, a pesar de todo lo expuesto hasta aquí, y de muchos otros factores que podrían añadirse, el régimen mantiene una condición monolítica, sin fracturas de verdadera importancia, que pudieran dar un giro a las realidades de hoy?
Básicamente por cuatro factores, que explico muy esquemáticamente a continuación. Uno: los disidentes o, mejor dicho, los posibles disidentes, no están organizados. Les alcanza el rechazo general de la sociedad, pero no transforman el sufrimiento de los venezolanos en una acción política, entre otras razones, porque temen a la respuesta torturadora del régimen. Dos: No tienen un líder visible y reconocido. La intensidad de los odios y rivalidades –que supera a los presentes en la oposición– les impide reconocerse y encontrarse. Tres: Aunque silenciosamente odien a Maduro o murmuren contra el abuso de los clanes civiles y militares que se reparten el territorio, no dicen ni una palabra, porque están todos dedicados a cuidar sus parcelas de negocios, sus cargos, sus contratos, sus prebendas y prácticas ilícitas.
Pero el factor más importante –cuatro–, el que a fin de cuentas resulta más poderoso y unificador, el que hace al régimen un monolito, ahora mismo casi inexpugnable, es el temor al fin del régimen, por los peligros que ello supondría –entre ellos, cárcel para varios miles de delincuentes–, por las pérdidas de poder y beneficios que representaría, por la incertidumbre que supondría para la maraña de intereses –rusos, chinos, iraníes, cubanos, bielorrusos, de los carteles de la droga, de las ex FARC, del ELN y otros que operan en la trastienda–, que operan para mantener la unidad y la cohesión alrededor de Maduro, aún cuando lo consideren una bestia odiosa, porque, y esa es la gran paradoja del régimen, es la única que puede asegurarles que continuarán esquilmando y saqueando el país, impunemente y por tiempo indefinido.
Lo repito: es un monolito, cohesionado y firme, no en lo cotidiano ni en las luchas cruentas por el reparto de parcelas de negocios y poder. Es un monolito ante cualquier aviso o iniciativa que suponga un riesgo para la supervivencia, para la prolongación plena de ese poder.
Editorial de El Nacional