Puesto que se trata de realidades históricas, políticas y culturales tan distintas, la tentación de comparar las protestas que han tenido lugar en Cataluña y en Venezuela es, en principio, equívoca y desatinada si, cuando menos, esa comparación no parte de una referencia común. Esa referencia no podría ser otra que el marco legal vigente en cada país. Analizar las protestas en uno u otro lugar equivale a confrontar su legitimidad ante la Constitución y las leyes.
En Venezuela, y esto es lo esencial, los ciudadanos salieron a las calles en defensa de la Constitución. Protestaron –protestan hoy y continuarán haciéndolo mientras sea necesario– para oponerse al programa de violaciones sistemáticas de la carta magna. 130 personas murieron y 16.000 fueron heridas, mientras invocaban derechos establecidos en la Constitución aprobada en 1999. No para desconocer la legalidad, sino para refrendarla: en eso se fundamenta la legitimidad irrenunciable que tienen las luchas que, durante intensos meses, se vivieron en pueblos y ciudades de todas las regiones de Venezuela. Hay que agregar, además, un aspecto cualitativo: son la expresión de una inequívoca mayoría, más de 80% de la sociedad, que exige un cambio, no de la Constitución ni del marco legal, sino de la dictadura ilegal, ilegítima, fraudulenta y delincuencial que nos gobierna.
El sentido de las protestas venezolanas no guarda relación alguna con las protagonizadas por los grupos que alientan el secesionismo, que ha puesto en marcha una cadena de violaciones de la Constitución y las leyes de España, con el objetivo de crear una crisis que, entre sus líneas más evidentes, siempre tuvo como una de sus tácticas clave provocar una confrontación para denunciar a los cuerpos de seguridad y el gobierno del presidente Rajoy. Por lo tanto, no hay semejanzas entre ambas protestas –las venezolanas han sido más duraderas, más numerosas y más intensas que las que tuvieron lugar en Cataluña.
Donde sí hay notorias semejanzas es en los métodos utilizados por la dictadura de Maduro y los promotores de la secesión: ambos actúan en contra del marco legal; desconocen a las respectivas mayorías que se oponen a sus propósitos; desarrollan discursos en los que se victimizan, expertos en falsear la realidad y formular las más estrambóticas conspiraciones. Que Maduro haya expresado su apoyo a la pretensión secesionista no debería sorprendernos: son lobos de la misma dieta.
El nacionalismo catalán, esencialmente retrógrado como toda fórmula política que tiene su núcleo en la exclusión, ha logrado una de sus metas: polarizar a la sociedad de la Comunidad Autonómica de Cataluña. En su intervención del martes 3 de octubre, Felipe VI dijo, con toda la resonancia que ello supone: “Hoy la sociedad catalana está fracturada y enfrentada”. Es característico del auge polarizador producir, durante una primera etapa, el fenómeno de la mayoría silenciosa. Ese silencio hace más sonoro el ruido fabricado por la minoría. En el diálogo que compartió con Bieito Rubido, director del diario ABC, el periodista Carlos Herrera recordaba a esa mayoría silenciosa su derecho de manifestarse, de no agobiarse, “porque sois más”.
El elogiado discurso de Felipe VI, que alcanzó una audiencia de más de 12 millones de televidentes, y que ha sido aplaudido por dirigentes y mandatarios demócratas de todo el mundo es, en su línea medular, un llamado al orden constitucional, una respuesta a las acciones antidemocráticas de los secesionistas. Sus señalamientos son precisos: incumplimiento de la Constitución y su Estatuto de Autonomía.
El mesurado y urgente llamado del rey, que ha sido antecedido por varios del gobierno de Mariano Rajoy –hacia el que guardo una deuda de gratitud por haberme concedido la nacionalidad española, plataforma que me ha permitido continuar con la lucha contra la dictadura venezolana–, es a la paz y a la legalidad. A la restitución del orden democrático. A quienes buscan similitudes, hay que decir: las protestas de los demócratas venezolanos sí contienen semejanzas, pero es con los esfuerzos de las instituciones del Estado español por preservar la unidad del país y la vigencia de la Constitución.
Porque las comparaciones son odiosas, no es necesario formularlas en todas sus palabras; pero basta preguntarse por cuestiones como el Estado de Derecho, el funcionamiento de las instituciones, la capacidad real y no propagandística del sistema de salud, los indicadores de consumo de alimentos, los indicadores de la economía, la calidad de la vida, el estatuto de los derechos humanos, para preguntarse si la Venezuela de hoy puede compararse con España o más bien está en la categoría de los países más pobres del planeta.
Editorial de El Nacional
Miguel Henrique Otero