Un grupo de migrantes centroamericanos sobre las vías del tren cerca de Los Corazones, en el sur de México, a inicios de noviembre. Credit Daniel Berehulak para The New York Times
La camioneta de la policía apareció de repente, apenas un destello de metal y cristal. Los migrantes corrieron a toda velocidad, tropezando con las grietas del pavimento mientras una anciana que barría la entrada de su casa los animaba a apresurarse.
Los diez hombres doblaron la esquina y se escondieron detrás de unos árboles. Era el cuarto día de su trayecto desde Centroamérica y ya empezaban a entender la nueva realidad de la frontera sur: la presión de Estados Unidos es cada vez más fuerte y la respuesta de las autoridades mexicanas es ser cada vez más estrictas.
Los minutos pasaron. Los hombres se dispersaron y se agacharon para recuperar el aliento. Junto a la hilera de árboles, un hombre en sandalias y camisa se les acercó. Les dijo que no se preocuparan, que él conocía el camino hacia el norte.
Pequeño y de ojos amarillentos, el hombre tenía experiencia en el arte de traficar personas. Podía detectar patrullas, parar autos para que lo llevaran e incluso navegar por los caminos ocultos entre la maleza. Podían confiar en él, prometió. Solo quería ayudar.
Al principio, los migrantes apenas le respondían. Pero entre más hablaba, más difícil se volvía ignorarlo. ¿Qué otra opción tenían? Las alternativas se redujeron a ir con él o ir solos, de regreso a las calles desconocidas inundadas de autoridades mexicanas.
Esas son las opciones de un migrante: evaluar los riesgos de avanzar o considerar la posibilidad de regresar a casa. Los seis hondureños y cuatro guatemaltecos aceptaron a regañadientes.
“Hay dos clases de historias en este viaje”, dijo uno de los hombres, echándose la mochila al hombro mientras el grupo se preparaba para partir. Rafael Lesveri Pérez, un guatemalteco de 38 años, es un veterano del trayecto después de haberlo recorrido tres veces. “Hay verdades y hay mentiras. Solo el tiempo puede decir cuál es cuál”.
Los migrantes esperan la señal del coyote para cruzar un camino. Credit Daniel Berehulak para The New York Times
Una red que se extiende
Los próximos dos días fueron un microcosmos del trayecto hacia el norte para los migrantes centroamericanos, un viaje que se ha hecho cada vez más peligroso después del aumento de las medidas de seguridad por parte del gobierno mexicano.
Huyendo de la incesante violencia provocada por las pandillas y de la falta de oportunidades, un inusitado número de centroamericanos tomó rumbo hacia Estados Unidos en la primavera de 2014. Ese año se detuvo a 68.631 niños —casi el doble que el año anterior— en la frontera estadounidense tras haber preferido enfrentarse a los riesgos del recorrido de más de 1600 kilómetros que a los peligros que enfrentaban en casa.
Para contener el flujo migratorio, el gobierno de Estados Unidos prometió apoyo financiero para mejorar las vidas de los migrantes en sus países de origen. En diciembre se aprobó un paquete de 750 millones de dólares para Guatemala, Honduras y El Salvador.
Pero el gobierno del Presidente Obama también tomó otras medidas: presionó al gobierno mexicano para que fuera más estricto en sus propias fronteras y para que, en esencia, creara una red para atrapar a los migrantes a miles de kilómetros de la frontera con Estados Unidos.
La campaña del gobierno mexicano, el Plan Frontera Sur, sirve como primera línea de defensa para los estadounidenses. En el último año, las deportaciones en México se han disparado y los arrestos anuales de migrantes centroamericanos en este país se han duplicado, de 78.000 en 2013, cuando empezó el plan, a más de 170.000 el año pasado.
Aun con todos esos esfuerzos, la campaña del gobierno mexicano no ha podido detener el flujo de migrantes; pero sí ha convertido a este viaje en una travesía aún más peligrosa.
La vigilancia más estricta de las autoridades ha obligado a los migrantes a abandonar sus medios de transporte preferidos –autobuses y trenes– para tomar rutas más riesgosas a pie, a través de tramos apartados en el campo mexicano plagados de pandillas, residentes frustrados y policías corruptos.
La hora de la cena en un refugio en Arriaga, Chiapas. El mapa a la izquierda muestra las rutas hacia Estados Unidos. Credit Daniel Berehulak para The New York Times
Funcionarios y defensores de derechos humanos en los estados sureños de Chiapas, Tabasco y Oaxaca reportan un aumento de la violencia en contra de los migrantes, y no solo por parte de criminales. La Comisión de Derechos Humanos del país informó que en el primer año de aplicación del plan, las denuncias de los migrantes en contra de las autoridades aumentaron en un 40 por ciento.
La presencia constante de los migrantes también ha probado la paciencia de muchos mexicanos. Al viajar a pie se demoran más en las comunidades que antes solo recorrían en tren, lo cual ha provocado resentimiento y miedo entre los pobladores, poco acostumbrados a extraños. Los casos de violencia se han vuelto más comunes y algunas comunidades han firmado peticiones en las que exigen la eliminación de los refugios para migrantes.
Durante dos días a principios de noviembre, los 10 migrantes en Arriaga, Chiapas, atravesaron más de 64 kilómetros entre bosques tupidos, cultivos blanqueados por el sol y autopistas patrulladas por las autoridades; algunos de sus zapatos quedarían hechos pedazos. Un recorrido de media hora en automóvil se convirtió en una caminata de más de 20 horas. Pasaron una noche en vela en un porche de concreto, listos para enfrentarse al ataque de los residentes hostiles de un poblado. Uno de ellos se enfermaría gravemente, lo que les obligaría a dividirse y a vivir con la incertidumbre de no saber si terminarían el trayecto.
Solo dos de ellos llegarían a Estados Unidos.
Casi nada de lo que el coyote les prometió sucedería.
Los migrantes se esconden en los arbustos. Credit Daniel Berehulak para The New York Times
En manos de un traficante
El viaje por México solía ser más sencillo. Muchos migrantes se montaban en la Bestia, el tren de carga que por mucho tiempo fue parte integral del viaje a Estados Unidos. Pero desde que las autoridades aumentaron la vigilancia en el sur, el recorrido en tren disminuyó drásticamente.
Esa vigilancia casi terminó el viaje de los 10 hombres antes de que comenzara. En la mañana de su partida, alguien les había advertido que se alejaran de un área cercana a las vías del tren. Los agentes de inmigración pasarían por ahí. Minutos después, la camioneta de la policía apareció, lo cual los obligó a ponerse en las manos del traficante.
Paso a paso les describió el recorrido, una combinación de viaje en auto y a pie en el que atravesarían 160 kilómetros en dos días. El costo: solo 15 dólares por persona.
Un coyote (a la extrema derecha) se acercó a los migrantes después de que lograron escapar de las autoridades en Arriaga, a principios de noviembre. Credit Daniel Berehulak para The New York Times
Seguir leyendo New York Times