Un lector desprevenido sobre lo que ocurre en Venezuela reaccionaría llevándose las manos a la cabeza, con los ojos desorbitados, si le dijeran, por ejemplo, que gente al servicio del gobierno de Nicolás Maduro le cortó la electricidad a la Embajada de Argentina después de que en ella se hubieran refugiado media docena de perseguidos políticos.
¿En qué siglo estamos? ¿Qué mundo habitamos? ¿De dónde salieron estos gobernantes venezolanos que proceden de forma tan baja y grosera?, serían preguntas muy pertinentes ante el asombro por tal comportamiento.
El gobierno de Javier Milei hizo la denuncia respectiva y advirtió al gobierno de Nicolás Maduro sobre las consecuencias de cualquier acción deliberada que ponga en peligro la seguridad del personal diplomático y de los ciudadanos venezolanos bajo protección. El reclamo cita el Convenio de Viena, de la que ambas naciones son signatarias, que asegura la inviolabilidad de las sedes diplomáticas.
Este gobierno de Maduro que sale en defensa de su soberanía e independencia cuando un país -como lo acaban de hacer Brasil y Colombia- le recuerda que su comportamiento electoral viola el Acuerdo de Barbados, un pacto de entendimiento político suscrito con la oposición el 17 de octubre pasado; es el mismo gobierno que sin vergüenza alguna interrumpe el suministro eléctrico de la embajada argentina. El mismo gobierno que califica de «cobardes e injerencistas» a las cancillerías que le exigen un proceso electoral pulcro. El mismo gobierno, en fin, que apoya la invasión de Rusia en Ucrania. Un gobierno sin pies y menos cabeza.
Tiene un poder simbólico la forma cómo Maduro y sus grupos de tarea reaccionan contra una sede diplomática que cumple con sus obligaciones de protección en un ambiente de hostilidad y persecución política. Cortándoles la luz, condenándolos a la oscuridad, como han hecho durante más de una década con la población venezolana. La revolución solo distribuye tinieblas.
Una gran mayoría de los venezolanos que han huido del país durante una década solo aspiran a una vida normal, de trabajo, de progreso en la que puedan, cuando regresan a sus hogares tras la jornada diaria, pulsar el interruptor de la luz y se haga la claridad o abrir el grifo del agua y salga, efectivamente, agua.
Hay, por supuesto, razones políticas muy de fondo para oponerse a Maduro y su camarilla: los presos políticos que llevan años esperando juicio, las desapariciones forzadas que se suceden unas a otras, el hambre de la gente, la miseria de horizontes. Esa imagen de Maduro sumiendo en la oscuridad una legación diplomática desnuda su catadura y la de su gobierno. La facha que ostentan protegidos por las sombras.
Ese mal y envilecido comportamiento es el que hace naufragar cualquier intento de acuerdo político y, por tanto, de resolución de la crisis venezolana. No hay entereza para sostener lo pactado -como ese Acuerdo de Barbados- y sí obstinación absoluta para permanecer en el poder a cualquier costo, arrastrando en su deriva a cerca de 30 millones de personas.
Editorial de El Nacional