El ayuno es una práctica religiosa muy difundida que Gandhi –no el único, pero sí el más recordado pacifista– convirtió en forma de insurgencia cívica; el Mahatma no hizo una, sino 17 huelgas de hambre, desde los ayunos penitenciarios hasta la que realizó 2 semanas antes de su asesinato, abogando por la hermandad de hindúes y musulmanes; y, aunque Bapu era un líder espiritual, sus acciones tuvieron enorme importancia política y, de allí, buena parte de la reputación de esa poderosa herramienta de presión que legó a los luchadores sociales.
Se trata de un recurso extremo al que se apela cuando se han agotado todas las instancias reivindicativas y cuya implementación exige, además de apoyo comunicacional, sanitario, legal y político, el cálculo desapasionado de sus propósitos, de modo que estos puedan ser satisfechos en un plazo razonable, lo que no es cosa fácil cuando el interlocutor se comporta con intransigente crueldad, poniendo en riesgo la integridad física y la estabilidad emocional de quienes han optado por el ayuno para defender sus derechos; no se le puede pedir peras al olmo y eso lo deberían saber muy bien los políticos.
En nuestro país, y como es de público conocimiento, Daniel Ceballos, recluido arbitrariamente en una prisión para delincuentes comunes, se declaró en huelga de hambre el 22 de mayo, y Leopoldo López, detenido en Ramo Verde, lo hizo el domingo 24 de mayo. La huelga persigue la liberación de los presos políticos, el cese de la persecución contra miembros de la oposición y que se fije una fecha para las elecciones parlamentarias.
Al exalcalde de San Cristóbal y al líder de Voluntad Popular se sumaron Raúl Baduel hijo, Alexander Tirado, Julio César Rivas y seis estudiantes más, y es posible que las circunstancias motiven a otros compatriotas a solidarizarse con ellos, de forma militantemente activa, como han hecho dos concejales tachirenses en el Vaticano. Pero, mientras esto ocurre, crece la preocupación en torno a la salud de los reclamantes; Ceballos ha mostrado alarmantes síntomas de deterioro, al igual que López. Y lo que más inquieta es que, con la venia del Ministerio Público y la hipocresía del defensor del pueblo, se les pueda obligar a ingerir alimentos contra su voluntad, para impedir por la fuerza que se repita la historia de Franklin Brito, cuyo trágico deceso equiparó en impiedad al sacralizado comandante eterno con Margaret Thatcher. Recordemos que, en el verano de 1981, la Dama de Hierro dejó morir de lo que cínicamente llamó “inanición autoinfligida” a Bobby Sands y a otros nueve patriotas irlandeses.
La acción en curso no ha alcanzado aún las metas que se propuso, pero ha concitado el respaldo de las mayorías que se oponen al despotismo del régimen, lo cual es una enorme victoria moral; por eso el llamado del episcopado nacional para que “cese esa forma extrema de protesta y preservar la vida” de quienes tienen la inmensa responsabilidad de inspirar y dirigir la resistencia –que cada vez será menos pasiva– debe ser clamor nacional.
Editorial de El Nacional