Sebastián de Cobarrubias, capellán de Felipe II y canónigo de la catedral de Cuenca, fue un curioso personaje, humanis ta, políglota y hombre de letras. En 1605 y en los ratos que le dejaban sus ocupaciones se puso a escribir el Tesoro de la lengua castellana o española, considerado primer diccionario de nuestro idioma. Para culminar tan magna obra empleó más de cinco años, a razón de seis entradas diarias que escribía en riguroso orden alfabético.
De la lectura de este «tesoro» surgen muchas curiosidades. Por ejemplo, ciertas palabras que consideramos modernas ya existían en el siglo XVII con idéntico significado al actual. Escoba, escopeta, sarampión o macarrones ya estaban incluidas en el diccionario, al lado de otras caídas en desuso, como embotijar, que significa enojarse; broquel, escudo pequeño; burdégano, que es la manera con que se conoce al hijo de caballo y burra; disfavor, desaire o desatención; o levantal, pieza de tela utilizada para protegerse la ropa, delantal.
También permite comprobar cómo las palabras han ido evolucionando: borbollón acabó convirtiéndose en borbotón; arfil, pieza de ajedrez, en alfil, y clin, pelo de caballo, en crin. Pero lo más curioso de este diccionario son algunas definiciones en las que Cobarrubias se despacha a gusto, dando rienda suelta a su ironía. Del término afeite escribe: «es el aderezo que se pone a alguna cosa para que parezca bien, y particularmente el que las mujeres se ponen en la cara para parecer blancas y rojas, aunque sean negras y descoloridas».
A la mariposa la define como «un animalito que se cuenta entre los gusanitos alados, el más imbécil de todos los que puede haber», mientras que del camaleón dice lo siguiente: «a ese animalejo lo vi en Valencia, en el huerto del señor patriarca don Juan de Ribera, de la misma figura que le pintan. Es cosa muy recebida de su particular naturaleza mantenerse del aire y mudarse la color que se le ofrece en su presencia, excepto la roja y la blanca, que éstas no las imita».
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