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El poder es mío

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El poder es mío

 

Evo Morales y Luis Arce escenifican un nuevo capítulo de lucha descarnada por el poder. Ambos son militantes del Movimiento Al Socialismo (MAS), con la pequeña diferencia de que el primero es el dueño de esa organización. Hace un par de años, Morales logró que se aprobara un rígido estatuto interno que lo declara jefe natural del partido y exige diez años de militancia para ser candidato masista a la presidencia boliviana. Arce incumple esa exigencia.

 

 

Todo caudillo que se precie de serlo –Evo lo es por naturaleza– no cede ni se hastía del poder. Mandatario del 2006 al 2019, luego cayó en desgracia, fue sacado del poder acusado de fraude electoral y se tuvo que exiliar por un año bajo el cobijo, primero de López Obrador y luego del argentino Alberto Fernández, y entonces acordó que Luis Arce, el ministro de Economía responsable del crecimiento estable de su país, lo suplantara en la candidatura y llegara a la presidencia. Se decían entonces «hermanos» y ya se sabe, desde los tiempos de Caín y Abel, que no hay nada peor que un pleito fratricida. Arce quiere ir a la reelección en 2024, pero Evo lo expulsó del partido en el reciente Congreso celebrado en la localidad cocalera de Lauca Ñ. Vienen más capítulos.

 

 

Morales había perdido en 2016 un referéndum de reforma constitucional que le hubiera permitido postularse para un cuarto período presidencial, pero un oportuno veredicto del Tribunal Constitucional declaró «derecho humano» su deseo de postularse, lo que hizo y derivó, sin embargo, en su salida del poder. Antes, el caudillo masista había separado del gobierno a su canciller David Choquehuanca, al que lo unía una larga amistad desde de principios de los años 90. Choquehuanca , aymara como Morales, volvió con Arce  y ahora es enemigo jurado del líder «natural». La perspectiva, según analistas, es que el MAS pudiera salir del gobierno para el período que comienza en 2025.

 

 

Lo de Bolivia es la repetición de lo que ha marcado a buena parte de los gobiernos de la denominada «ola rosa» que ha recorrido América Latina en lo que va de siglo. O manda el caudillo o se busca un sucesor temporal mientras se trata de exprimir el texto constitucional. El experimento es riesgoso porque ha producido crisis políticas en la fuerza gobernante y ahondado, incluso, las penurias de los países donde se ha producido. Chávez designó, ante la fatalidad, su sucesor y hay una legión de chavistas descontentos, además de un país en harapos. Rafael Correa lo hizo con Lenín Moreno, que cambió de rumbo, aunque el jefe de la Revolución Ciudadana –que la justicia de su país reclama– pone delfín tras delfín para competir por la presidencia de Ecuador y que esa anhelada victoria lo devuelva a salvo a su país. Una nación sumida en una seria crisis de inestabilidad política que este domingo 15 concurre a las urnas tras el fracaso del gobierno de Guillermo Lasso. La señora Cristina de Kirchner fraguó la candidatura de Alberto Fernández, con ella al mando del volante en la vicepresidencia, pero no ha logrado librarse de los juicios en su contra por corrupción, ni detener la debacle argentina, donde asoma sus patillas, y su verbo incendiario contra «la casta», Javier Milei. En Nicaragua Daniel Ortega, más zorro y doblemente descarado, despacha con su mujer al lado. O al revés.

 

 

 

 

Del caudillismo –que es de un signo y del otro, aunque más terco e irreductible el zurdo– solo se puede esperar inestabilidad, control absoluto del poder y deterioro progresivo de la democracia. Una desgracia que recuerda en nuestra región períodos de la historia que se creían superados.

 

 

Editorial de El Nacional

 

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