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El odio le conviene al poder

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El odio le conviene al poder

Desde el principio

Odios dados

 

La tolerancia sin menoscabo de la confrontación ideológica fue siempre de la índole social del venezolano. Es algo privativo de las democracias serias, del libre y autorizado juego de opiniones. Desde que tengo uso de razón política no recuerdo que mezcláramos en la misma olla las diferencias ideológicas con los odios o rechazos personales. Era una cualidad tan nuestra que no apreciábamos su singularidad. Nos parecía que en todos los países ocurría lo mismo. En varios, sí, pero no en muchos.

 

En el tomo 2 de Mis Memorias (La terrible década de los años 60) refiero un incidente ocurrido en Natal, Recife, capital de Pernambuco. Presidía la delegación venezolana en el IV Congreso Latinoamericano de Estudiantes (1961) que integraban también mis grandes compañeros Hilarión Cardozo (Copei) y Alfredo Maneiro (PCV).

 

El Congreso era sumamente competido y pugnaz. Pronto se dividió en dos hirvientes mitades: la izquierda de este lado, la democracia cristiana del otro. Para más, la izquierda internacional allí presente decidió sabotear el evento al descubrir que perdería por un voto. Un voto arriba era como tenerlos todos, dada la pugnacidad existente.

 

Fue una estúpida decisión. Yo había recomendado aceptar la derrota, preservar esos Congresos y prepararnos mejor para el próximo. Pero la visión sectaria triunfó y para más, me eligieron por unanimidad para que el discurso de ruptura lo pronunciara yo. Cometí el error de aceptar el criterio dominante e hice reventar el Acto con palabras explosivas. Mal, muy mal hecho, pero es lo que ocurrió.

 

Terminamos intercambiando puñadas y no palabras, palos y no razones. Pero a lo que voy es a esto. En medio de la refriega me dice un demócrata-cristiano chileno: ­Aparte de todo, ustedes, venezolanos, son especiales ­¿Y eso por qué? ­Bueno porque Hilarión, Maneiro y tú conservan un increíble afecto, una gran consideración, no alterados por este fuego encendido.

 

Y también lo mantenemos contigo y todos los integrantes del IV CLAE.

 

Capté ahí mismo la importancia del respeto recíproco, tan natural en mis paisanos.

 

La furia no podía dividirnos.

 

Por eso, aparte del estado deplorable a que han reducido al país, los del bloque político dominante en Venezuela agregan el profundo daño que han causado a la red nacional de afectos, históricamente tejida. La división profunda y artillada del país y el odio que fluye como lava hirviente por las calles, son de los sombríos retrocesos que se han impuesto en la emponzoñada atmósfera nacional.

 

George Orwell, en su tenebroso clásico titulado «1984», observaba que el odio se cultivaba por razones estratégicas. Entre las prácticas alentadas por el endiosado Big Brother destacaban «los 2 minutos de odio». A cada rato se interrumpían las actividades para que un fanático exaltara a la gente a desgañitarse con espeluznantes gritos contra los enemigos del Líder. Se pasaban filmes y grabaciones remachando su condición de agentes del enemigo, magnicidas, asesinos, solo porque no besaban el látigo que los azotaba. El Líder Eterno no podía ser criticado, no. Había que amarlo y quien no lo hiciera era un tétrico conspirador.

 

En materia de violación a los derechos humanos Venezuela supera a todas las naciones del continente. Las cifras alcanzadas durante el mando del fallecido eterno fueron agobiantes, pero en poco más de un año sus sucesores han triplicado los desmanes que aquel cometiera a lo largo de catorce.

 

El odio se explica por razones estratégicas, dado que impide que se escuchen las «peligrosas» razones del otro. Es además inversamente proporcional al naufragio del modelo. Mientras más se debilita, más necesita de bayonetas, descalificación y escarnio.

 

-Sire: las bayonetas sirven para muchas cosas, se atrevió a oponer Talleyrand al emperador Bonaparte…

 

-Para lo que no sirven ­remató- es para sentarse sobre ellas Si un régimen se sienta sobre la punta de las bayonetas tarde o temprano terminará calado. Pero dejemos por el momento las bayonetas a un lado. Mi tema hoy es el odio.

 

El presidente Maduro ha sido desbordado por quienes le disputan el poder, casi sin ocultarlo. El diputado Cabello y el ministro Rodríguez Torres no lo consultan para doblar la violencia. El uso constante del magnicidio como argumento para aplastar a quienes temen, toca extremos vomitivos.

 

Cuando los miro jadear preparándose para borrar del mapa a los acusados de magnicidio, a López, a Simonovis y a los líderes estudiantiles, de los medios, obreros, vecinos, me impresiona ver la furia corriéndoles por la epidermis. Con el tipo de justicia que aquí tenemos, es de imaginar cuánto más se ensañarán contra los perseguidos si el desmán no es revertido.

 

Me ha producido particular malestar escucharlos cuando se referían a mi noble amigo Teodoro Petkoff. Es cólera envenenada contra el intelectual, el hombre vertical de valor comprobado, el escritor que no se doblega jamás ni se deja despojar de la palabra.

 

A sabiendas de su estado de salud ­porque lo saben perfectamente- y desechando la dispensa médica, se subrogan en el Poder Judicial y ordenan que Teodoro se presente cada semana en el tribunal. Pero Petkoff no se calla. Considerar delictiva la causa de semejante atropello devuelve a los broncos criterios penales de algunos miembros del Tribunal medieval del Santo Oficio. Inquisición, la llamaban.

 

Pero, carajo, alegarán que es asunto de interpretaciones. Asombran en cambio los decibeles del odio. El sádico complejo de ver a su víctima, con su marchar lento, presentándose ante un tribunal dócil que en el fondo de su alma se avergonzará ­ojalá así seade su desangelado papel.

 

Américo Martín

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